—Sí, claro. Pero es que el coche de papá se ha averiado y… bueno.
La mujer se lo quedó mirando, como si estuviera pensando algo.
—Bueno, entonces sube.
—Gracias.
Oskar se deslizó en el asiento y cerró su puerta. Se pusieron en marcha.
—Entonces, ¿te dejo en la estación de autobuses?
—Sí, por favor.
Oskar se colocó bien en el asiento disfrutando del calor que empezaba a sentir en el cuerpo, especialmente en la espalda. Debía de ser uno de esos asientos con calefacción. Y que fuera tan sencillo. Los chalés iluminados pasaban rápidamente ante las ventanillas.
Podéis quedaros ahí sentados, bobos.
Se va cantando, se va jugando a España y… algún sitio.
—¿Vives en Estocolmo?
—Sí. En Blackeberg.
—Blackeberg… está al oeste, ¿no?
—Eso creo. Se llama Västerort, así que será por eso.
—Bueno. ¿Te espera algo importante en casa?
—Sí.
—Tiene que ser algo especial para salir a estas horas.
—Sí. Lo es.
Hacía frío en la habitación. Las articulaciones parecían rígidas después de haber dormido tanto tiempo en una postura incómoda. El vigilante se desperezó con un crujido, echó un vistazo a la cama y se despejó totalmente.
¡La ventana… el frío… mierda!
Se levantó temblando, miró alrededor. ¡A Dios gracias! El hombre no había huido, pero ¿cómo cojones había conseguido llegar a la ventana? Y…
¿Qué es esto?
El asesino estaba inclinado sobre el antepecho de la ventana con un bulto negro en el hombro. Su culo desnudo asomaba bajo la bata del hospital. El vigilante dio un paso hacia él, se paró jadeando.
El bulto era una cabeza. Un par de ojos negros se cruzaron con los suyos.
Buscó a tientas el arma reglamentaria y se acordó de que no la llevaba. Por razones de seguridad. El arma más próxima se encontraba en la caja fuerte del pasillo. Además, sólo se trataba de una niña, como pudo ver entonces.
—¡Alto! ¡No os mováis!
Corrió los tres pasos que había hasta la ventana y la niña levantó la cabeza del cuello del hombre.
En el mismo momento en que el vigilante llegó, la niña tomó impulso desde el alféizar y desapareció hacia arriba. Sus pies se bambolearon un instante en el borde superior de la ventana antes de desaparecer.
Llevaba los pies descalzos.
El vigilante sacó la cabeza por la ventana y alcanzó a ver un cuerpo que desaparecía en el tejado, fuera de su ángulo de visibilidad. El hombre que tenía a su lado respiraba con dificultad.
Oh, santo Dios y la madre que lo parió.
En la tenue luz se podían apreciar unas manchas oscuras en un hombro y en la parte de atrás de la bata. El hombre tenía la cabeza caída y en el cuello destacaba una herida reciente. En el tejado se oían golpes suaves de algo que se movía sobre las planchas metálicas. El vigilante se había quedado paralizado.
Prioridades. ¿Qué prioridades?
No se acordaba. Lo primero, salvar vidas. Sí, sí, pero había otros que podían… echó a correr hacia la puerta, marcó la combinación y se lanzó por el pasillo, gritando:
—¡Enfermera! ¡Enfermera! ¡Venga! ¡Esto es urgente!
Se lanzó hacia la escalera de incendios mientras la enfermera de noche salía de su garita y corría en dirección a la habitación que él acababa de dejar. Cuando se cruzaron ella, le preguntó:
—¿Qué pasa?
—Urgente. Es… urgente. Pide más personal, es… un asesinato.
No le salían las palabras. No se había visto nunca en algo semejante. Le habían colocado en este tedioso puesto de vigilante precisamente porque
era
inexperto. Prescindible, vamos. Mientras corría hacia la escalera sacó la radio y avisó a la central pidiendo refuerzos.
La enfermera intentó prepararse para lo peor: un cuerpo tirado en el suelo en medio de un charco de sangre, o colgado con una sábana de una tubería del agua caliente. Ya había visto ambas cosas.
Cuando entró en la habitación sólo vio que la cama estaba vacía. Y algo al lado de la ventana. Al principio creyó que se trataba de un montón de ropa puesta en el alféizar. Luego vio que se movía.
Corrió hacia la ventana para impedir que ocurriera, pero llegó demasiado tarde. El hombre se encontraba ya colgado del marco y con la mitad del cuerpo fuera cuando ella se lanzó hacia allí. Llegó a tiempo de coger una solapa de la bata del hospital antes de que el cuerpo del hombre cayera; el tubo del goteo se le desprendió del brazo. Un «rasssch» y se quedó con un trozo de tela de color azul en la mano. Un par de segundos después oyó un golpe lejano y sordo cuando el cuerpo se estrelló contra el suelo. Luego, los pitidos de la alarma del gotero.
El taxista giró ante la entrada de urgencias. El señor mayor que venía en el asiento de atrás y que le había entretenido durante todo el viaje desde Jakobsberg con anécdotas sobre sus problemas de corazón, abrió su puerta y se quedó sentado, esperando.
Vale, vale.
El conductor salió, dio la vuelta hasta la parte de atrás y le ofreció su brazo al anciano. La nieve se le colaba por el cuello de la cazadora. El viejo estaba casi apoyándose en su brazo cuando se quedó mirando fijamente hacia algún punto en el cielo, y permaneció sentado.
—Venga, vamos. Yo le sujeto.
El viejo señalaba hacia arriba.
—¿Qué es eso?
El taxista miró hacia donde estaba señalando.
Había una persona en el tejado del hospital. Una persona pequeña. Desnuda de cintura para arriba, con las manos apretadas a lo largo del cuerpo.
Avisa.
Tendría que dar la alarma a través de la radio, pero se quedó parado, incapaz de moverse, como si al hacerlo se fuera a alterar el equilibrio y la persona fuera a caer.
Le dolió la mano cuando el viejo se la cogió con unos dedos que parecían garras, clavándole las uñas en la palma. Sin embargo, no se movió.
La nieve le caía en los ojos y parpadeó. La persona que estaba en el tejado levantó los brazos por encima de la cabeza. Algo se extendió entre los brazos y el cuerpo: una telilla… una membrana. El viejo agarró su mano, salió del coche y se puso a su lado.
Al mismo tiempo que el hombro del anciano rozaba el suyo, cayó la persona… un niño… Lanzó un resuello y los dedos del viejo se le volvieron a clavar en la palma de la mano. El niño caía justo por encima de ellos.
De forma instintiva se agacharon los dos y se pusieron las manos sobre la cabeza. No pasó nada.
Cuando volvieron a mirar el niño había desaparecido. El conductor echó una ojeada alrededor, pero todo lo que se podía ver en el aire era la nieve cayendo bajo las farolas.
El viejo se estremeció.
—El ángel de la muerte. Era el ángel de la muerte. No saldré nunca de aquí.
—¡Habba-Habba soud-soud!
Una pandilla de chicos y chicas habían subido cantando en Hötorget. Serían más o menos de la edad de Tommy. Bebidos. Los chicos soltaban de vez en cuando algún berrido, se tiraban sobre las chicas y éstas se reían, les devolvían el golpe. Después, empezaban a cantar de nuevo. La misma canción una y otra vez. Oskar los miraba de reojo.
Yo nunca seré como ellos.
Por desgracia. Le habría gustado. Parecía que se divertían. Pero Oskar no podría nunca comportarse así, hacer lo que hacían. Uno de ellos se puso de pie en el asiento cantando en voz alta:
—¡A Huleba-Huleba, A-ha-Huleba!
Un viejo que estaba sentado y medio dormido en los asientos reservados a los minusválidos en la otra punta del vagón les increpó:
—¡¿No podéis tranquilizaros un poco?! Estoy tratando de dormir.
Una de las muchachas puso el dedo corazón hacia arriba y se lo mostró al viejo.
—A dormir se va uno a casa.
Todo el grupo se echó a reír y volvieron a la carga con la misma canción. Unos asientos más allá iba un hombre leyendo un libro. Oskar agachó la cabeza para poder leer el título pero no vio más que el nombre del autor: Göran Tunström. No le sonaba conocido.
En el grupo de cuatro asientos al lado de Oskar iba una señora mayor con el bolso sobre las rodillas. Iba hablando sola en voz baja, gesticulando hacia un interlocutor invisible.
Él no había ido nunca en metro después de las diez de la noche. ¿Serían aquellas personas las mismas que durante el día iban calladas y mirando fijamente hacia delante, leyendo el periódico? ¿O sería un grupo especial que sólo salía por las noches?
El hombre del libro pasó la página. Oskar, por extraño que parezca, no llevaba encima ningún libro. Lástima. Le habría gustado hacer como aquel hombre: estar sentado leyendo, olvidándose de todo lo que le rodeaba. Pero sólo llevaba el walkman y el cubo. Había pensado escuchar la cinta de Kiss que le había dado Tommy, lo había intentado en el autobús de vuelta, pero se había cansado después de un par de canciones.
Sacó el cubo del bolso. Tres caras estaban ya listas. Sólo faltaba una esquina de nada en la cuarta. Eli y él habían pasado una tarde entretenidos con el cubo, hablando de cómo se podía hacer, y después de aquello Oskar había mejorado mucho. Miró todas las caras intentando dar con alguna estrategia, pero no vio más que los ojos de Eli delante de él.
¿Qué aspecto tendrá?
No tenía miedo. Tenía la sensación de que… bueno… no podía estar allí a esas horas, no podía hacer lo que estaba haciendo. No existía. No era él.
No existo, y nadie puede hacerme daño.
Había llamado a su padre desde Norrtälje y éste se había puesto a llorar al teléfono diciéndole que iba a llamar a alguien que pudiera ir a buscarle. Era la segunda vez en su vida que Oskar oía llorar a su padre. Por un momento estuvo a punto de ablandarse, pero cuando su padre empezó a atropellarse y a gritar que él tenía que poder dirigir su vida y hacer lo que quisiera en su casa, Oskar le colgó el teléfono.
En realidad fue entonces cuando apareció, aquella sensación de que no existía.
El grupo de chicos y chicas se bajó en la estación de Ängbyplan. Uno de los chavales se volvió y gritó dentro del vagón:
—Qué durmáis bien, queridos… queridos…
No le salía la palabra y una de las chicas se lo llevó consigo. Justo antes de que el tren se pusiera en marcha se soltó de ella, corrió hacia las puertas y, sujetando una de ellas, gritó:
—… compañeros de viaje. ¡Compañeros de viaje, qué durmáis bien!
Soltó la puerta y el metro echó a andar de nuevo. El hombre que iba leyendo bajó el libro, miró a los jóvenes en el andén. Luego se volvió hacia Oskar, le miró a los ojos y sonrió. Oskar respondió con una sonrisa fugaz, después hizo como que dirigía su atención al cubo.
Tuvo la sensación de que… había sido aprobado. Aquel hombre se había fijado en él y le había transmitido la idea de que
Haces bien. Todo lo que estás haciendo está bien hecho.
Sin embargo no se atrevía a volver a mirarle. Parecía como si aquel hombre
supiera
. Oskar giró el cubo un poco y lo volvió a dejar como estaba.
Otras dos personas, además de él, se bajaron del metro en Blackeberg, de otros vagones. Un chico más mayor al que no conocía de nada y un adulto con pinta de ligón que parecía bastante borracho. El ligón se acercó tambaleándose al chico mayor y le gritó:
—Oye, tú, ¿tienes un cigarrillo?
—
Sorry
, no fumo.
Pero el ligón parece que no entendió más que la negativa, porque sacó un billete de diez coronas del bolsillo y agitándolo en la mano continuó:
—¡Diez coronas! Sólo por un pitillo.
El chico negó con la cabeza y siguió andando. El ligón se quedó allí tambaleándose, y cuando Oskar pasó a su lado levantó la cabeza y le dijo:
—¡Tú! —pero entonces se le achinaron los ojos, fijó la mirada en Oskar y meneó la cabeza—. No, no era nada. Vete en paz, hermano.
Oskar continuó subiendo las escaleras de la estación. Preguntándose si el ligón estaría pensando en ponerse a mear en el raíl eléctrico. El chico mayor desapareció por las puertas de salida. Sin contar al vigilante de los torniquetes, Oskar era la única persona que había en el vestíbulo.
Todo parecía tan distinto por la noche. La tienda de fotos, la floristería y la tienda de ropas que había dentro de la estación permanecían apagadas. El vigilante estaba en su garita con los pies sobre el mostrador, leyendo algo. Qué silencio. El reloj de la pared señalaba las dos pasadas. Debería estar en su cama a esas horas. Durmiendo. Al menos debería de tener sueño. Pero no. Estaba tan cansado que sentía el cuerpo como vacío, pero un vacío cargado de electricidad. No somnoliento.
Se abrió una puerta abajo, donde los andenes, y oyó la voz del ligón:
—«Y hagan la reverencia, ustedes los agentes con cascos y porras…».
La misma canción que él había cantado. Se echó a reír y empezó a correr. Salió corriendo por las puertas, cuesta abajo hacia la escuela, pasó la escuela y el aparcamiento. Había empezado a nevar otra vez y aquellos grandes copos le pinchaban como alfileres en la cara ardiente. Miraba hacia arriba mientras corría. La luna estaba aún con él, jugando al escondite entre los edificios altos.
Ya dentro del patio se detuvo, tomó aliento. Casi todas las ventanas estaban oscuras, pero ¿no se veía un poco de luz detrás de las persianas del piso de Eli?
¿Qué aspecto tendría?
Subió la cuesta, echó una ojeada a su propia ventana a oscuras. Allí dentro estaba el Oskar normal durmiendo. El Oskar… anterior a Eli. Con la bola del pis en los calzoncillos. Ya no se la ponía, no la necesitaba.
Abrió la puerta del sótano de su portal y por el pasillo llegó ante el portal de Eli, no se paró a mirar si quedaba alguna mancha en el suelo. Solamente pasó. Ya no existía. No tenía una madre, ni un padre, ni una vida anterior, él sólo estaba… allí. Abrió la puerta y subió las escaleras.
De pie en el descansillo se quedó mirando la deteriorada puerta de madera, la placa del nombre sin nombre.
Detrás de esa puerta.
Se había imaginado que iba a subir corriendo las escaleras e iba a llamar, sin más. Pero en vez de eso se sentó en los últimos escalones, al lado de la puerta.
¿Y si no quería que él viniera?
Después de todo era ella la que se había alejado. A lo mejor le decía que se marchara, que quería estar tranquila, que…
El trastero del sótano. El de Tommy y los otros.
Podía dormir allí, en el sofá, porque no estarían allí por la noche. De esa manera podría ver a Eli al día siguiente por la tarde, como de costumbre.