Hoy Beatriz me dijo que por el cotejo de textos del original de «La trama celeste», del cuento publicado separadamente en la revista
Sur
y del cuento publicado en el libro, donde hay correcciones y verdaderas transformaciones en el párrafo atribuido a Blanqui, ha llegado a la conclusión de que yo inventé ese párrafo. No cree que yo le mentí cuando le dije que pensaba que era de Blanqui y no mío, cree, nomás, que yo he sido víctima de mi capacidad de persuasión.
No disentí, porque realmente no sé qué pensar. Lo que sé es que en aquellos años yo no hubiera tenido inconveniente en corregir un párrafo citado; pude muy bien considerar: Nadie pone atención en nada. ¿Quién va a encontrar el libro de Blanqui (tenía razón, por lo visto) y después confrontarlo con mi cita? Blanqui, porque ya no vive, no protestará, y en realidad no tiene por qué, ya que le mejoro el párrafo…
Yo construyo bastante mis relatos, pero no tanto como descubren los críticos. Saladino, en «Lo desconocido atrae a la juventud», no se llama así por el califa y mago, sino por un frutero de Las Flores; los tranvías de ese mismo cuento no son el 5 y el 8 porque 8+5 = 13, sino porque según un benévolo informante eran los que entonces debía tomar el héroe para cumplir su trayecto rosarino; en cuanto a la ofrenda de gallinas y pollos muertos, de pavo vivo y de huevos que llevaba el héroe a su tía, no simbolizan nada: el pariente del campo llega a la ciudad con semejantes regalos (tal vez en proporciones menores, porque la realidad no siempre es tan desaforada como mi pluma).
Pobre Mallea. Conoció una época en que hubo revoltosos contra su dominio, que subversivamente declaraban que el verdadero Mallea era otro, un tal Mallea Abarca.
Pensar que en una conversación (por el 34 o el 35) me dijo, con una autoridad a la que solamente por falsa modestia hubiera renunciado: «Los que escribimos bien somos pocos». Frasecita bastante sabia, pues me dejaba en libertad de incluirme en ese plural prestigioso aunque no me incluía. Por aquellos años yo regularmente publicada la horrenda serie de mis primeros seis libros.
Lo del
verdadero
Mallea fue invento de Peyrou. Así lo presentaba a Enrique Mallea Abarca; su fe en este último era menor que su malquerencia por Eduardo Mallea, a quien consideraba un figurón. Entiendo que hacia el final de su vida, esa malquerencia fue convirtiéndose en aprecio.
En Alta Gracia, Enrique Larreta me aseguró que era tan activa inteligencia que no le permitía leer: toda frase le sugería un cúmulo de ideas y de imágenes que lo extraviaba por esos mundos de su mente y le hacía perder el hilo de la lectura.
10 noviembre 1978
. Carlitos Frías me asegura que la situación del conflicto con Chile ha mejorado; que ayer estuvimos al borde del abismo, pero hoy todo parece arreglado (para bien).
Mi amiga me cuenta que a su primo (que debió presentarse en los cuarteles, con otros reservistas de la clase del cincuenta y tantos) un sargento le dijo: «Estate tranquilo, pibe. Los primeros que irán a la línea de fuego serán los presos y los putos».
Beating the bushes
? Manucho escribe a Silvina: «Me dice Oscar que en
Claudia
aparecerá un reportaje tuyo. Lo buscaré para comprobar cómo retribuyes a los recuerdos elogiosos que en los míos te dedico». Así nomás es.
Diciembre 1978
. Su primer libro, publicado en 1933, parece que lleva la dedicatoria: «A usted, ya usted, ya usted ya todos los otros, que no me quieren». Aseguran que no era fácil quererlo. Fusta en mano, lista para azotarle la pierna en que se apoyara en el suelo, enseñó a uno de sus sobrinos a andar en bicicleta. En realidad, por cualquier motivo lo azotaba con una de las fustas de su colección; a otro sobrino, hermano del anterior, lo consideraba inteligente. Con el inteligente y con otro, hijo de su hermana, solía pasear; cuando se encontraba con alguien conocido, los presentaba: «Éste es mi sobrino inteligente y éste mi sobrino bruto». Veía mucho a los sobrinos, para desairar a los hijos; el afán de desairar a sus hijos lo llevó a querer, aparentemente al menos, a su sobrina. La agresividad y la pasión por el orden eran los aspectos más notables de su carácter.
Se descerrajó un balazo en el pecho y después, cuidadosamente, guardó en un estuche el revólver. Cuando llegó su amante, que era la única otra persona que tenía llave del departamento, lo encontró muerto. Desesperada corrió a la policía. Al descubrir la policía el revólver en el estuche, no admitió que se hubiera suicidado. La amante pasó horas muy duras en la comisaría. Por fin la soltaron.
A los hijos y demás parientes —ya tenían cuartos o departamentos reservados en distintas ciudades de veraneo— la policía les ordenó: «Ustedes no se mueven de Buenos Aires».
Alguien observó que fue la pasión por el orden lo que lo llevó a sobreponerse a la muerte durante los instantes necesarios para guardar el arma. Hombres de su familia disintieron de esa conjetura; según ellos, fue el afán de molestarles una última vez.
Viajes
. Dijo alguien que los viajes nos deparan la revelación de que la vida es mientras tanto.
Habla Enrique VIII
¿Versátil yo? Le pido que me crea
:
minuto tras minuto está más fea
.
Una tarde, después de sobrellevar los temores del futuro de la amiga, oigo en casa las quejas de la mujer. Escribo sentidamente:
Con una mujer u otra
,
la vida es la misma potra
.
La palabra
mythos
, en Homero y los primeros poetas, significaba
palabra
o
discurso
. En Eurípides,
consejo
y
orden
(
mandato
). En Platón,
dicho o proverbio
. En la
Odisea, cuento, narración
. En Píndaro y Herodoto y otros escritores del siglo V, aparece la diferencia entre
historia verdadera
(l
ogos
) y
leyenda o mito
(
mythos
).
En la placa (inicial) de la calle Fernández Moreno, se lee
Baldomero F Moreno
; según una persona que escribió a
La Prensa
el barrio la conocen como la calle Baldomero.
Estoy con amigos en el peristilo de la Recoleta, esperando un entierro. Me llama la atención un grupo de personas, al borde de la calle, muy contentas. Descubro después a un viejo, en pantalones cortos, que está fotografiándolas, desde la plaza. Son turistas norteamericanos. Se van a llevar un lindo recuerdo. Qué animales.
Señor. Empleado como epíteto para ponderar el volumen o la importancia de algo. «Usted tiene unos señores juanetes», aseguró el zapatero a la dama. Mi secretaria se enojó mucho porque en un reportaje me referí a ella como «la señora que me pasa a máquina mis escritos».
—Hoy —me dijo— uno llama
señora
a la persona que viene a hacer la limpieza. O al plomero. Mucha gente les dice
señor
a los mozos de restaurant, lo que me parece muy bien.
—Sí —convine—, pero cuando adviertan que solamente a la gente humilde se le dice «señor», ya no estarán contentos.
No entendió. Creyó que yo trataba de retirarles el título de señor. Sin embargo, ella misma…
A la pregunta, en
Status
, «¿Usted se psicoanaliza o se ha psicoanalizado?»
[5]
debí contestar: Sí, me he psicoanalizado. Cuando no me psicoanalizaba, si por cualquier causa tenía dolor de cabeza, de estómago, de cintura, me decían: 'Estás somatizando' y agregaban: 'Vos estás enfermo. Tenés que psicoanalizarte'. Un día, para que me dejaran tranquilo, me psicoanalicé. Desde entonces nunca tuve un dolor, ni enfermé, ni nada me cayó mal, ni me sentí cansado. Este maravilloso bienestar me permitió comprender que una persona psicoanalizada es indestructible: no conoce los dolores ni la enfermedad. La conclusión es evidente. Una persona que se psicoanaliza, si lo hace bien, no puede morir. Estas reflexiones me llevaron al gran descubrimiento de mi vida: Freud, el padre, el gran maestro del psicoanálisis, no pudo enfermarse y morir. Porque morir ha de ser, créanme, somatizar en serio. Evidentemente Freud ha de estar vivo, escondido en alguna parte. El motivo de estas líneas, ustedes lo adivinaron, es conseguir que un vasto número de personas haga circular un petitorio para que el padre del psicoanálisis vuelva a la cátedra, al consultorio, al seno de sus admiradores y amigos. Para salga de su incómodo escondite y vuelva. El mundo lo necesita».
Sueño
. Yo había presentado a mis compañeros de Comisión del Jockey Club a unas personas, para que las admitieran como socios. Mis protegidos no cayeron mal, tal vez porque para ellos todo motivo era bueno para elogiar al Jockey. Con cierta alarma de pronto advertí que no decían el Jockey, sino la Jockey. Evidentemente se confundían con la confitería «Jockey club». Por fortuna mis compañeros de comisión no lo notaron.
Sueño
. Encuentro a mi hija Marta, que está pasando una temporada en Mar del Plata, sentada en un banco de la plaza contigua a casa, en Buenos Aires. Extiendo los brazos hacia ella y le digo con efusividad: «Marta, qué suerte que estés aquí». Finalmente, contesta: «No nos hemos visto». «¿Por qué decís eso?», pregunto. Como alguien quiere intervenir —toma mi tristeza por enojo o vaya a saber qué— explico: «Es mi hija».
Dos anécdotas, que tal vez demuestren que a mí me falta amor propio o que a los otros les falta imaginación.
En una reunión de la sociedad de familia, mi primo Vicente L. irritadamente reprochó a Guillermo Bullrich el no haberlo invitado a una distribución de premios entre los oscuros tenistas de un torneo del lejano club de campo. Qué afán, Dios mío, de ser alguien, siquiera una autoridad en una distribución de premios.
En el Jockey Club, dos días después, mi amigo se quejaba de cómo hacía las cosas la presidencia del Club. «No consulta a la Comisión. No hay cambio de ideas. Si yo me hubiera enterado a tiempo de este almuerzo, le hubiera dado una buena idea: invitarme». En las circunstancias, mejor hubiera sido invitarlo; pero como idea, no veo qué tiene de extraordinaria.
Por deleznables, atroces o inmorales que sean los fines de un club o asociación, los socios hablan de ellos (en los discursos, sobre todo) como si fueran sublimes. Sin duda, los mismos enterradores están orgullosos de su negocio y hablan de «nuevos rumbos en pompas fúnebres».
Madrugada del 2 diciembre 1978
.
Sueño
. Viajaba en automóvil, por lugares de Francia, próximos a Suiza, Evian quizá, por donde había viajado antes; lugares predilectos de mis recuerdos, de mis nostalgias, lugares que yo conocía mucho y a los que deseaba volver. Mi compañero del viaje era un rey: un hombre alto, de pocas palabras, adusto; físicamente parecido a Alfonso XIII y, tal vez por el paraguas que llevaba, a Neville Chamberlain. Vestía una anticuada levita y viajaba en una limousine, un enorme y antiguo Daimler, o quizá un Dalaunay-Bellville o un Darracq. Como yo conocía la región, iba adelante, en mi automóvil. El rey, que me seguía en el suyo, llevaba de acompañante a un muerto, en un ataúd florido. Poco a poco me sentí extraviado y ansioso; incapaz de encontrar los lugares que tanto quería. Yo reconocía la región aunque muchos detalles hubieran cambiado; sobre todo había cambiado el trazado de los caminos; creía reconocerlos y me extraviaba. A esta altura del sueño el rey me parecía, más que adusto, áspero, reseco, nada comunicativo; en resumen, muy antipático.
En la madrugada del 3 de diciembre de 1978 tuve un sueño que recuerda tal vez las ideas de los sueños que se hacen los directores de cine y los dibujantes.
Habíamos recuperado el departamento del 5.º piso de la calle Posadas (donde vivo), que habíamos alquilado a una repartición técnica del gobierno. Alguien me explicaba: «Salen beneficiados. Con los aparatos que debimos instalar en el baño usted se va a dar unas duchas fabulosas».
Como era la primera noche que pasábamos allí, el departamento aún estaba casi vacío. Yo me preparaba para acostarme. En mi dormitorio, en lugar de ventana, tenía un gran ojo de buey sobre la calle Posadas.
Oigo de pronto unos golpes en la pared. Por una anomalía del sueño, veo desde mi cama, como si asomara por el ojo de buey, un caballo que sube por el lado de afuera, verticalmente por la pared, tirando una suerte de arado de madera, que empuña un hombre. Instantes después la enorme cabeza del caballo surge por el ojo de buey: está cubierta por una máscara con agujeros para los ojos, como las que usaban para los caballos de guerra en la Edad Media, o quizá como las que usan los caballos de carrera, hoy en día, para protección contra el frío. Me digo que el ojo de buey ahora parece una pechera y que el caballo ha de pasar sus noches ahí. Pienso: «El hombre que lo trajo no sabe que ya nos devolvieron el departamento».
Me gustan los chismes; entre ellos están las futuras anécdotas. «I love gossip», dijo Henry James.
Puerilidades de homosexuales inteligentes
. Me dicen que una película es extraordinaria porque en la escena final un individuo viola a un obispo. Esta información me parece tan boba como la (sugerente) de Cortázar: «No me hablen de películas audaces hasta que me muestren una donde haya un hombre desnudo, visto de frente».
Otro que bien baila me instruyó de que en los anales del mundo había pocas fotografías del órgano sexual masculino; a continuación me dijo que él tenazmente rastrea y colecciona esas fotografías.
Otras tantas confirmaciones de mi conjetura de que no maduramos parejamente para todo.
Antes y después
. Antes de la operación de las tiroides me decían: «No es nada. A Fulanita la operaron conversando… ». Los otros días mi amigo Alejo Florín me dijo que la operación de la tiroides es, entre todas, la tercera en dificultad; las dos primeras, no sé en qué orden, serían alguna del corazón y alguna del cerebro. El 2 de junio me operaron de la tiroides; el 23 (¿o dos o tres días antes?) de la próstata.
La noche que la conocí me pareció una persona particularmente agradable. Esta opinión demuestra no solamente que tiene méritos que valoro mucho, sino que yo no tengo defensas eficaces contra la adulación. Ni siquiera recordé que las mujeres, cuando han elegido a un hombre, suelen mostrarse solícitas, corteses, afables… Aquella noche supuse que esas modalidades eran naturales de ella y no las vinculé de ningún modo conmigo. A los pocos días empezó a llamarme. Había un extraño contraste entre el tono pueril de su voz y el sentido de lo que decía; creo que la primera vez que hablamos me dijo que estaba dispuesta a hacer, o dejarse hacer, lo que yo quisiera; tal vez un poco impaciente por el escaso progreso de nuestra relación (conversaciones telefónicas, cuando la persona que atendía en casa el teléfono era yo; cuando atendía cualquier otro, la respuesta que ella recibía era «No está»), me aseguró que no temiera deshacer, o estropear, la relación con su marido: él y ella eran gente moderna, que mantenía y respetaba la absoluta libertad individual.