Déjame que te cuente... (13 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
2.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

Claro, sin comer y sin dormir el centauro se enfermó.

—¿A quién llamar? —pensó— ¿A un médico o a un veterinario, a un veterinario o a un médico?

…Enfermo y sin poder decidir a quién llamar, el centauro se murió.

La gente del pueblo se acercó al cadáver y sintió pena.

—Hay que enterrarlo —dijeron— ¿Pero dónde? ¿En el cementerio del pueblo o a campo traviesa, a campo traviesa o en el cementerio del pueblo?

…Y como no pudieron decidirse, llamaron a la autora del libro que, ya que no podía decidir por ellos, revivió al centauro.

Y colorín, colorado, este cuento nunca se supo que haya terminado.

DOS DE DIÓGENES

—Retomemos el tema del círculo.

—¿Sí?

—Me parece comprender la parábola del rey y del sirviente, y lo peor es que me siento muy identificado. La verdad es que creo que cada vez que no tengo grandes complicaciones en el horizonte, empiezo a buscar qué le falta a esto o aquello para ser perfecto. Lo digo y me parece terrible, pero no lo puedo evitar.

—La sociedad que somos, da señales claras de que tu postura es la que se espera que tengas.

—¿Por qué?

—Porque toda la idea de la sociedad postindustrial está basada en tener y no en ser, como diría Erich Fromm. Y para convencernos de que esto es verdad, nos han condicionado con un axioma que viene naturalmente a nosotros, si no somos capaces de evitarlo. Esta frase es a la vez usada como motor y como trampa.

—¿Una frase?

—Sí. La frase es:

“QUÉ FELIZ SERÍA YO CON LO QUE NO TENGO”

Donde lo que no tengo no es un auto, una casa, un buen sueldo, una pareja. Lo que no tengo es “lo-que-no-tengo”; quiero decir una unidad no posible.

Dicho de otra manera: si yo consiguiese tener lo-que-no-tengo, no me haría feliz porque ese algo (auto, casa, novia, etc.) al tenerlo, dejaría de ser llo-que-no-tengo y siguiendo el axioma, sólo podré ser feliz teniendo lo-que-no-tengo.

—¡Pero esa trampa no tiene salida!

—NO, si no puedes cambiar de axioma.

—¿Y se puede?

—Todos los mandatos y pautas educativas se pueden revisar, para ratificarlos o rectificarlos. El precio que hay que pagar es que los valores atados a un orden determinado, se descolocan. Y nos sentimos confusos y desubicados hasta encontrar un nuevo orden, acorde con nuestra nueva realidad.

Pero llegados allí aparece el premio: la valoración de lo que tienes y la posibilidad de disfrutarlo a partir de lo que eres.

Dicen que Diógenes paseaba por las calles de Atenas vestido en harapos y durmiendo en los zaguanes.

Cuentan que una mañana, cuando Diógenes estaba amodorrado todavía en el zaguán de la casa donde había pasado la noche, pasó por el lugar un acaudalado terrateniente.

—Buen día —dijo el caballero.

—Buen día —contestó Diógenes.

—He tenido una muy buena semana, así que he venido a darte esta bolsa de monedas.

Diógenes lo miró en silencio, sin hacer un movimiento.

—Tómalas, no hay trampas. Son mías y te las doy a ti, que sé que las necesitas más que yo.

—¿Tú tienes más? —preguntó Diógenes.

—Sí, claro —contestó el rico— muchas más.

—¿Y no te gustaría tener más de las que tienes?

—Sí, por supuesto que me gustaría.

—Entonces guárdate las monedas que me dabas, porque tú las necesitas más que yo.

Y cuentan algunos que el diálogo siguió así: —Pero tú también tienes que comer y eso requiere dinero.

—Tengo ya una moneda —y la mostró— y esta me alcanzará para un tazón de trigo hoy por la mañana y quizás algunas naranjas.

—Estoy de acuerdo, pero también tendrás que comer mañana y pasado y al día siguiente ¿de dónde sacarás el dinero mañana?

—Si tú me aseguras, sin temor a equivocarte, que yo viviré hasta mañana, entonces, quizás tome tus monedas…

OTRA VEZ LAS MONEDAS

Algo estaba pasando conmigo con todo este tema.

Me parecía que estaba por suceder algo importante y trascendente.

—Es un despertar —diagnosticó Jorge.

—¿El despertar? —pregunté.

—No, no EL despertar, sino UN despertar. La sensación que tengo de lo que me cuentas es como si estuvieras en la cama y ves por la ventana cómo aclara, te das cuenta que llega la alborada y sientes que es la hora. Pero a pesar de todo, te quedas un ratito más remoloneando en la cama.

—Ah, sí, eso es lo que siento.

—Bueno, tranquilízate. Casi todos sentimos alguna vez, más o menos lo mismo.

—La verdad es que me alegro tanto de no ser el único. A pesar de que mal de muchos…

—¿Mal de muchos?

—El refrán: “Mal de muchos, consuelo de tontos”.

—Mira que cosa, esta pedantería de los porteños. Ese refrán es bien castizo, sólo que en España es un poquito diferente. El refrán originalmente es:

MAL DE MUCHOS, CONSUELO DE TODOS.

—¿En serio?

—En serio. Sólo desde la soberbia se puede descalificar, acusando de tontos a los que nos sentimos mejor estando acompañados en el dolor, que estando solos en el dolor.

—Bueno, entonces, sintiéndome menos tonto, te confieso que me alivia lo que me dices. Yo creía que era un idiota por encontrarme en esta situación.

—No, POR ESO no eres idiota —ironizó el gordo.

—¡Basta eh!

—Bueno, basta. Ojalá sepas que yo no creo que seas idiota, ni siquiera confuso. Me parece que te resistes a aceptar que hay algunas áreas en las cuales evolucionaste más que en otras, y no te das cuenta de que eso es lo normal.

No se crece “parejo”. Se puede ser muy maduro en algunas cosas y muy irresuelto en otras. Es lógico.

Por eso usé la analogía de UN despertar.

Despertamos a la verdad muchas veces, muchas, muchas veces. Quizás sea cierto que algunos pueden pasar por EL despertar y empezar a ver TODA la verdad de golpe. Pero yo no conozco ese camino, ni a nadie que lo haya recorrido…

Bueno, quizás sí. Es muy probable que Jesús, Buda o Mahoma hayan despertado.

—Pero yo no soy Jesús, ni Buda, ni…

—Y yo tampoco, así que no pretenderemos serlo. No sea cosa que entremos en el círculo del 99 con el despertar, en lugar de con las monedas.

—Ya que estamos, aquel día, en que me pudriste la cabeza con el círculo del 99, me hiciste la diferencia entre aceptar y resignarse y me dijiste que eso era para otro cuento. ¿Me lo cuentas hoy?

—¿Por qué no?

Había una vez en las afueras de un pequeño pueblo, dos casas vecinas. En una, vivía un afortunado y acaudalado agricultor.

Estaba rodeado de sirvientes y tenía acceso a todo lo que pudiera ocurrírsele.

En la otra, una casucha humilde, vivía un viejito de hábitos muy austeros, que usaba gran parte de su tiempo en trabajar la tierra y orar.

El viejo y el rico se cruzaban diariamente y cambiaban unas pocas palabras en cada encuentro. El rico hablaba de su dinero y el viejo hablaba de su fe.

—La fe… —se burlaba el rico— Si como dices, tu Dios es tan poderoso ¿por qué no le pides que te envíe suficiente como para no pasar las privaciones que atraviesas?

—Tienes razón —dijo el viejo y se metió en su casa.

Al día siguiente, al cruzarse, el viejo tenía una cara de felicidad como pocos.

—¿Qué te pasa, viejo?

—No es que me pase nada. Pero siguiendo tu consejo, le pedía a Dios esta mañana que me enviara cien monedas de oro.

—Ah, ¿sí?

—Sí, le dije que como yo había sido un buen hombre respetuoso de sus leyes, me merecía un premio y que elegía las monedas. ¿Te parece excesiva la cantidad?

—No importa que me parezca a mí —dijo el rico, burlonamente—. Lo que importa es que no le parezca demasiado a tu Dios, quizás él crea que tu premio es de veinte monedas o cincuenta u ochenta o noventa y dos, ¿quién sabe?

—Ah, no, Dios puede decidir si yo merezco el premio o no, pero mi pedido fue claro. Yo quiero cien monedas. No aceptaré veinte, ni treinta ni noventa y dos. Yo he pedido cien y no tengo dudas de que, si mi buen Dios se puede ocupar de mi pedido, lo hará. El no regateará conmigo. Y yo no regatearé con Él. Cien es el pedido y cien Él mandará. Yo no pienso aceptar que mande ni una moneda menos.

—Ja, ja, tú sí que eres exigente —dijo el hombre rico.

—Así como él me exige, yo le exigiré —dijo el viejo.

—Yo no te creo capaz de rechazar veinte o treinta monedas que te mande tu Dios, sólo porque no son cien.

—Pues rechazaría cualquier suma inferior a cien. Sin embargo, si Dios cree que es poco y decide mandarme más, también evitaría quedarme con el resto.

—Ja, ja, estás totalmente loco y me quieres hacer creer este cuento de tu fe y tu determinación… ja, ja… me gustaría verte manteniendo esa postura, ja, ja…

Y cada uno se volvió a su casa.

Al rico, por alguna razón, este viejo lo alteraba.

El no recibiría menos de cien monedas de oro, ¡qué caradura!

Él debía desenmascararlo. Y lo haría esa misma tarde.

Preparó en una bolsa noventa y nueve monedas de oro y se llegó hasta la casa del vecino.

Este estaba de rodillas, en actitud de oración y rezaba:

—Dios, querido, ayúdame en mis necesidades. Creo tener derecho a esas monedas. Pero recuerda: son cien monedas. No quiero conformarme con lo que me mandes. Quiero cien exactas monedas…

Mientras el viejo rezaba, el rico subió al techo y mandó las monedas por el hueco de la chimenea. Luego bajó a espiar.

El viejo seguía de rodillas, cuando oyó el sonido metálico caer por el hueco de la chimenea. Lentamente se incorporó, se acercó a la chimenea, levantó la bolsita y le sacudió el hollín y la ceniza.

Después se acercó a la mesa y vació el contenido sobre la mesa. La pila de monedas apareció ante él. El viejo cayó de rodillas y agradeció al buen Dios el presente enviado.

Una vez terminada la oración, empezó a contar monedas; ¡noventa y nueve! Eran noventa y nueve monedas.

El hombre rico seguía esperando, preparado para demostrar su teoría.

El viejo alzó la voz al cielo y dijo: —Dios mío, veo que tu decisión es cumplir el deseo de este pobre viejo, pero veo también que en las arcas del cielo no había más que noventa y nueve monedas y no quisiste hacerme esperar por tan sólo una moneda. No obstante, tal como te he dicho, no quiero aceptar una moneda más que cien ni una menos…

“Es un imbécil”, pensó el rico.

—…Por otro lado, eres para mí de absoluta confianza. Por ello y por única vez, voy a dejar a tu libertad el momento en que me mandarás la moneda que me debes.

—Traición —gritó el rico— ¡Hipócrita! —y a los gritos golpeó la puerta de su vecino.

—Eres un hipócrita —siguió diciendo—. Dijiste que no ibas a aceptar menos de cien y ya estás embolsando esas noventa y nueve monedas como nada, mentiroso tú y tu fe en Dios.

—No sé cómo sabes de las noventa y nueve monedas —dijo el viejo.

—Lo sé porque yo te envié esas noventa y nueve monedas, sólo para demostrarte que eres un charlatán. No aceptaré menos de cien. Ja, ja…

—Y de hecho, no aceptaré. Dios me enviará la última cuándo y cómo Él lo decida.

—El no te enviará nada, porque el que mandó estas monedas, como te dije, fui yo.

—No discutiré si tú fuiste o no el instrumento que usó Dios para satisfacer mi pedido. Pero el caso es que este dinero cayó por mi chimenea mientras yo lo pedía y es mío.

El hombre rico cambió su sonrisa por un gesto adusto.

—¿Cómo que es tuyo? Esta bolsa y estas monedas son mías, yo las envié.

—Los designios de Dios son incomprensibles para el ser humano —dijo el viejo.

—Maldito seas, tú y tu Dios, devuélveme mi dinero o te haré comparecer ante un juez y perderás también lo poco que tienes.

—Mi único juez es mi Dios. Pero si te refieres al juez en el pueblo, no tengo inconvenientes en poner en sus manos el problema.

—Bien, vamos, entonces.

—Vas a tener que esperar a que compre un carruaje, porque ahora no tengo y un viejo como yo no puede darse el lujo de peregrinar hasta el pueblo.

—Nada de esperar. Yo te ofrezco mi carruaje.

—Realmente, agradezco tu actitud. En todos estos años nunca me habías ayudado en nada. Bien, de todas maneras deberemos esperar que pase un poco el invierno, hace mucho frío y mi salud no soportaría llegar al pueblo sin tener un buen abrigo.

—Estás tratando de dilatar el tema —dijo el rico furioso—.

Te daré mi propio abrigo de pieles, para que puedas viajar. ¿Qué otra excusa tienes?

—En ese caso —dijo el viejo—, no puedo negarme.

El viejo se abrigó con las pieles, subió al carruaje y partió hacia el pueblo, seguido por el hombre rico, en otro coche.

Llegados allí, el hombre rico se apresuró a pedir audiencia y cuando el juez los hizo pasar, le contó en detalle su plan para desacreditar la fe del viejo, cómo había puesto las monedas, y cómo el viejo se había negado a devolvérselas.

—¿Qué tienes para decir, viejo? —preguntó el juez.

—Señoría, mucho me extraña tener que estar aquí, para confrontar con mi vecino por este tema. Este hombre es el más rico de la ciudad, nunca ha demostrado ser solidario, nunca ha tenido una actitud caritativa con los demás. No creo que sea necesario que yo argumente en mi defensa. ¿Quién podría creer que un hombre avaro como éste va a poner casi cien monedas en una bolsa y las va a arrojar por la chimenea del vecino? Me parece claro que el pobre hombre me espiaba y al ver mi dinero, su codicia le hizo inventar esta historia.

—¡Inventar! Viejo maldito —gritó el rico—. Tú sabes que todo es como yo digo. Ni tú te crees esa patraña de Dios enviándote monedas. Devuélveme la bolsa.

—Evidentemente, Señoría, el hombre está muy perturbado.

—Claro, me perturba que me roben. Te exijo que me des esa bolsa.

El juez estaba asombrado, los argumentos de ambos lo obligaban a tomar una decisión, pero ¿cuál sería la justa decisión?

—Devuélveme mi dinero, viejo tramposo —decía el rico—, ese dinero es mío, sólo mío.

En un momento, el rico saltó la baranda de madera que los separaba e intentó, fuera de sí, arrebatar la bolsa al viejo.

—¡Orden! —gritó el juez— ¡Orden!

—Lo ve, señor Juez. La codicia lo enloquece. No me extrañaría que, si consigue la bolsa empezara a decir que también el carro en el que vine es suyo.

—Claro que es mío —se apresuró a decir el rico—, yo te lo presté.

Other books

Soul Sweet by Nichelle Gregory
A Long Way to Shiloh by Lionel Davidson
The Art of Secrets by Jim Klise
The Darkling Tide by Travis Simmons