Déjame que te cuente... (20 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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—Me imagino. ¡Pero por lo menos, sabías que al final estaba el premio que hoy y gozas!

—No es así. Y ese es otro de los prejuicios con que tú cuentas para tu análisis. Yo nunca tuve la garantía de ningún premio.

Más bien, te diría que todo el camino que llevo recorrido hasta aquí, no es más que una apuesta a un resultado que en realidad tampoco llegó todavía.

—¿Cómo que no llegó?

—Todavía me queda mucho por hacer, Demián… Es más, no creo que yo consiga en toda mi vida, aunque la imagine larguísima, llegar a disfrutar de la plenitud total, disfrutar de la completa falta de expectativas, disfrutar de la actitud mental de aceptación plena de los hechos…

—¿Tú me estás diciendo que estás tomándote todo este trabajo, pensando que posiblemente nunca llegues a disfrutarlo a pleno?

—Sí.

—Estás loco.

—Es verdad, pero para tu beneficio soy un loco que cuenta cuentos y que ahora está por contarte uno.

En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto, se encontraba el viejo Elihau de rodillas, a un costado de algunas palmeras datileras.

Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis a abrevar sus camellos y vio a Elihau transpirando, mientras parecía cavar en la arena.

—¿Qué tal anciano? La paz sea contigo.

—Contigo —contestó Elihau sin dejar su tarea.

—¿Qué haces aquí, con esta temperatura, y esa pala en las manos?

—Siembro —contestó el viejo.

—¿Qué siembras aquí, Elihau?

—Dátiles —respondió Elihau mientras señalaba a su alrededor el palmar.

—¡Dátiles! —repitió el recién llegado, y cerró los ojos como quien escucha la mayor estupidez comprensivamente—. El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa de licor.

—No, debo terminar la siembra. Luego si quieres, beberemos…

—Dime, amigo: ¿cuántos años tienes?

—No sé… sesenta, setenta, ochenta, no sé… lo he olvidado… pero eso ¿qué importa?

—Mira, amigo, los datileros tardan más de cincuenta años de crecer y recién después de ser palmeras adultas están en condiciones de dar frutos. Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes, ojalá vivas hasta los ciento un años, pero tú sabes que difícilmente puedas llegar a cosechar algo de lo que hoy siembras. Deja eso y ven conmigo.

—Mira, Hakim, yo comí los dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probar estos dátiles. Yo siembro hoy, para que otros puedan comer mañana los dátiles que hoy planto… y aunque sólo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea.

—Me has dado una gran lección, Elihau, déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me diste —y diciendo esto, Hakim le puso en la mano al viejo una bolsa de cuero.

—Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que sembrara. Parecía cierto, y sin embargo, mira, todavía no termino de sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.

—Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy y es quizás más importante que la primera. Déjame pues que pague también esta lección con otra bolsa de monedas.

—Y a veces pasa esto —siguió el anciano y extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas—: sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar ya coseché no sólo una, sino dos veces.

—Ya basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas tengo miedo de que no me alcance toda mi fortuna para pagarte…

—¿Entiendes, Demián? —me preguntó el gordo.

—Más que eso: ¡me doy cuenta! —contesté yo…

AUTORRECHAZO

…Ese día, cuando terminamos la sesión, el gordo me dio un sobre cerrado que decía:

“Para Demián”

—¿Y esto? —pregunté.

—Es tuyo, lo escribí para ti hace muchos meses.

—¿Hace muchos meses?

—Sí, a decir verdad, se me ocurrió pocas semanas después de que empezaste a venir a terapia. Yo estaba leyendo un poema escrito por un americano: Leo Booth. El texto de Booth empezaba con el primer párrafo de lo que vas a leer ahora…

Y mientras leía, aparecía tu imagen en mi retina y tus palabras de las primeras sesiones resonaban en mis oídos… Así que me senté y te escribí esto.

—¿Y por qué me lo das recién ahora?

—Porque creo que antes no lo hubieras entendido.

Leí…

AUTORRECHAZO

Estaba allí desde el primer momento, en la adrenalina que circulaba por las venas de tus padres cuando hacían el amor para concebirte, y después en el fluido que tu madre bombeaba a tu pequeño corazón cuando todavía eras sólo un parásito. Llegué a ti antes de que pudieras hablar, antes aun de que pudieras entender algo de lo que los otros te hablaban. Estaba ya, cuando torpemente intentabas tus primeros pasos ante la mirada burlona y divertida de todos.

Cuando estabas desprotegido y expuesto, cuando eras vulnerable y necesitado. Aparecí en tu vida de la mano del pensamiento mágico, me acompañaban… las supersticiones y los conjuros, los fetiches y los amuletos… las buenas formas, las costumbres y la tradición… tus maestros, tus hermanos y tus amigos…

Antes de que supieras que yo existía, yo dividí tu alma en un mundo de luz y uno de oscuridad. Un mundo de lo que está bien y otro de lo que no lo está.

Yo te traje tus sentimientos de vergüenza, te mostré todo lo que hay en ti de defectuoso, de feo,de estúpido, de desagradable.

Yo te colgué la etiqueta de “diferente” cuando te dije por primera vez al oído que algo no andaba del todo bien contigo.

Existo desde antes de la conciencia, desde antes de la culpa, desde antes de la moralidad, desde los principios del tiempo, desde que Adán se avergonzó de su cuerpo al notar que estaba desnudo… y lo cubrió.

Soy el invitado no querido, el visitante no deseado, y sin embargo soy el primero en llegar y el último en irme.

Me he vuelto poderoso con el tiempo, escuchando los consejos de tus padres sobre cómo triunfar en la vida.

Observando los preceptos de tu religión, que te dicen qué hacer y qué no hacer para poder ser aceptado por Dios en su seno.

Sufriendo las bromas crueles de tus compañeros de colegio, cuando se reían de tus dificultades.

Soportando las humillaciones de tus superiores.

Contemplando tu desgarbada imagen en el espejo y comparándola después con las de los “exitosos” que se muestran por televisión.

Y ahora, por fin, poderoso como soy y por el simple hecho de ser mujer, de ser negro, de ser judío, de ser homosexual, de ser oriental, de ser discapacitado, de ser alto, petiso, o gordo… puedo transformarte… en un tacho de basura, en escoria, en un chivo expiatorio, en el responsable universal, en un maldito bastardo desechable.

Generaciones y generaciones de hombres y mujeres me apoyan. No puedes librarte de mí. La pena que causo es tan insostenible que para soportarme, deberás pasarme a tus hijos, para que ellos me pasen a los suyos, por los siglos de los siglos.

Para ayudarte a ti y a tu descendencia, me disfrazaré de perfeccionismo, de altos ideales, de autocrítica, de patriotismo, de moralidad, de buenas costumbres, de autocontrol.

La pena que te causo es tan intensa que querrás negarme y para eso intentarás esconderme detrás de tus personajes, detrás de las drogas, detrás de tu lucha por el dinero, detrás de tus neurosis detrás de tu sexualidad indiscriminada.

Pero no importa lo que hagas, no importa adónde vayas, yo estaré allí, siempre allí.

Porque viajo contigo día y noche sin descanso, sin límites.

Yo soy la causa principal de la dependencia, de la posesividad, del esfuerzo, de la inmoralidad, del miedo, de la violencia, del crimen, de la locura.

Yo te enseñé el miedo a ser rechazado, y condicioné tu existencia a ese miedo.

De mí dependes para seguir siendo esa persona buscada, deseada, aplaudida, gentil y agradable que hoy muestras a los otros.

De mí dependes porque yo soy el baúl en el que escondiste aquellas coas más desagradables, más ridículas, menos deseables de ti mismo.

Gracias a mí, has aprendido a conformarte con lo que la vida te da, porque después de todo, cualquier cosa que vivas será siempre más de lo que crees que mereces.

¿Has adivinado, verdad?

Soy el sentimiento de rechazo que sientes por ti mismo.

SOY… EL SENTIMIENTO DE RECHAZO QUE SIENTES POR TI MISMO.

Recuerda nuestra historia…

Todo empezó aquel día gris en que dejaste de decir orgulloso: ¡YO SOY! y entre avergonzado y temeroso, bajaste la cabeza y cambiaste tus dichos y actitudes por un pensamiento:

YO DEBERIA SER…

—Claro —confirmé— antes no lo hubiera entendido.

—…Y además, Demi, te lo doy ahora porque no quiero que termine tu paso por este consultorio sin llevártelo.

—¿Tú me estás echando? —pregunté como hacía mucho.

Por primera vez desde que lo conocía a Jorge, tartamudeó.

—Creo que sí… —susurró.

El gordo guiñó un ojo, se sonrió y me rozó la mejilla con su mano…

—Te quiero mucho, Demián…

—Yo también te quiero mucho, gordo…

Sin decir una palabra más, me levanté.

Me acerqué y le di un beso y largo abrazo a Jorge…

Luego salí a la calle…

…Por alguna razón sentía que mi vida empezaba esa tarde…

EPÍLOGO

Y bien… eso es todo.

Durante los últimos meses, he intentado compartir contigo algunos cuentos que suelo contar a los que quiero.

Algunos cuentos que me suelen servir a mí mismo para alumbrar algunos pasajes oscuros de mi propio camino.

Algunos cuentos que me acercaron personas a quienes admiré y admiro por su sabiduría.

Algunos cuentos, en fin, que me gustan, que disfruto y que amo cada vez más.

Un libro de cuentos termina, por supuesto, con un cuento. Este se llama La Historia del Diamante Oculto y está basado en un relato de I. L. Peretz:

En un país muy lejano vivía un campesino.

El era el dueño de un pequeño campo, donde cultivaba cereales y de un jardincito que hacía las veces de huerta, donde la esposa del campesino plantaba y cuidaba algunas hortalizas que ayudaban al magro presupuesto familiar.

Un día, mientras trabajaba su campo tirando con su propio esfuerzo del rudimentario arado, vio entre los terrones de la buena tierra, algo que brillaba intensamente. Casi desconfiado, se acercó y lo levantó. Era como un vidrio enorme.

Se sorprendió del brillo, que enceguecía al recibir los rayos del sol. Comprendió que se trataba de una piedra preciosa y que debía tener un valor enorme.

Por un momento, su cabeza vagó soñando con todo lo que podría hacer si vendiera el brillante, pero enseguida pensó que ese diamante era un regalo del cielo y que él debía cuidarlo y usarlo solamente en caso de emergencia.

El campesino terminó su tarea y volvió a su casa llevando consigo el diamante…

Le dio miedo guardar la joya en la casa, así que cuando anocheció salió al jardín, hizo un pozo en la tierra entre los tomates y enterró allí el diamante. Para no olvidar dónde estaba enterrada la joya, puso justo sobre el lugar una roca amarillenta que encontró por allí.

A la mañana siguiente, el campesino llamó a su esposa, le mostró la roca y le pidió que por ninguna razón la moviera del lugar. La esposa le preguntó por qué tenía que estar esa extraña piedra entre sus tomates. El campesino no se animaba a contarle la verdad, temía preocuparla, así que le dijo: —Esta es una piedra muy especial. Mientras esa piedra esté en ese lugar, entre los tomates, tendremos suerte.

La esposa no discutió este desconocido perfil supersticioso de su marido y se las arregló para acomodar sus plantitas de tomate.

El matrimonio tenía dos hijos, un varón y una niña. Un día, cuando la niña tenía diez años le preguntó a su madre por piedra del jardín.

—Trae suerte —dijo la madre y la niña se conformó.

Una mañana, cuando la hija salía para el colegio, se acercó a los tomates y tocó la roca amarillenta (ese día tenía que dar un examen muy difícil).

Sólo por casualidad o porque la niña fue más confiada a la escuela, el caso es que el examen salió muy bien y la niña confirmó “los poderes” de la piedra.

Esa tarde cuando la niña volvió a la casa, trajo una pequeña piedra amarillenta que colocó al lado de la anterior.

—¿Y eso? —preguntó la madre.

—Si una piedra trae suerte, dos nos traerán más suerte —dijo la niña en una lógica indiscutible.

A partir de ese día, cada vez que la niña encontraba una de esas piedras, la acercaba a las anteriores.

Como un juego de complicidades o como una manera de acompañar a la niña, también la madre comenzó con el tiempo a apilar piedras junto a las de su hija.

El hijo varón, en cambio, creció con el mito de las piedras incorporado a su vida. Desde pequeño le habían enseñado a apilar piedras amarillentas al lado de las anteriores.

Un día, el niño trajo una piedra verdosa y la apiló con las otras…

—¿Qué significa esto, jovencito? —lo increpó la madre.

—Me pareció que la pila quedaría más linda con un toque verdoso —explicó el joven.

—De ninguna manera, hijo. Quita esa piedra de entre las otras.

—¿Por qué no puedo poner esa verde con las demás? —preguntó el niño, que siempre había sido bastante rebelde.

—Porqueee… ehh… —balbuceó la madre (ella no sabía porque sólo piedras amarillentas eran las que traían suerte, sólo recordaba las palabras de su marido “una piedra como esta entre los tomates trae suerte”).

—¿Por qué, mamá, por qué?

—Porque… las piedras amarillas traen suerte sólo si no hay piedras de otro color cerca —inventó la madre.

—Eso está mal —cuestionó el niño— ¿por qué no van a traer igual suerte si están con otras?

—Porque… eh… ah… las piedras de la suerte son muy celosas.

—¿¡Celosas! —repitió el joven con una risa irónica—piedras celosas? ¡Esto es ridículo!

—Mira, yo no sé de los por qués y los por qué—nos de las rocas, si quieres saber más, pregúntale a tu padre —le dijo la madre y se fue a hacer sus cosas, no sin antes retirar la intrusa piedra verdosa que el niño había traído.

Esa noche, el niño esperó hasta tarde a que su padre volviera del campo.

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