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Authors: Jorge Bucay
Jorge Bucay
Déjame que te cuente...
Los cuentos que me enseñaron a vivir
ePUB v1.3
MayenCM18.12.11
Demián es un muchacho inquieto y curioso: desea saber más sobre sí mismo. Esta búsqueda le conduce hasta Jorge, el Gordo, un psicoanalista muy peculiar que le ayuda a enfrentarse a la vida y a encontrar las respuestas que está buscando con un método muy personal: cada día le cuenta un cuento. Son cuentos clásicos, modernos o populares, reinventados por el psicoanalista para ayudar a su joven amigo a resolver sus dudas. Historias que a todos nos pueden servir para entendernos mejor a nosotros mismos, nuestras relaciones y nuestros miedos.
DÉJAME QUE TE CUENTE....
Autor: Jorge Bucay
Texto de 1999
Diseño cubierta: OpalWorks
A mi hija Claudia
Hace algunos años escribí, sin darme cuenta, una serie de cartas que dirigía a una supuesta e imaginaria amiga llamada Claudia. Esa serie terminaba con una carta que obviamente era la última.
Algunos amigos que conocían este hobby y algunos pacientes que sobrevaloraban su contenido, hicieron que me decidiera a publicar lo que después se llamaría “CARTAS PARA CLAUDIA”.
Sería muy difícil para mí expresar mi gratitud para con todos ellos: amigos y pacientes, a quienes les debo todos los placeres devenidos de las sucesivas ediciones de aquel libro.
Quizás sea por aquellas satisfacciones, quizás sea por vanidad, o quizás —lo dudo— sea porque finalmente haya encontrado algo más para decir… lo cierto es que hoy, cinco años después, vuelvo a sentarme ante una máquina de escribir para tipear esto que aquí empieza: quizás mi segundo libro.
En los últimos años, mi tarea como terapeuta ha ido variando más ostensiblemente que en toda la década anterior. Este viraje sucedió, como casi todas las cosas importantes de mi vida, sin que yo me diera acabada cuenta de lo que estaba sucediendo.
Un día, hablando con una colega con quien controlaba sus pacientes, noté que venían a mi memoria infinitos relatos, fábulas y anécdotas con las cuales yo explicaría a ese paciente a quien no conocía, su actitud de vida.
Me di cuenta de que, a solas con mis pacientes, había recurrido con frecuencia a esta manera de decir lo que deseaba.
Me di cuenta de cómo mis pacientes recordaban más mis relatos que mis interpretaciones, ejercicios, o comentarios.
Recordé el impacto profundo de los relatos del modelo Ericksoniano.
Me di cuenta, en suma, de que estaba utilizando cada vez más una poderosa arma didáctica y por supuesto terapéutica.
Esto que hoy comienzo a escribir es una pequeña antología de relatos antiquísimos algunos y contemporáneos otros, historias tradicionales de todas las culturas, frases y anécdotas más o menos conocidas a las cuales decidí sumar algunos sucesos de mi vida personal y unos pocos cuentos de mi propia inventiva, sumados a —como no podían faltar— algunas humoradas que me han contado y que repito a menudo (demasiado repito y demasiado a menudo), a mis “pacientes” pacientes.
Sólo para que no sea tan fácil leerlos, agregué al principio o final de cada relato (que a partir de ahora voy a llamar indiscriminadamente “cuentos”) uno o dos párrafos, ilustrando el uso que hago de estos cuentos en mi consultorio. No necesito aclarar, creo, que este uso es sólo un ejemplo y que la sabiduría encerrada en estos cuentos excede en mucho la aplicación supuestamente dada en estos relatos.
Fue así, en la búsqueda de la manera de mostrar estos cuentos, que inventé a Demián, como alguna vez inventé a Claudia.
En realidad Demián ya estaba inventado. De hecho es mi hijo, el hermano mayor de Claudia. Y digo que lo inventé, porque ese es el nombre que le puse al supuesto paciente que se ve obligado —pobre— a soportar una y otra vez a ese terapeuta que se parece demasiado a mí.
—No puedo —le dije— ¡NO PUEDO!
—¿Seguro? —me preguntó el gordo.
—Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo que siento… pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo Buda en esos horribles sillones azules de consultorio, se sonrió, me miró a los ojos y bajando la voz (cosa que hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente), me dijo:
—¿Me permites que te cuente algo?
Y mi silencio fue suficiente respuesta.
Jorge empezó a contar:
Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante.
Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal… pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir.
El misterio es evidente:
¿Qué lo mantiene entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre, o a alguna tía por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: —Si está amaestrado ¿por qué lo encadenan?
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.
Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca… y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta.
Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca.
Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo.
La estaca era ciertamente muy fuerte para él.
Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía…
Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no escapa porque cree —pobre— que NO PUEDE.
Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro.
Jamás… jamás… intentó poner a prueba su fuerza otra vez…
—Y así es, Demián. Todos somos un poco como ese elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad.
Vivimos creyendo que un montón de cosas “no podemos” simplemente porque alguna vez, antes, cuando éramos chiquitos, alguna vez, probamos y no pudimos.
Hicimos, entonces, lo del elefante: grabamos en nuestro recuerdo:
NO PUEDO… NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ
Hemos crecido portando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y nunca más lo volvimos a intentar.
Cuando mucho, de vez en cuando sentimos los grilletes, hacemos sonar las cadenas o miramos de reojo la estaca y confirmamos el estigma:
¡NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ!
Jorge hizo una larga pausa; luego se acercó, se sentó en el suelo frente a mí y siguió:
Esto es lo que te pasa, Demián, vives condicionado por el recuerdo de que otro Demián, que ya no es, no pudo.
Tu única manera de saber, es intentar
de nuevo
poniendo en el intento todo tu corazón…
…TODO TU CORAZÓN.
Cuando llegué por primera vez al consultorio de Jorge, sabía que no iba a ver a un analista convencional. Claudia, que me lo había recomendado, me avisó que “El Gordo” —como ella lo llamaba— era un tipo “un poco especial”.
Yo ya estaba harto de las terapias convencionales, y sobre todo de algunos años aburridos en un diván psicoanalítico. Así que llamé y pedí una hora.
La primera impresión superaba todos los cálculos. Era una calurosa tarde de noviembre; yo había llegado cinco minutos antes y esperaba abajo, en la puerta de su edificio, que fuera la hora exacta.
A las cuatro y media en punto toqué timbre, el portero eléctrico sonó, empujé la puerta y subí al noveno.
Esperé en el pasillo.
Esperé.
¡Y esperé!
Y cuando me cansé de esperar, toqué timbre en la puerta del apartamento.
Me abrió la puerta un tipo que a primera vista parecía vestido para irse de picnic: estaba en vaqueros, zapatillas de tenis y una camiseta de color naranja chillón.
—Hola —me dijo y su sonrisa me tranquilizó.
—Hola —contesté— soy Demián.
—Sí, claro, ¿qué te pasó que tardaste tanto en llegar arriba? ¿Te perdiste?
—No, no tardé. No quise tocar el timbre para no molestar… Por si estaba atendiendo…
—¿“Para no molestar”?… Así te debe ir a ti… —me devolvió.
Me quedé mudo.
Era la segunda frase que me decía y me estaba diciendo algo que sin lugar a dudas era verdad pero… ¡Qué hijo de puta!
…El lugar donde Jorge atendía (no me animaría a llamar a eso “un consultorio”), era tal como Jorge: informal, desarreglado, desprolijo, cálido, colorido, sorprendente y, para qué negarlo, un poco sucio. Nos sentamos en dos sillones frente a frente y mientras yo le contaba algunas cosas, Jorge tomaba mate (¡tomaba mate durante la sesión!).
Me ofreció uno:
—Bueno —le dije.
—Bueno ¿qué?
—Bueno, el mate…
—No entiendo.
—Que te voy a aceptar un mate.
Jorge me hizo una servil y burlona reverencia y me dijo: —Gracias, Majestad por “aceptarme” un mate… ¿Por qué no me dices si quieres un mate o no, en lugar de hacerme favores?
Este tipo me iba a volver loco.
—¡Sí! —dije.
Y ahora sí el gordo me dio un mate.
Decidí quedarme un poco más.
Le conté entre mil cosas que algo debía andar mal en mí, porque tenía dificultades en mis relaciones con la gente.
Jorge preguntó cómo sabía yo que el problema era mío.
Le contesté que tenía dificultades en mi casa con mi padre, con mi madre, con mi hermano, con mi pareja… y que por lo tanto, obviamente el problema debía ser yo.
Allí fue cuando por primera vez Jorge me contó “algo”.
Aprendería después, con el tiempo, que al gordo le gustaban las fábulas, las parábolas, los cuentos, las frases inteligentes y las metáforas logradas.
Según él, la única otra manera de comprender un hecho sin vivenciarlo directamente, es teniendo una clara representación interior simbólica del suceso.
—Una fábula, un cuento, o una anécdota —afirmaba Jorge—puede ser cien veces más recordada que mil explicaciones teóricas, interpretaciones psicoanalíticas o planteos formales.