Descansa en Paz (43 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Descansa en Paz
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«Él trataba de... Sólo quería... Trataba de ayudar». Demonio repugnante... «Con sus manitas Olle le tiende la cesta al oso...».

Debía seguir adelante, pues el monstruo sabía nadar.

Colocó los remos en los toletes con manos temblorosas y remó hacia la otra boca del estrecho. Sabía que estaba remando en dirección contraria, pero era incapaz de pasar cerca y quizá ver...

Cuando había batido los remos unas cincuenta veces y ya sólo tenía el azul intenso del mar de Åland a sus espaldas, soltó los remos, dejando que colgaran libremente en los toletes, y se agachó junto a Elias, se acurrucó a su lado en la cubierta y dejó que llegaran los sentimientos. Dejó de huir, dejó de cantar, dejó...

La brisa del sur los llevaba cada vez más lejos, más lejos. Dejaron atrás el escollo de Gåskobb y pronto el faro centelleante de Söderam fue lo único visible entre el cielo y el mar.

Heden, 22:00

Flora se quedó mirando el negro montón de cuerpos retorcidos.

Lo había deseado aquella tarde en el jardín de Elvy, sí; entonces, supo que iba a suceder algo que iba a cambiar Suecia para siempre. Ahora había sucedido, y ¿qué había cambiado?

«Nada».

El miedo fomentó el miedo, el odio fomentó el odio y, al final, sólo quedaba un montón de cuerpos quemados. Como en todas partes, como siempre.

Algo se movió entre los despojos.

Al principio creyó que eran dedos que de algún modo se habían librado del fuego y ahora intentaban salir; luego vio que eran larvas, larvas blancas que salían de algunos cuerpos. El tufo de la hoguera era insoportable pese a protegerse la nariz, y Flora retrocedió un par de metros.

Sólo salieron siete las larvas, aunque habría allí unos quince redivivos desde el principio.

«Ella se llevó a los otros».

Flora sabía que las larvas eran personas, no, las larvas eran la esencia humana de la persona, y se manifestaba ante sus ojos de una forma comprensible. En realidad, tampoco su gemela era su gemela, o algo que pudiera comprenderse en absoluto con conceptos humanos. Eso lo había comprendido durante el segundo que ambas se miraron a los ojos.

La otra Flora, la que calzaba sus mejores zapatillas deportivas, sólo era una fuerza que se manifestaba de un modo diferente e inteligible para cada uno. Lo único que no cambiaba eran los anzuelos, puesto que la misión de la fuerza era pescar, buscar. Tampoco los anzuelos eran algo real, sino una imagen comprensible para los hombres.

Las larvas que se habían liberado de aquella masa negra se revolvían sin un lugar donde estar, ahora que su morada humana había quedado destruida.

«Perdidas», concluyó Flora. «Están perdidas».

Ella no podía hacer nada. Se habían descarriado a causa del miedo y ahora estaban perdidas. Mientras ella miraba, las larvas seguían hinchándose, volviéndose primero de color rosa, y luego rojo.

Flora pudo oír a lo lejos los gritos de angustia cuando las personas-larva se dieron cuenta de lo que ella ya sabía: ahora iban a ser conducidas inexorablemente hacia el otro sitio. Ése del que no se puede decir nada. Nada.

Las larvas siguieron engordando, la fina piel se estiró y los gritos se volvieron más fuertes, a Flora le daba vueltas la cabeza, pues ella sabía que nada de aquello estaba sucediendo en realidad. Se veía sólo porque ella lo miraba. Se estaba representando ante sus ojos un drama invisible tan antiguo como la humanidad.

Las larvas se rasgaron una tras otra en silencio, salvo un audible plop final. Manó de ellas un incoloro líquido gelatinoso que se evaporó al entrar en contacto con el calor de los huesos calcinados. Los gritos cesaron.

«Perdidas».

La muchacha se alejó de la hoguera, se sentó en el banco a varios metros de allí e intentó pensar. Sabía demasiado, decididamente demasiado. Los conocimientos que brotaron en su mente durante aquel segundo en que se vio a sí misma eran demasiado, ella no podía sobrellevarlos.

«¿Por qué? ¿Por qué ha pasado esto?».

Ella lo sabía todo, aunque era imposible expresarlo con palabras. Había sucedido algo en el orden superior y en nuestro pequeño planeta se había manifestado de esta manera: los muertos habían resucitado dentro de una zona delimitada. A veces, el aleteo de una mariposa provocaba un huracán. Visto desde una perspectiva más amplia, aquello no era nada, uno de esos accidentes que ocurrían a veces, a lo sumo una nota a pie de página en el libro de los dioses.

De repente se irguió en el banco. Recordó algo que Elvy le había dicho al otro lado de la verja... ¿hoy? Seguía siendo aún el mismo día en que ella había estado paseando con Maja y... sí, seguía siendo el mismo día.

Sacó el teléfono y marcó el número de Elvy. Milagrosamente no cogió el teléfono ninguna de las viejas ni aquel tipo tan repugnante, sino la propia Elvy. Su voz parecía cansada.

—Abuela. Soy yo. ¿Qué tal?

—No muy bien. No muy... bien.

Escuchó al fondo las voces subidas de tono propias de una discusión. Los sucesos del día habían provocado diferencias en el seno del grupo.

—Abuela, escúchame. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste esta mañana?

Elvy suspiró.

—No, no sé...

—La mujer de la tele, me dejaste que la viera...

—Sí, sí. Eso...

—Espera. Ella te dijo
ellos tienen que volver a mí,
¿no?

—Lo intentamos —dijo Elvy—, pero...

—Abuela, escucha, ella no se refería a los vivos sino a los muertos.

Flora le contó todo lo ocurrido en el patio. Lo de la panda de chicos, el fuego, su gemela, las larvas. Mientras hablaba, advirtió en otro rincón de su consciencia que se acercaba gente al recinto. Éstos tampoco traían buena disposición. Se acercaban la ira, el odio. Quizá los gamberros habían buscado a otros amigos, o eran otros nuevos que venían con la misma idea.

—Abuela, tú también la has visto. Tienes que venir aquí. Ahora. Si no ellos... desaparecerán.

Se hizo un silencio al otro lado del hilo que se prolongó varios segundos, a continuación Elvy dijo, ahora con otro ímpetu en la voz:

—Cojo un taxi.

Después de cortar la comunicación, Flora se dio cuenta de que no habían acordado dónde se iban a encontrar, pero eso ya lo solucionarían, sus consciencias estaban tan compenetradas como si tuvieran un walkie-talkie cada una, al menos en aquel recinto. Más complicado iba a ser hallar la manera de que Elvy entrara allí. Ya verían cómo se las arreglaban.

Flora se levantó. Se acercaba gente peligrosa, con malas intenciones.

«¿Qué digo?, ¿qué hago?».

Salió corriendo del patio. Sabía que en el recinto había al menos un redivivo que pensaba de una manera similar a la suya, que pensaba usando el mismo tipo de imágenes. Flora buscaba el 17 C.

Mientras corría, los muertos salían de los portales y se juntaban en los patios. Ahora no bailaban. Todavía había caras que sólo miraban a través de las ventanas, pero cada vez eran menos. Ese silbido tan parecido al rechinar de un torno de dentista crecía en el aire. La muchacha percibió que a lo lejos se acercaban más personas. Habían abierto las verjas, seguro.

Ella siguió corriendo con la angustia aguijoneándole el pecho, se avecinaba una catástrofe, una cascada de terror que ella era incapaz de contener o evitar. Encontró el número 17 y entró corriendo en el portal, pero se detuvo, porque...

... un muerto estaba bajando por las escaleras. Era un hombre mayor, con las piernas amputadas; se arrastraba sobre la tripa reptando hacia abajo, poco a poco. Cada vez que bajaba un peldaño se golpeaba la barbilla contra el cemento, con un ruido que hacía que a Flora le doliera la boca. Él estaba cerca, ella le oyó mascullar:

«A casa... A casa... A casa...».

Alargó la mano para coger a Flora cuando ésta pasó a su lado, pero ella se zafó y continuó subiendo escalones hasta llegar al apartamento 17 C, y abrió la puerta.

Eva estaba en la entrada, a punto de salir. Su rostro no era más que una mancha pálida bajo la luz débil que desde el rellano entraba por la puerta e iluminaba el vendaje que le cubría la mitad del rostro.

Flora no se lo pensó dos veces. Entró y la sujetó por los hombros. La muchacha supo lo que iba a decirle en cuanto se estableció un contacto entre ellas. Cerró su conciencia a cuanto pasaba a su alrededor y pensó:

«Sal fuera. Haz lo que te digo».

La muerta forcejeó para liberarse de las manos de la joven, y esa fracción de lo que fue Eva aún viva en el cuerpo de Eva le respondió:

«No. Quiero vivir».

«No vas a sobrevivir. La puerta está cerrada. Hay dos formas de salir».

Flora le envió las dos imágenes de las almas que habían abandonado la cárcel de la carne. Las almas que fueron pescadas, y los que desaparecieron. No eran suyas las palabras, ella sólo las transmitía.

«Deja que suceda. Entrégate».

El alma de Eva se acercaba a la superficie, y el sonido sibilante aumentó de potencia en algún lugar detrás de Flora. Como una gaviota que hubiera volado sobre el mar, el Pescador se dejó caer ahora contra el reflejo plateado que se vislumbraba, contra la presa.

«Sólo quiero... despedirme».

«Hazlo. Eres fuerte».

Antes de que el Pescador tomara forma, antes de que el alma de Eva se hubiera convertido en la presa del Pescador, Eva abandonó su pecho y voló con una velocidad de la que sólo lo incorpóreo es capaz. Un susurro rozó la piel de Flora cuando una vida pasó junto a ella, la llama de una consciencia jadeó dentro de su cabeza y luego desapareció. El cuerpo de Eva se derrumbó a sus pies.

«Suerte».

Aquel sonido silbante se alejó. El Pescador recogió su pesca.

Svarvargatan, 22:30

David durmió y soñó. Corría por los pasillos del laberinto donde se encontraba encerrado. A veces llegaba hasta una puerta, pero siempre estaba cerrada. Algo le perseguía muy de cerca, siempre estaba detrás de él, a punto de doblar la esquina y darle alcance. Tenía el semblante de Eva, lo sabía, pero no era ella, sólo algo que había adoptado su forma para atraparle con mayor facilidad.

Él golpeaba las puertas, gritaba, y sentía cómo se acercaba todo el tiempo aquello que era la antítesis del amor. Lo peor era que también tenía la sensación de que había dejado atrás a Magnus, que él se hallaba en algún cuarto oscuro donde aquella cosa terrible podía atraparlo.

Él corría por un pasillo interminable hacia otra puerta que ya sabía que iba a estar cerrada. Entretanto, advirtió un fenómeno curioso en la luz del pasillo. Todos los corredores por los que había pasado estaban iluminados por anodinos tubos fluorescentes, pero ahora llegaba otro tipo de luz. La luz del día, la luz del sol. Miró hacia arriba mientras avanzaba. Había desaparecido el techo del pasillo y vio un cielo de verano.

Cuando puso la mano sobre el pasador de la puerta supo que la puerta se iba a abrir, y así fue. La puerta se abrió, todas las paredes desaparecieron y él se encontraba de pie en el césped de la playa de Kungsholmen. Eva estaba allí.

Él supo qué día era, reconoció el instante. Se acercaba por el canal un fueraborda grande de color naranja. Sí. Él lo había mirado, recibió un reflejo naranja en los ojos y luego se había vuelto hacia Eva y le había preguntado:

—¿Te quieres casar conmigo?

Y ella había dicho sí.

—¡Sí! ¡Sí!

Se dejaron caer en la manta y se abrazaron e hicieron planes, y se prometieron que sería para siempre, para siempre, y el hombre del barco naranja les había pitado burlándose, y ahora era ese día y el barco se acercaba, dentro de un instante tendría que hacer la pregunta, pero justo antes de que las palabras salieran de sus labios, Eva le cogió la cara entre sus manos y le dijo:

—Sí, sí, pero ahora debo irme.

David meneó la cabeza. La movía de un lado a otro sobre la almohada.

—No puedes irte.

Los labios de Eva sonreían, pero tenía los ojos tristes.

—Pronto nos volveremos a ver —le aseguró ella—. Sólo pasarán unos años. No tengas miedo.

Él se quitó el edredón de encima, alzó los brazos hacia el techo del dormitorio, extendió sus brazos hacia ella en el césped al mismo tiempo que un grito desgarrador se interpuso entre los dos.

El césped, el canal, el barco, la luz y Eva fueron desapareciendo hasta convertirse en un solo punto. Y entonces él abrió los ojos y descubrió que estaba tumbado en la cama de Magnus con los brazos en cruz. Oyó un sonido penetrante, tan fuerte que parecía como si fuera a reventarle los oídos, procedía de su lado derecho y él no podía mirar hacia ese lado. Tenía una larva blanca encima del estómago, enroscada.

Entonces, el efluvio a perfume barato llenó la habitación. Él lo reconoció de inmediato. Tenía el cuello agarrotado y era incapaz de girar la cabeza, pero vio por el rabillo del ojo un atisbo rosa, e intuyó que era su propia imagen de la Muerte, la mujer del supermercado. En su ángulo de visión apareció una mano con pulseras de colores vivos en la muñeca y anzuelos en las puntas de los dedos.

«¡No! ¡No!».

Estiró los brazos para proteger a la larva. Los anzuelos se detuvieron muy cerca de su mano. No podían tocarle, pues él estaba vivo. La larva se retorció y le cosquilleó la palma de la mano, y una súplica le atravesó la piel y la carne, y se le metió hasta el tuétano.

«Suéltame».

David meneó la cabeza; bueno, lo intentó. Quería salir corriendo de la cama con la larva dentro de sus manos ahuecadas, huir de la casa, dejar la tierra, este mundo en el que las condiciones eran ésas, pero se quedó paralizado de miedo cuando la muerte se presentó al borde de su cama. Negándose a ceder.

La larva se hinchó bajo la palma de su mano y los anzuelos desaparecieron de su vista poco a poco. La súplica se debilitó y la voz de Eva también. Un velo de oscuridad tras otro se interpusieron entre ella y esa parte de su amado capaz de oírla. David sólo escuchó un susurro:

«Si me amas... suéltame...».

David sollozó y levantó las manos.

—Te amo.

La larva extendida sobre su vientre era ahora de color rosa. Parecía enferma. Moribunda.

«Qué he hecho, qué he hecho...».

Los anzuelos estaban allí otra vez. El anzuelo del dedo índice enganchó la larva y la levantó. David abrió la boca para lanzar un alarido, pero algo pasó antes de que profiriera el grito.

Se abrió una raja allí donde el anzuelo se había clavado en la larva. La mano seguía delante de sus ojos como si pretendiera mostrarle lo que pasaba. La fisura se hizo más grande, y entonces pudo comprobar que la larva ya no era una larva, sino una crisálida. De la hendidura emergió una cabeza más pequeña que la de un alfiler.

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