Read Déjame que te cuente... Online
Authors: Jorge Bucay
Sentado con su amigo más confidente, le decía:
—Nunca se portó como una reina… ¿acaso no desafió mi investidura usando mi carruaje? Es más, recuerdo que un día me dio a comer una fruta mordida.
—La realidad es siempre la misma. Y lo que es, es… Sin embargo, como en el cuento, el hombre puede leer un hecho de una manera o de la contraria.
Cuidado con tus percepciones, decía Baldwin el sabio.
SI LO QUE VES SE AJUSTA “A MEDIDA” CON LA REALIDAD QUE A TI MÁS TE CONVIENE… ¡DESCONFÍA DE TUS OJOS!
Apenas entré, Jorge me dijo: —Tengo un cuento para contarte.
—Un cuento, ¿por qué?
—No sé, me pareció que te vendría bien.
—Bueno —dije, confiando en él.
Era un pueblo muy pequeño.
Tan pequeño que no figuraba en los grandes mapas nacionales.
Tan pequeño que tenía sólo una diminuta plaza, y que en su única plaza tenía un solo árbol.
Pero la gente amaba a ese pueblo, amaba a su plaza y amaba a su árbol: un enorme ombú que estaba justo, justo en la mitad de la plaza…
… y también en la mitad de la cotidianeidad de los habitantes del pueblo: Todas las tardes, a eso de las 7, después del trabajo, hombres y mujeres se cruzaban en la plaza, recién bañados, peinados y vestidos dando un par de vueltas alrededor del ombú.
Durante años los jóvenes, los padres de los jóvenes y los padres de los padres se habían cruzado diariamente bajo el ombú.
Allí se habían cerrado negocios importantes, tomado decisiones del municipio, arreglado casamientos y recordado a los muertos, por los años de los años.
Un día algo diferente y maravilloso comenzó a pasar: en una raíz lateral, saliendo de la nada, brotó una ramita verde con sus dos únicas hojitas apuntando al sol.
Era un retoño. El primer retoño que el ombú había dado desde que se lo conocía.
Después de la conmoción, se creó una comisión que organizó un festejo para brindar por el nuevo hecho.
Para sorpresa de los organizadores, no todos en el pueblo concurrieron al brindis, habían quienes decían que el retoño traería complicaciones.
El caso es que algunos días después de aparecido el primer retoño, empezó a brotar otro. Y en un mes, más de una veintena de nuevas manchitas verde claro asomaron en las ya grises raíces del ombú.
La alegría de unos y la indiferencia de otros había de durar poco.
El aviso lo dio el guardia de la plaza. Algo le pasaba al viejo ombú. Sus hojas estaban más amarillentas que nunca, eran débiles y se caían con facilidad. La corteza del tronco otrora carnosa y tierna, se había vuelto reseca y quebradiza. El guardián dio su diagnóstico: El ombú estaba enfermo y quizás moriría.
Esa tarde, en el paseo vespertino se planteó la discusión.
Algunos empezaron a decir que todo esto era culpa de los retoños. Sus argumentos eran concretos: todo estaba bien antes de que aparecieran.
Los defensores de los retoños decían que una cosa era independiente de la otra y que los retoños eran el futuro si algo le pasaba al viejo ombú.
Así, planteadas las posiciones, se formaron dos grupos claramente divididos. Uno que ponía el acento en el viejo ombú y otro que lo ponía en los nuevos retoños.
Sin saber cómo, la discusión se hizo cada vez más acalorada y los grupos cada vez más separados. Recién entrada la noche acordaron llevar el tema a la reunión vecinal del día siguiente, para calmar los ánimos.
Pero los ánimos no se calmaron. Al día siguiente, los defensores del ombú (como empezaron a llamarse) dijeron que la solución del problema era volver atrás. Los retoños estaban quitándole fuerzas al viejo ombú y actuando como parásitos del árbol. Había, por lo tanto, que destruir a los retoños.
Los defensores de la vida, como ya se habían bautizado, escucharon azorados, porque también ellos se habían reunido antes para encontrar una solución. Había que hachar el viejo ombú, que en realidad ya había cumplido su ciclo. Este, lo único que hacía era quitarle el sol y agua a los recién nacidos.
Además, era inútil defender al ombú porque de todas maneras el viejo árbol estaba potencialmente muerto.
La discusión terminó en una pelea y la pelea en una gresca, donde no faltaron gritos, insultos y patadas. La policía disolvió el escándalo mandando a cada uno a su casa.
Los defensores del ombú se reunieron esa noche y decidieron que la situación era desesperada, los estúpidos adversarios no iban a entender razones y por lo tanto se debía actuar. Armados con tijeras de podar, palas y picos decidieron atacar: con los retoños ya destruidos, otra sería la situación a negociar.
Llegaron a la plaza casi alegres.
Al acercarse al árbol, vieron que un grupo de personas apilaban maderas alrededor del ombú. Eran los defensores de la vida que planeaban prenderle fuego.
Ambos grupos de defensores se trenzaron otra vez, pero ahora sus manos estaban armadas de odio, resentimiento e instinto de destruir.
Varios retoños fueron pisoteados y dañados durante la pelea.
El viejo ombú también sufrió severos daños, en su tronco y en sus ramas.
Más de veinte defensores de ambos bandos terminaron la noche internados, con más o menos gravedad, en el hospital del pueblo.
La mañana siguiente encontró en la plaza un panorama distinto:
Los defensores del ombú habían levantado un cerco alrededor del árbol y lo custodiaban permanentemente cuatro personas armadas.
Los defensores de la vida, por su parte, habían cavado un foso y puesto alambre de púas alrededor de los retoños que quedaban, dispuestos a repeler cualquier ataque.
La situación en el resto del pueblo también se había tornado insoportable. Cada grupo, en su afán de conseguir más apoyo, había politizado la decisión y cada habitante debía tener posición tomada: defendía al ombú y por lo tanto era enemigo de los defensores de la vida o defendía los retoños y por lo tanto, debía odiar a muerte a los defensores del árbol.
La discusión final se iba a hacer ante el juez de paz, a la sazón el pastor del pueblo en la pequeña iglesia, el siguiente domingo.
Dividido el público por una soga, los dos bandos intercambiaron agresiones. El griterío era terrible y nadie se hacía escuchar.
De pronto se abrió la puerta y por el pasillo, seguido por la mirada de ambos bandos, avanzaba apoyado en su bastón “El viejo”.
“El viejo”, que debía tener más de cien años, cuando era un jovencito había fundado ese pueblo, diagramó sus calles, loteó los terrenos y por supuesto, plantó el árbol.
“El viejo” era respetado por todos y su palabra conservaba la claridad que la acompañó toda su larga vida.
El anciano rechazó los brazos que se ofrecían para ayudarlo y con dificultad subió al estrado y les habló: —¡Imbéciles! —dijo— ustedes se llaman a sí mismos “defensores del ombú”, “defensores de la vida”; “defensores…”!
Ustedes son incapaces de defender nada, porque su única intención es lastimar a todos los que piensen diferente.
Ustedes no se han dado cuenta de su error y están tan equivocados unos como otros.
El ombú no es una piedra. Es un ser viviente y como tal, tiene un ciclo vital. Este ciclo incluye dar vida a los que continuarán su misión, es decir incluye preparar a los retoños para hacer de ellos nuevos ombúes.
Pero los retoños, estúpidos, son sólo retoños. Y por ello no podrían vivir si el ombú se muere, y la vida del ombú no tendría sentido si no fuera capaz de prolongarse en nueva vida.
Prepárense “defensores de la vida”, entrénense y ármense. Pronto será la hora de prenderle fuego a la casa de sus padres con ellos dentro, pronto envejecerán y empezarán a estorbar el camino.
Prepárense “defensores del ombú”, practiquen con los retoños. Deben estar preparados para pisotear y matar a sus hijos, cuando estos quieran reemplazarlos o superarlos.
¡Ustedes se llaman a ustedes “los defensores”!
Ustedes lo único que quieren es destruir… y no se dan cuenta de que destruyendo, destruirán también inexorablemente todo aquello que creen defender.
Reflexionen!
No tienen mucho tiempo.
Y dicho esto, bajó lentamente del estrado y caminó hacia la puerta, en medio del silencio de todos.
… Y se fue.
Jorge hizo silencio.
Yo no podía evitar llorar.
Me levanté y me fui, en silencio, cansado y claro…
¡Había tanto para hacer!
Jorge había escrito un cuento.
Porque yo se lo pedí, porque él tenía ganas o por ambas cosas, lo compartió conmigo.
Siempre le habían gustado los enigmas…
Desde chico se había desafiado a sí mismo en cuanto crucigrama, acertijo, laberinto, criptograma y problema de ingenio se le había presentado.
Con mayor o menor éxito, había usado gran parte de su vida y de su cerebro en resolver problemas que otros habían inventado. Por supuesto que no era infalible, pasaron por sus manos muchos acertijos que eran demasiado complicados para él.
Frente a ellos, Joroska había repetido una secuencia casi ritual: los miraba un rato largo y definía de un vistazo, como experto que era, si este problema pertenecía o no al grupo de los insolubles.
Si su mirada confirmaba que lo era, Joroska tomaba aire y de todas maneras se abocaba a la resolución.
Comenzaba entonces la etapa de la frustración por psicologizar el análisis del ritual.
Aparecían las preguntas imposibles, los caminos cerrados, los símbolos intrincados, las palabras desconocidas, los planteos imprevisibles.
Joroska había descubierto hacía tiempo su actitud exitista frente a la vida.
¿Sería por eso que estos enigmas empezaban a aburrirlo?
El caso es que poco tiempo después de la tentativa, se aburría cósmicamente y abandonaba el problema, criticando en el fondo de su subconsciente al estúpido “hacedor” de problemas que ni él podía resolver…
Creo que fue debido a que también se aburría con los planteos demasiado fáciles, que llegó a la conclusión de que hay un enigma a la medida de cada “resolvedor”, y sólo él mismo puede saber cuál es su medida.
Lo ideal sería crear los propios acertijos a la propia medida, se dijo. Pero inmediatamente se dio cuenta de que eso haría perder interés al enigma mismo. El creador tendría la solución a medida que planteaba el problema.
Un poco jugando y un poco animado por la idea de ayudar a otros que, como él, quisieran resolver estos enigmas, comenzó a crear dilemas, juegos de palabras, de números, problemas de lógica y planteos de pensamiento abstracto…
Pero su gran obra fue la construcción del laberinto.
En el fondo de su enorme casa, empezó, los días de solcito y paz, a levantar paredes, ladrillo por ladrillo, para armar a escala natural un enorme laberinto.
Pasaron años. Todos sus acertijos eran compartidos con amigos, revistas especializadas y algunas últimas páginas de diarios. Pero el laberinto no se publicaba ni se trasladaba; el laberinto crecía y crecía en el fondo de la casa.
Joroska lo complicaba más y más. Casi sin darse cuenta, el intrincado laberinto tenía cada vez más caminos sin salida.
La construcción se transformó en parte de su vida. No había día en que Joroska no agregara algún ladrillo, tapiara una salida o prolongara una curva para hacer más difícil su recorrido.
¿Cuándo fue? Diría yo que alrededor de veinte años después.
El fondo de su casa no alcanzaba para seguir construyendo y entonces el laberinto empezó, casi naturalmente, a incluirse en su propia casa.
Para ir del dormitorio al baño, había que dar 8 pasos al frente, girar a la izquierda, dar 6 pasos, luego a la derecha, bajar 3 escalones, caminar 5 pasos, doblar otra vez a la derecha, saltar un obstáculo y abrir una puerta…
Para ir a la terraza había que inclinar el cuerpo sobre la pared izquierda, rodar unos metros y subir por una escalera de soga hasta el piso alto…
Así, poco a poco, su casa se fue transformando en un gran laberinto, de tamaño natural.
Al principio, esto lo llenó de satisfacción. Era divertido transitar esos pasillos que lo conducían también a él, a veces, a rutas sin salida (era imposible recordar todos los caminos en la memoria).
Era un laberinto a su medida.
A su medida.
Desde entonces Joroska invitó mucha gente a su casa, a su laberinto; pero aun los más interesados terminaban, como él en otros acertijos, aburriéndose.
Joroska se ofrecía a guiarlos por su casa, pero la gente después de un rato decidía irse. Palabras más o palabras menos, todos le decían lo mismo: —¡No se puede vivir así!
Finalmente Joroska no aguantó su eterna soledad y se mudó a una casa sin laberintos, donde pudo recibir sin problemas a la gente.
Sin embargo cada vez que conocía a alguien que le parecía lúcido, lo llevaba a su verdadero lugar.
Como hacía aquel niño aviador de
El principito
con sus dibujos de las boas cerradas y las boas abiertas, así Joroska abría su laberinto para los que le parecían merecedores de tal “distinción”.
…Joroska nunca encontró a nadie que quisiera vivir con él en ese lugar.
—¿Por qué, gordo, por qué nunca se puede estar tranquilo?
—¿?
—Claro, a veces me pongo a pensar. La relación con Gabriela anda bárbara, mucho mejor que en otros tiempos, pero no llega a ser lo que a mí me gustaría. No sé, falta pasión, fuego o diversión, no sé. En la facu, pasa algo parecido, voy a las clases, aprendo, rindo los exámenes y los apruebo. Pero no es completo, me falta el gustito, el placer cotidiano de sentir que estoy estudiando lo que quiero. Y lo mismo es con el laburo.
Estoy bien y me pagan buena guita, pero no la que a mí me gustaría ganar.
—¿Y es todo así?
—Me parece que sí. Nunca puedo descansar y decir: bueno ahora sí, está todo bien. Es así con mi hermano, con mis amigos, con la guita, con mi estado físico, con todas las cosas que me interesan.
—Hace unas semanas, cuando estabas angustiado por la situación en tu casa, ¿no te pasaba esto?
—Supongo que sí, pero había otras preocupaciones más grandes que tapaban estas otras cosas. Esto de hoy, de alguna manera es “un lujo”, es lo que le daría completud a todo lo demás.
—¿Esto es: tu preocupación empieza cuando los grandes problemas desaparecen?