Pensaba en Eustace, el hermano de Winnie.
«Lo intento —le dijo al jamaicano—. De veras lo intento. Entonces se levantó, con la esperanza de que no hubiera tablones de madera, pero la cabeza golpeó los tablones y volvió a hundirse; los pulmones despedían unas llamas que le subían ardientes por la garganta. Tenía la boca cerrada con tanta firmeza que los dientes le cortaron las paredes interiores, y la sangre fluía por encima y debajo de la lengua. Lo que quería hacer era abrir la boca, dejar que entrara el agua, para que se acabara la agonía que ninguna criatura viviente podía soportar. Pero oyó al hermano de Winnie que decía: «No, por favor, no». Por eso siguió con la boca cerrada, ahogándose en el fuego insoportable, pero que debía soportar, mientras reunía todas sus fuerzas para intentarlo de nuevo».
Braceó y pateó en el agua y tuvo la sensación de que no iba a ninguna parte. Después ya no hubo sensación alguna y se dijo que se hundía. Pero sus brazos y sus piernas continuaron moviéndose, llevándolo hacia adelante y luego hacia arriba. Oyó al jamaicano que le decía: «Vamos, vamos». Y fue como si las manos de piel oscura estuvieran tendidas hacia él y lo aferraran por las blancas muñecas, sujetándolo y levantándolo, apartándolo de la cámara de la nada.
Salió a la superficie a menos de sesenta centímetros de los tablones de madera. Al entrarle el aire por la boca jadeante, golpeó contra la pared de barro, se sujetó de la parte superior y salió de la zanja llena de agua. Rodó varias veces, para apartarse del agua que no estaba allí, buscando todavía el aire que había encontrado. Y entonces, tendido de espaldas, con los brazos y las piernas bien desplegados, salió del trance.
Eran más de las tres de la madrugada cuando Winnie oyó que llamaban a la puerta del callejón a golpe de nudillos. Sin palabras, dijo: «Váyase, hombre. Esta noche, este local no está abierto». Y hundió más la cara en la almohada, deseando poder dormir un poco. Hacía horas que lo intentaba, pero el exceso de pensamientos y preocupaciones se lo impedía. Con los ojos firmemente cerrados, había intentado alejarse de los problemas pero en cierto modo era como si llevara una cuerda fuertemente atada alrededor del pecho, y como si el otro extremo estuviera en la oscuridad, donde esperaba enroscarse alrededor del cuello de su hermano.
Llamaron otra vez, y otra. Winnie levantó la cabeza de la almohada y lanzó un gemido mezclado con un juramento. Salió de la estrecha cama necesitada de muelles nuevos y, sin duda, de un colchón mejor. Con la mano se frotó la región lumbar, y arqueó la espalda para amortiguar la rigidez. El camisón raído le rozó las piernas desnudas cuando salió de la habitación arrastrando los pies, en dirección a la puerta del callejón.
Tendió la mano para aferrar el picaporte, pero luego decidió no hacerlo. Fuera quien fuese, no merecía que lo dejara pasar. Era un impertinente por llamar a la puerta a esas horas, cuando las luces estaban apagadas y debía darse cuenta de que esa noche no iba a vender bebidas. Se apartó de la puerta y regresó al cuartito: una combinación de dormitorio, recibidor y cocina. Volvieron a llamar a la puerta, y alguien gritó su nombre, entonces reconoció la voz.
«Ese turista —pensó—. Ese turista norteamericano de cara limpia que está en el hotel de primera. Viene a por más ron. Viene a buscar diversión, a ver a la cómica nativa y a escuchar la graciosa forma cómica en que habla. Ya le daré yo diversión. Lo voy a divertir con un buen palo de escoba en la cabeza».
Pero en lugar de buscar un palo de escoba, abrió la puerta y se disponía a decir algo desagradable pero no pudo decir nada porque, al verlo, le pareció irreal. Parecía salido de un pantano.
Estaba cubierto de barro húmedo de la cabeza a los pies. Se quedó allí de pie, sonriendo débilmente, y fue como si le sonriera un cadáver. Winnie retrocedió tapándose la boca con la mano.
—¿Puedo entrar? —preguntó Bevan con un murmullo. Winnie asintió azorada. Bevan entró y dijo—: Gracias —pero su amabilidad hacía todo mucho más irreal y Winnie se echó a temblar cuando cerró la puerta tras de él.
Se apresuró a encender la luz y bajo el resplandor de las bombillas del techo, vio que no se trataba de un aparecido, sino de un hombre cubierto de barro, cuyo aspecto desaliñado combinaba en cierto modo con el desorden de la revuelta habitación. Era una especie de armonía, el hombre sucio y el revoltijo del cuarto, con su suelo lleno de basura, sillas, mesas rotas, la barra astillada y las paredes destrozadas. Winnie se dijo que en su conjunto, aquél era un cuadro satisfactorio. «Ya no es cara limpia —pensó Winnie—. No lleva buena ropa. Y la moraleja es que cuando dejan el hotel fino y bajan a jugar en el barro, se ensucian».
Y quiso que se enterara de lo que estaba pensando. Se cruzó de brazos, echó la cabeza hacia atrás y se rió de él.
Bevan siguió sonriendo débilmente. No dijo palabra.
—¿Qué ha pasado, hombre? —inquirió Winnie riendo estruendosamente—. ¿Cómo se ha puesto así?
—Me he caído en una zanja.
Winnie reía a carcajadas y se sujetaba los costados.
—Se ha llenado de agua —le explicó Bevan.
—Qué pena. —Se sujetaba los costados con fuerza y se ahogaba de la risa—. Tendría que haber estado para verlo.
—Sí. Fue todo un espectáculo. Verdaderamente, como Buster Keaton.
—¿Buster Keaton?
—Un cómico famoso. —Ya no sonreía—. Era muy famoso, de la época del cine mudo.
—Hábleme de él.
—Más tarde. Ahora quiero…
—Ya sé lo que quiere —lo interrumpió. Había dejado de reír, y su mirada se volvió dura y llena de resentimiento—. Quiere más ron.
Bevan negó con la cabeza muy lentamente.
—Claro que quiere más ron —insistió Winnie—. Quiere ron, diversión y mucha alegría.
—Ahora no. —Hablaba en voz baja—. Sólo quiero información.
Winnie pestañeó unas cuantas veces.
—Busco a una persona, un hombre llamado Nathan Joyner.
Winnie volvió a pestañear.
—Nathan Joyner —repitió Bevan—. ¿Lo conoce? ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
La mujer no le contestó. Sus ojos se mostraron cansados, a la defensiva; dio un paso atrás.
—Dígamelo, por favor. Es importante —le dijo—. Tiene que ver con su hermano.
Winnie se puso rígida. Levantó la mano lentamente y con los dedos se presionó con fuerza el costado de la cara.
Empezó a contárselo todo en tono desapasionado. Le dijo lo que había ocurrido en el callejón la noche anterior, y cómo se le había distorsionado todo en su mente, cómo sus pensamientos se habían apartado de la lógica, el sentido común y el razonamiento normal, haciendo que se viera a sí mismo como un demonio asesino más que como una víctima que se había defendido. Cuando se refirió a ese aspecto, le tembló ligeramente la voz, pero entonces el temblor cesó y volvió a hablar con tono desapasionado, mientras le narraba el incidente del comedor del Laurel Rock, donde los mil quinientos dólares habían cambiado de dueño. Su tono se mantuvo sereno durante el resto de la narración hasta el desenlace de la comisaría, donde el inspector le había dicho que no le compraba la historia.
Entonces, el único sonido que se oyó fue el de las pisadas de Winnie al dirigirse lentamente al otro extremo del cuarto. Se abrió paso entre las sillas y las mesas rotas, se sentó sobre la caja de herramientas y, con aire ausente, levantó del suelo el destornillador. Jugueteó con él pasándolo de una mano a la otra; luego lo miró y se dio cuenta de lo que era, la herramienta que había arrojado lejos aquella tarde cuando había abandonado todo intento por efectuar las reparaciones.
Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor del mango cuando dijo:
—Ahora hay esperanza. Al menos hay una oportunidad.
—Sí —admitió Bevan—. Pero es muy remota. Y está también el factor tiempo.
—¿El tiempo? —inquirió Winnie mirándolo a la cara—. ¿Qué quiere decir?
—Joyner —repuso Bevan—, tengo que encontrarlo antes de que se marche.
Winnie arrugó el entrecejo; no entendía.
—Tiene mil quinientos dólares. No es dinero legal. Es la clase de dinero que los pone nerviosos y siempre tienen prisa por marcharse de la ciudad.
Sacudió la cabeza lentamente. Seguía sin comprender.
—Espero que no se haya ido todavía —prosiguió Bevan, hablando más consigo mismo que con Winnie—. Si sigue en la ciudad y si logro encontrarlo…
—¿Para qué necesita a Joyner? ¿Por qué no va a ver al inspector y le explica?
—El inspector no me creería. Me tiene catalogado en el grupo ocho.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Tonto. —Se tocó la sien—. Enfermo de aquí.
—Pero si dice la verdad…
—No bastaría viniendo de mí.
—Entonces yo voy con usted. Yo le diré…
—Olvídelo, Winnie. Nos pondría de patitas en la calle. Creería que es una estúpida maniobra que usted se inventó para salvar a su hermano.
—Pero si usted insiste…
—No me escucharía. Sólo hay una manera de que lo haga. Tengo que enseñarle la prueba. Y en esto entra Joyner.
—¿Con una declaración?
—Con algo más que una declaración. Joyner tiene en su poder las pruebas concretas del crimen: tiene la cachiporra y la botella.
Entonces Winnie lo comprendió. Asintió lentamente. Frunció más el ceño y sus ojos se llenaron de duda y preocupación.
—Esta situación es deprimente —dijo Winnie—. Muy deprimente. Me da pena decirlo, pero me parece que le espera una tarea imposible. Es inútil esperar que Joyner… —no encontraba la palabra exacta.
—¿Coopere?
—Sí, que coopere. —Sacudió la cabeza tristemente—. Cuando vea a Joyner y se lo pida, se le reirá en la cara.
—Pero si puedo…
—No tiene nada que hacer con Joyner. Lo conozco. Sé lo que es. Es un embustero, un bandido que esconde los trucos detrás de una sonrisa amable y palabras bonitas. Usted sabe que no hay manera de llegarle al corazón.
—Sí, ya lo sé —admitió Bevan—. Sé que requiere de algo más práctico.
—¿Dinero?
—No, el dinero no arreglaría nada. Ya está forrado. Puede permitirse el lujo de ser independiente.
—¿Y cómo lo hará entonces?
Bevan sonrió débilmente; le respondió con la mirada.
Winnie dio un ligero respingo. Y le dijo:
—Hombre, no le recomiendo ese método.
—Yo tampoco —murmuró Bevan—. Pero la cuestión es que parece ser el único que me queda.
—Le traerá dolores de cabeza, hombre. Si intenta usar la fuerza, corre un grave riesgo.
Se encogió de hombros sin decir palabra.
—Hágame caso, hombre, es peligroso —insistió Winnie—. Joyner es un rastrero y ante la violencia no se rendirá fácilmente. He visto lo que hace con el cuchillo.
—¿Lleva cuchillo?
—Siempre.
—¿Y es un experto?
—Como una víbora con colmillos.
—Interesante.
—¿Y usted? ¿Sabe usar cuchillo?
—Sólo para cortar pan. O queso.
—Por favor, hombre, que no es un chiste.
—¿Y usted me lo dice?
—Tal vez, si tuviera una pistola…
—No. Podría verme obligado a usarla. Y no me gustaría que eso ocurriera. No quiero hacerle daño. Sólo quiero convencerlo para que acepte mi punto de vista.
—¿Y cómo lo va a hacer? Hará falta algo más que charla.
Bevan asintió lentamente. Luego se miró las manos. Cerró el puño derecho y se golpeó levemente la palma de la mano izquierda.
—¿De ese modo? —inquirió Winnie.
—Vale la pena intentarlo.
—¿Pero cómo espera…?
—Tal vez tenga suerte —dijo. Y luego, en voz alta, como dirigiéndose a sí mismo, agregó—: Si logro acercarme a él, cogerlo antes de que se lo espere, lo pondré de humor, lo marearé un poco, lo suficiente como para que vea las cosas a mi manera…
Winnie volvió a sacudir la cabeza. Suspiró pesadamente.
Bevan sonrió, como queriendo animarla y le dijo:
—Es todo lo que hace falta, Winnie. Un poco de suerte.
—No puede hacerlo solo. Necesita la ayuda de algunos hombres.
—¿Qué hombres?
—Puedo despertar a algunos de mis vecinos. Estarían encantados de…
—Pero eso estropearía las cosas. Muchas manos en un plato, etcétera, etcétera. Si Joyner me viera llegar en compañía de otros, sabría de entrada que la cosa va en plan violento. Y si es rápido y tramposo como usted dice, sabría cómo manejar la cuestión. De modo que lo que hace falta es la maniobra discreta. Tengo que cogerlo con la guardia baja, acercarme y pescarlo.
—¿Con qué? ¿Con ésas? —Señaló con rabia sus dos manos, que en ese momento estaban abiertas y colgaban de los brazos cubiertos de barro, unidos a unos hombros abatidos por el cansancio. Lo miró de arriba a abajo, y vio que tenía frente a ella la pobre versión de un pretendido combatiente—. ¿Qué posibilidad tiene?
—La posibilidad de intentarlo.
Winnie notó algo en el tono de su voz que la obligó a mirarlo a los ojos. Lentamente, se levantó de la caja de herramientas. Se le acercó mucho y le habló casi con un susurro:
—¿Por qué lo hace? ¿Por qué corre este enorme riesgo?
—Porque… —Fuera cual fuese el motivo, no logró expresarlo en palabras.
—Existe la posibilidad de que pierda la vida. ¿Se da cuenta?
Asintió lentamente.
—¿Y entonces por qué corre este riesgo que podría llevarlo a la tumba? ¿Por qué no vuelve al hotel, con…?
—¿Con los de mi clase?
—Sí —repuso Winnie. Entonces, algo la hizo hablar deprisa y en voz muy alta, disparando las palabras como si fueran balines—. Ése es su lugar, hombre. Su categoría. Le doy un consejo sano, vuelva al hotel.
—¿Cuál es la dirección de Joyner?
—Por la mañana se despertará y lo habrá olvidado todo. Se sienta usted y toma un delicioso desayuno en el elegante comedor.
—Dígame dónde puedo encontrarlo.
—Se pone usted la ropa fina y le muestra su cara limpia a todos los demás turistas de cara limpia.
—Dígamelo —insistió, cogiéndola del brazo.
Winnie negó con la cabeza y cerró firmemente la boca.
—Maldita sea —masculló Bevan y le apretó el brazo con fuerza—. Vamos, hable —le ordenó, pero Winnie lanzó un gemido y se negó a hablar. Entonces, la soltó y, muy despacio, se dirigió hacia la puerta que daba al callejón. Cuando estuvo en el umbral, se volvió y le dijo—: Por favor… deme una oportunidad.
Fue como si sus ojos se metieran dentro de Winnie y le arrancaran la información de los labios, el número de la casa, el nombre de la calle. La voz de Winnie sonó deslucida cuando le indicó cómo encontrar la calle.