Déjame que te cuente... (16 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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El gordo me dejó recuperar el aliento y después me puso una mano en el hombro y preguntó: —¿Mejor?

—No —dije—. Quizás más liviano, pero mejor no.

—Son criterios —dijo Jorge—, yo creo que siempre es mejor alivianar una carga…

Me apoyé en su pecho por un rato y me dejé contener.

Algunos minutos después, Jorge preguntó: —¿Quieres contarme qué te pasó?

—No, gordo. No. El hecho anecdótico no es importante. Tengo ahora la lucidez de darme cuenta, al menos de eso. Lo que necesito es saber qué me pasa a mí con este tema. Siento que me pongo demasiado loco.

—Bueno, empecemos por algún lado. Trata de decirme sintéticamente cuál crees o sientes que es el problema.

Yo me acomodé en el piso, hice un poco de ruido con la nariz e intenté empezar:

—Lo que pasa, es que cuando yo… —el gordo no me dejó seguir.

—No, no, no. Enúncialo como si fuera un telegrama, como si decir cada palabra te costara una fortuna… dale.

Pensó un poco.

—Me molesta que me mientan —dije al fin.

Estaba satisfecho.

Esta era la frase.

Cinco palabras.

Era un mensaje realmente sintético.

Miré al gordo.

…Silencio…

Decidí hacer una inversión y agregar un gasto adicional para darle más realismo.

—¡Me molesta muchísimo que me mientan! Eso.

El gordo sonrió y puso esa cara de abuelo comprensivo que ponía Jorge, y que yo interpretaba a veces como “qué tonto que eres, chico” y otras, como un enorme abrazo que decía “aquí esto” o “está todo bien”.

—¡Me molesta! —ratifiqué.

—Que te mientan —terminó Jorge.

—¡Que me mientan! —dije.

—Que TE mientan —remarcó.

—Sí. Que me mientan —yo no entendía adónde iba Jorge.

—¿De qué te reías? —le pregunté al fin.

—No me río, sonrío…

—¿Qué pasa? —pregunté—. No entiendo nada.

—Yo conozco ese lugar donde estás parado… Y no lo conozco por haberlo leído en ningún lado. Lo conozco por haber estado parado ahí gran parte de mi vida… Sonrío por simpatía, por identificación, por reconocer a otro yo mismo de otro tiempo, por encontrarlo en tu postura…

—No me sirve, gordo, no me alcanza con saber que tú pasaste por acá. No me consuela saber que ésta es la calle más transitada del planeta. ¡Hoy no me alcanza!

El gordo seguía con su cara de Buda complacido.

—Ya sé, yo sé que no te alcanza pero ¿ya te vas?

—No, ¡no me voy!

—Bueno entonces calma, quisiste saber porqué sonreía y quise contarte, eso es todo…

Jorge volvió a su sillón.

—Te molesta que te mientan.

—¡Sí!

—¿Y qué te hace pensar que te mienten?

—¿Cómo “qué me hace pensar”? Me dicen algo que descubro, antes o después, que no es verdad.

—Ah, pero tú estás confundiendo decir la verdad con no mentir.

—¿Cómo? ¿No es lo mismo?

—¡Para nada!

La línea formalmente lógica de mi pensamiento se había estrellado contra una pared de granito… Mi único consuelo era pensar que si, como decía Jorge, la confusión es la puerta de entrada a la claridad, yo debía estar en los umbrales de la luz suprema porque no entendía un carajo.

—¡Claro! —empezó Jorge.

—¡Claro para ti! —intervine—. El gordo se rió con ganas. Y

siguió—. Decir la verdad o no, es independiente del hecho de mentir.

Te pongo un ejemplo:

Hace muchos años, cuando apareció en el mundo el Detector de Mentiras, todos los abogados y los estudiosos de la conducta humana estaban fascinados. El aparato está basado en una serie de sensores que detectan las variaciones fisiológicas de sudoración, contracturas musculares, variaciones de pulso, temblores y movimientos oculares que se producen en un individuo cualquiera cuando miente.

En aquel entonces las experiencias con La Máquina de la Verdad, como se la llegó a llamar, proliferaban por doquier.

Un día, a un abogado se le ocurrió una exploración muy particular. Trasladó la máquina al hospital psiquiátrico de la ciudad y sentó en él a un internado: J. C. Jones. El señor Jones era un psicótico y como parte de su delirio aseguraba que él era Napoleón Bonaparte. Quizás por haber sido estudiante de historia, conocía a la perfección la vida de Napoleón y enunciaba con exactitud y en primera persona pequeños detalles de la vida del Gran Corso, en secuencia lógica y coherente.

A este señor J. C. Jones se lo sentó en el detector de mentiras y luego de una rutina de calibración, se le preguntó.

—¿Usted es Napoleón Bonaparte?

El paciente pensó un instante y después contestó.

—¡No!, ¿cómo se le ocurre? Yo soy J. C. Jones.

¡Todos sonrieron, salvo el operador del detector que informó que el señor Jones MINTIÓ!

La máquina demostró que cuando el paciente dijo la verdad (que era Jones) estaba mintiendo (…¡él creía que era Napoleón!)

YO SOY PETER

El asunto del que mentía cuando decía la verdad y su lógica contrapartida, esto es, la posibilidad de ser veraz diciendo falsedades, terminó de desacomodar algunas ideas que tenían un lugar en mi cabeza.

—Esto es terrible, Jorge —dije—. La verdad se vuelve entonces un concepto absolutamente subjetivo y por ende, relativo.

—En todo caso, después de lo hablado, lo que se desacomoda es el concepto de mentir, no el concepto de la verdad. Lo verdadero podría permanecer absoluto, aunque admitiéramos que declarar como verdaderas algunas falsedades, no es mentir. No obstante, como nuestra idea de la verdad está íntimamente relacionada con nuestro sistema de creencias, caeremos siempre en tu conclusión (con la que además, coincido por esto y por otras razones):

La verdad es relativa y subjetiva; y además, déjame agregar: cambiante y parcial.

—Es cierto —admití—, y nada cambia lo que te decía antes. Me molesta que me mientan.

Dicho de otra manera, más allá de que sea cierto o no, me molesta que me digan algo sabiendo que no es verdad.

Ni siquiera la “relativa”, “subjetiva” y “parcial” verdad de quien lo dice. Me revienta que me mientan.

—Y ¿por qué piensas que te mienten?

—¿Otra vez? —dije yo—. ¿Otra vez?

—Quiero preguntar por qué piensas que TE mienten a ti.

—¿Cómo por qué? Es a mí a quien le dicen la mentira en cuestión —dije fastidiado.

—No te enojes, yo creo que cuando alguien miente, ¡MIENTE! Es decir no TE miente, ni ME miente. ¡MIENTE!

En el mejor de los casos, se miente.

— ¡No!

—Sííí. ¿Por qué alguien miente, Demi? Piénsalo: ¿para qué?

—¡Qué sé yo! Mil motivos…

—Dime uno, el de la cosa que te trajo mal a la consulta.

—Para ocultar algo que hizo mal.

—Y eso ¿para qué?

—Para que el otro no lo juzgue.

—Y ¿por qué no quiere que lo juzgue?

—Porque sabe que el otro lo condenaría.

—¿Y por qué no quiere la condena del otro?

—Porque el otro le importa.

—¿Y?

—Y… no quiere tener que pagar algún plato roto.

—Esto es: Para no hacerse responsable.

—Claro.

—Bien, digamos que este es el móvil del 99% de las mentiras.

—Supongo que sí.

—Bien, y ¿cómo sabe el mentiroso que resultaría responsable?

¿quién determinó su responsabilidad?

—¡Nadie! ¡Bah! El mismo.

—Eso es. El mismo.

—¿Y?

—¿No te das cuenta? El mentiroso no es alguien que teme el resultado del juicio de otro; ni la condena en ese juicio. El mentiroso ya se juzgó y ya se condenó. ¿Entiendes? El asunto ya fue juzgado. El mentiroso se esconde de su propio juicio, de su propia condena y de su propia responsabilidad. Como te dije: el problema no es del otro, es del que miente.

Yo estaba congelado. Todo esto era cierto, lo sabía de mi observación del afuera y de mi observación del adentro, yo mentía cuando ya me había juzgado y condenado.

—¡Pero es cierto que me miente!

—Tan cierto como era cierto cuando mi mamá decía de mi hermano Cacho: “¡No me come nada!”… Mi hermano no LE comía la carne ni LE tomaba la sopita de chuño, ni LE quería probar “el flancito que alimenta tanto…”

—No, no es lo mismo. Cuando alguien me miente, ME lo dice a mí.

—No, Demián, acepto que creas que tú eres el centro de TU mundo (de hecho lo eres), pero NO eres el centro de EL mundo.

Él miente, no TE miente. Lo hace porque él decide hacerlo, porque le conviene o porque se le dio la gana.

Ese es SU privilegio. Decir que TE miente, te lleva a crear un delirio autorreferencial donde algo que en realidad es un problema de él, te lo hace a ti. ¡No jodas!

—¿Pero es un problema de él?

—Cuando la mentira es para evadir una responsabilidad, es el equivalente de un síntoma. ¿Cuántas veces hemos visto juntos que, en última instancia, la neurosis no es más que una manera de no ser adultos? ¿De escapar a la responsabilidad que implica crecer?

—No sé. Tengo que pensarlo. En la vida de todos los días, el mentiroso es el que se beneficia, no el que se jode.

—Aun cuando eso fuera cierto, la justicia no tiene nada que ver con la salud. Además, todo depende de lo que tú creas que es beneficiarse.

—Conseguir que las cosas sean de una determinada forma y no de otra menos deseada, es beneficiarse.

—Conseguir que las cosas sean de una determinada forma por una mentira es difícil. Creo que, cuanto mucho, una mentira puede conseguir que las cosas sucedan por un rato, de una manera más deseada por el que miente (aunque internamente él sepa que esta forma es falsa, ficticia, cartón pintado, apoyado en su mentira).

—No mentimos para eso, o no nos damos cuenta. Me parece que yo, en todo caso, cuando miento busco control sobre la situación.

—Es decir: Poder…

—Y, sí, de alguna manera Poder. Yo soy el que siempre supo la verdad. Yo te hice actuar. Yo te engañé. Yo te estafé. Yo te cagué… Un poder jodido, pero poder al fin.

—¿Te cuento un cuento?

Hacía mucho que Jorge no me contaba un cuento.

—¡Dale!

—Bueno, casi un cuentito.

Era un barucho de mala muerte, en uno de los barrios más turbios de la ciudad.

El ambiente sórdido parecía extraído de una novela policial de la serie negra.

Un pianista borracho y ojeroso golpeaba un blues aburrido, en un rincón que apenas se divisaba entre la poca luz y el humo de cigarrillos apestosos.

De repente, la puerta se abrió de una patada. El pianista cesó de tocar y todas las miradas se dirigieron a la puerta.

Era una especie de gigante lleno de músculos que se escapaban de su remera, con tatuajes en sus brazos de herrero.

Una terrible cicatriz en la mejilla le daba aun más fiereza a su cara de expresión terrible.

Con una voz que helaba la sangre, gritó: —¿Quién es Peter?

Un silencio denso y terrorífico se instaló en el bar. El gigante avanzó dos pasos y agarró una silla y la arrojó contra un espejo.

—¿Quién es Peter? —volvió a preguntar.

De una mesa lateral, un pequeño hombrecito de anteojos corrió su silla, sin hacer ruido caminó hacia el gigantón; con voz casi inaudible, susurró:

—Yo… yo soy Peter.

—Ah, tú eres Peter, yo soy Jack, ¡hijo de puta!

Con una sola mano lo levantó en el aire y lo arrojó contra un espejo. Lo levantó y le pegó dos cachetadas que parecía que le arrancarían la cabeza. Después le aplastó los anteojos. Le destrozó la ropa y por último, lo tiró al piso y le saltó sobre el estómago.

Un pequeño hilo de sangre empezó a brotar de la comisura de la boca del hombrecito, que quedó tirado en el piso semiinconsciente.

El gigantón se acercó a la puerta de salida y antes de irse, dijo:

—¡Nadie se burla de mí, nadie! —y se fue.

Apenas la puerta se cerró, dos o tres hombres se acercaron levantar a la víctima de la golpiza. Lo sentaron y le acercaron un whisky.

El hombrecito se limpió la sangre de la boca y empezó a reírse. Primero suavemente y después, a carcajadas.

La gente lo miró sorprendida.

¿Los golpes lo habían dejado loco?

—Ustedes no entienden —dijo, y siguió riéndose— yo sí me burlé de ese idiota…

Los otros no podían evitar la curiosidad y lo llenaron de preguntas:

¿Cuándo?

¿Cómo?

¿Con una mina?

¿Por guita?

¿Qué le hiciste?

¿Lo mandaste preso?

El hombrecito siguió riendo.

—No, no. ¡Yo me burlé de ese estúpido ahora, delante de todos. Porque yo… ja, ja, ja… yo…

…¡Yo no soy Peter!

Me fui del consultorio riéndome a carcajadas. Tenía la imagen del maltrecho hombrecito creyendo que cagó al grandote.

A medida que caminaba algunas cuadras, la risa se me fue pasando y me inundó una extraña sensación de autocompasión…

EL SUEÑO DEL ESCLAVO

Ya me había olvidado del enojo de aquel día.

Sentía que me importaba muchísimo más el tema de la mentira en sí misma.

Había estado pensando toda la semana sobre el tema.

Redescubriendo mi propia tendencia a mentir, recordando mentiras mías y de otros; y siempre volvía a chequear el concepto que Jorge había sembrado y crecía con fuerza: “Si hay un problema en la mentira, lo tiene el mentiroso”

Me trabé un poco con las mentiras “piadosas”.

Al principio, parecían pertenecer a otra categoría.

Parecía que allí no había un juzgamiento y autocondena.

Ni siquiera un intento de evadir responsabilidades.

Sin embargo, hilando fino. SI había un precio que yo no quería pagar cuando mentía para cuidar al otro. Yo no quería enfrentarme con su dolor, o con su impotencia o con su enojo.

Y como si esto fuera poco, me daba cuenta de que en muchas de estas mentiras piadosas, lo que pasaba era que me ponía en el lugar del otro (me identificaba con la víctima, diría mi terapeuta). Y entonces, transitaba pensamientos alineados bajo el título de “Si esta fuera mi realidad, yo preferiría no saberla” Y desde este lugar, me sentía con derecho a decidir por el otro que no se enterara.

Dicho así, me daba cuenta de que la mentira era mucho más una manipulación macabra que un acto de piedad.

¡Qué horror!

Otra vez una mentira que no es para el otro. Que es para mí.

¿Con quién es la piedad? ¡Conmigo!

Casi todas las mentiras son piadosas, sólo que piadosas con uno mismo, piadosas con el que miente…

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