Descenso a los infiernos (18 page)

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

BOOK: Descenso a los infiernos
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El inspector Archinroy cerró el cajón del archivador y regresó a su escritorio.

12

Cuando Bevan salió de la comisaría, unos niños le fueron al encuentro para pedirle unos peniques. Se llevó la mano al bolsillo y buscó unas monedas. Luego cambió de parecer y metió la mano en el bolsillo donde guardaba la cartera. Sacó la cartera; llevaba unos noventa dólares en moneda norteamericana y británica, y aproximadamente doscientos dólares en cheques de viajero. A su alrededor había siete niños y a cada uno le dio un billete de una libra. Fueron incapaces de decir palabra; les costaba trabajo respirar de tan boquiabiertos que quedaron observando el dinero que tenían en las manos. Un jamaicano muy viejo se acercó cojeando desde un portal y le tendió la mano; Bevan le dio un billete de veinte dólares. Se acercaron más jamaicanos y Bevan siguió distribuyendo su dinero hasta que aparecieron dos policías y uno de ellos le ladró a la multitud:

—Dejad a este hombre en paz. ¿No veis que no se encuentra bien?

Eso los dispersó. Pero más tarde, en la calle Duke, volvió a ocurrir lo mismo; allí distribuyó cuarenta dólares entre varios hombres, mujeres y niños, cuyas edades oscilaban entre los siete y los noventa años. Se lo estaba pasando estupendamente, pero no por las caras que ponían al recibir el dinero, sino al ver cómo se le iba de las manos, y cómo adelgazaba su cartera. En esa ocasión la interrupción se produjo al iniciarse una discusión entre los jamaicanos, cuando a uno de ellos se le cayó un billete de una libra y otro lo recogió y reclamó su posesión. Aquello dio como resultado una actividad considerable, y el resto de los presentes tomaron partido por uno u otro; varios de ellos utilizaron los puños y los pies. Bevan se alejó de la batahola, seguido de algunos niños; continuó distribuyendo billetes hasta que se quedó sin efectivo.

Más tarde, en la calle King, al pasar frente a un banco vio salir a varios empleados; se acercó a uno de ellos, le dijo que ya sabía que hacía rato que habían cerrado pero que estaba dispuesto a pagar por el servicio extra. De modo que los empleados volvieron a entrar en el banco; el cajero aceptó los cheques de viajero de Bevan y le preguntó si los quería en dinero norteamericano o británico. Bevan contestó que le daba igual. El cajero le entregó la cifra en dinero británico. Bevan le dio al cajero el equivalente de veinte dólares. El cajero dijo que tenía que tratarse de un error. Que se lo agradecía mucho, pero que el caballero quizá no comprendiera que se trataba de libras esterlinas. Pero Bevan no se paró a escuchar. El cajero insistió en hacerse entender, mientras Bevan salía del banco.

Caminó por la calle King hacia el sur, y en la intersección de King y Harbour, giró hacia el oeste. No tenía ni idea de adonde se dirigía. Esperaba a que apareciera alguien y le pidiera dinero. Hubo unos momentos en los que se le ocurrió pensar que no había razón lógica para que lo estuviera regalando así. Aquél fue un pensamiento satisfactorio, pero no le interesaban las razones lógicas. El hacer algo lógicamente requería un esfuerzo demasiado grande, y cuando la gente seguía esa pauta de comportamiento no hacía más que engañarse. Para ir al meollo de la cuestión, aquello que se llamaba lógica, o sentido común, o comportamiento normal o como quisiera llamársele, no era otra cosa que una venda que cubría los ojos del corazón, impidiendo que la gente se viera a sí misma, a cualquiera de Kingston y de Jamaica, de todo el continente, del hemisferio, y ya que estamos, hagamos las cosas completas, de los dos hemisferios. De modo que si alguien pregunta «¿Qué significado tiene todo esto?», la respuesta surge con facilidad: Esto no es más que un tiovivo que para de vez en cuando para que unos bajen y otros suban, y da igual lo que pagues por la entrada, da igual cuántas argollas de bronce logras agarrar, sólo es cuestión de tiempo el que el próximo cliente que sale de cualquier útero te quite el sitio y continúe la rueda. De modo que si hacemos un último análisis, llegamos a la conclusión de que no es más que el proceso de dar una vuelta, y a pesar de los colorines y la música vocinglera, a pesar de los gritos alegres lanzados cuando la máquina del parque de atracciones da vueltas y vueltas, todo acaba en un agujero en la tierra, donde las lombrices nocturnas se vuelven famélicas cuando llueve.

No lo sabía, pero estaba echado cara abajo en una zanja que rodeaba un terreno desocupado, más allá de la calle Harbour. Al trastabillar había caído en la zanja, cediendo por fin al litro y medio de ron que se había bebido en Winnie’s, el alcohol que había logrado aguantar con un equilibrio intachable durante toda la tarde y parte del crepúsculo. Pero el ron tenía que golpearlo tarde o temprano, y cuando el sol se puso en el Caribe, se produjo la explosión que lo arrastró. En la oscuridad que llegó demasiado pronto, cayó en un mar mucho más hondo que el Caribe. Al pensar en el tiovivo, en realidad había estado tambaleándose en círculos, alejándose de la calle Harbour, rumbo al terreno baldío. Las luces de la calle Harbour estaban al alcance de la vista, pero no podía verlas en forma de farolas y ventanas iluminadas; las distinguía apenas como un borroso lazo de cieno amarillo verdoso que se enroscaba a su alrededor. Sus ojos le hacían trampas al cerebro, que quería dejar de funcionar, pero no podía. Tal vez fuera su necesidad animal de dormir la que lo empujó hacia la zanja que no logró ver.

Horas más tarde seguía allí; el sueño era una barrera que le impedía oír el goteo. Era el sonido del agua que subía en el interior de la zanja.

Era una zanja profunda. Tendría aproximadamente unos tres metros y medio, sus costados eran casi verticales; la cuadrilla de peones la había excavado con las palas para llegar hasta un tubo de agua averiado. Lo habían arrancado hacía unos días y habían desviado el fluido hacia otro tubo que corría paralelo a la zanja, a unos metros de allí. Habían calculado mal el efecto de la suma de presiones y, como resultado, se había producido la fuga en el segundo tubo. Al principio la fuga había sido pequeña, pero poco a poco se había ido agrandando; al pasar por el agujero, el agua fue cobrando fuerza, hasta salir como el chorro de una manguera de jardín conectada a un grifo completamente abierto. El líquido aflojó la tierra, se abrió paso a través del metro y medio de barro y fue llenando alegremente la zanja.

Cuando Bevan había caído dentro, había aterrizado sobre los pies, luego sobre el trasero, y había rodado suavemente en el fango. Mientras dormía, había pasado de estar boca abajo a ponerse de lado. Dormía a pierna suelta, tumbado en el barro de la zanja de tres metros y medio. No soñaba, no se movía, ni tampoco temblaba espasmódicamente. Estaba inmóvil y completamente dormido y ni se dio cuenta cuando el agua le rozó la barbilla.

Despertó cuando sintió que le entraba por la nariz.

Abrió los ojos y levantó la cabeza. En el momento en que sintió la humedad, creyó encontrarse en la bañera. «Pero no puede ser —pensó—. Esto no es un cuarto de baño». Fue entonces cuando sus sentidos despertaron por completo. Es una maldita zanja y se está llenando de agua. Salgamos de aquí inmediatamente.

Se puso de pie. Había unos sesenta centímetros de agua. Y salía del tubo a toda prisa. Levantó los brazos para buscar un punto de sujeción y advirtió que no lo había.

«Pues bien —pensó—. Examinemos este asunto».

Al levantar la vista vio la parte superior de la zanja, que se hallaba a más de un metro ochenta por encima de su cabeza y daba la impresión de estar más alta aún. Por encima de ella se veía la negrura de las once y media de la noche. Parte del brillo de tres cuartos de luna se reflejaba en el barro reluciente de los costados empinados a los que se aferraban en busca de un punto de sujeción. Sus manos resbalaron en el barro; volvió a intentarlo. Siguió intentándolo y siguió resbalando.

El agua le llegaba por encima de las rodillas.

Empezó a recorrer la zanja, diciéndose que tenía que acabar en alguna parte y que no había por qué preocuparse. Recorrió unos seis metros, luego nueve, y durante todo el rato sus manos iban tanteando la pared de barro aceitoso. Caminó otros cuatro metros más, avanzando muy lentamente, diciéndose que no tenía por qué darse prisa porque pronto llegaría al final de la zanja y saldría. Procuró concentrarse en esa idea, apartándose de esa otra que le indicaba que el agua le llegaba ya a la cintura.

Pasaron unos minutos y siguió caminando a lo largo de la zanja, manteniéndose cerca de la pared de barro, buscando el punto de sujeción que no aparecía. De repente, dio un salto seguido de otro más, una especie de convulsión, cuando algo peludo le golpeó en el hombro y se resistía a bajarse: la cola larga le rozaba la mejilla. Intentó golpearlo y su mano fue a dar justo en el morro de un roedor gris que abrió la boca e intentó clavarle los colmillos. Volvió a golpearlo; el bicho lanzó un chillido agudo; saltó y salió chapaleando ruidosamente, porque se trataba de un enorme ejemplar. Se dijo que era una rata enorme y procuró verla mientras se alejaba a nado. La luz de la luna se había ido; estaba todo oscuro. Pero tendría que haber luz. Miró hacia arriba y no vio la luna, ni las estrellas. La negrura que había en lo alto no era negrura del cielo. Al sentir que el agua le llegaba al pecho, olió el hedor húmedo de madera curtida a la intemperie. El olor provenía de los tablones atravesados en la parte superior de la zanja, donde los obreros habían utilizado una polea para levantar el pesado tubo. «Eso es lo que hicieron —pensó—. Colocaron tablones ahí arriba, se construyeron un puente. Pero para este viajero de aquí abajo no es un puente, es un techo. Mejor dicho; coloquémoslo en la categoría adecuada y llamémoslo por su nombre. Maldita sea, sabes muy bien lo que es: una trampa».

El agua le llegaba al mentón. Se quedó mirando fijamente el techo de pesados tablones que no mostraban más que negrura, diciéndose que no había salida. Porque ya había demasiada agua y muy poco tiempo para salir de debajo de los tablones. Sólo podía desplazarse centímetro a centímetro y, sin duda, no tenía suficiente tiempo, porque una oscuridad completa cubría una amplia zona, indicándose que allá arriba, había un techo muy ancho. Era lo bastante ancho como para mantenerlo atrapado mientras el agua continuara subiendo, de modo que acabaría flotando, moviéndose en el agua y se dijo que no tenía sentido avanzar en el agua porque no llegaría a ninguna parte, salvo al techo, donde pronto no habría más aire.

«¿Y bien? —se preguntó—. ¿Qué pasa?

»¿No era lo que querías? De acuerdo, es una forma desaliñada de salir de este mundo, pero no nos pongamos exigentes y empecemos a encontrarle defectos al método. La cuestión es que has conseguido lo que buscabas, lo que pedías, de modo que no hay motivo de quejas. ¿Pero qué diablos haces ahora? ¿Por qué intentas flotar en el agua?

»Es una contradicción, eso es, una contradicción. No deberías avanzar. Deberías permanecer de pie, en el barro, y dejar que el agua te subiera hasta los ojos y te cubriera la cabeza, y abrir bien la boca para que te entrara en los pulmones, para que todo fuera deprisa, expeditivo. Para que todo acabe y no haya más agonía, ni angustia, basta ya de cantar blues tristones que nunca fueron compuestos porque no han encontrado la letra que explique lo que significa un hombre, aunque tú no eres un hombre, porque lo has perdido por el camino y no hay nada que puedas hacer por ella. Salvo dejar que se vaya. Bueno, al menos eso sí que lo has hecho. La dejaste marchar. Muy noble de tu parte, realmente admirable. Tan admirable que merece una buena placa. Tal vez la cuelguen en la pared del Yale Club, y cuando los nuevos socios la lean recordarán a aquel fino caballero que se hizo a un lado para dejar paso a un hombre mejor.

»¿Entonces por qué permanecer a flote?».

No fue fácil moverse en el agua. Los zapatos le pesaban una barbaridad y la ropa mojada le colgaba de los brazos. Cuando empezó a bajar, procuró incluso quedarse abajo, pero en el instante siguiente, realizaba un esfuerzo febril que le levantaba la cabeza por encima de la superficie, y salía con la boca abierta, sedienta de aire.

«¿Cómo es posible? —se preguntó—. ¿Qué tratas de hacer?

»Pues seguir con vida. ¿Pero para qué? Oye, es una pregunta interesante. Te lleva de vuelta al inspector, que olvidó inspeccionar en las profundidades. Pero no critiquemos al inspector. Al fin y al cabo, no tenía con qué trabajar. Recuerdas la forma en que lo dijo; dijo que no se había molestado en tomar notas porque no le dabas nada que pudiera usar. Entraste en su despacho y le diste algo sacado de Hans Christian Andersen, y tu cerebro, feliz por el ron, esperaba que se lo creyera, tu débil punto de vista esperaba fervientemente que llegara la cárcel para recalar allí con tus huesos y acabar de una vez por todas.

»Oye, oye, oye. ¿Qué es eso? ¿Un arreglo de cuentas?

»Supongo. Supongo que es el momento. Dicen que siempre hay un momento para ajustar las cuentas, el momento en que se enciende dentro de ti una lámpara y ves las cosas tal cual son. No como creías que eran, o como creías que creías que eran; y sin duda no se trata de los pensamientos tendenciosos que te llevaron a creer que merecías la horca. El cuadro que ahora ves es el verdadero. Está del derecho y te muestra lo que de verdad ocurrió en el callejón que está fuera de Winnie’s Place; el hombre se acercó a ti con la cachiporra y cuando usaste la botella rota, fue con el único propósito de protegerte. De modo que aquí mismo nos deshacemos de la valla que habla del destructor que salió a derramar sangre. Aquí y ahora borramos eso y lo reemplazamos por un poco de lógica, sentido común y razonamiento normal.

»Cristo santo —pensó—. Es demasiado tarde».

Porque entonces se oyó el sonido y la conmoción de su cabeza al golpear contra los tablones de madera; el agua enlodada cubrió los tres metros y medio; y ya no quedó más aire. Sólo quedaba el agua, la sensación de hundimiento, los pulmones doloridos por la falta de aire, el cerebro latiendo lleno de pautas empapadas de agua, pero en cierta manera esas pautas estaban desconectadas de él, porque no estaba pensando en sí mismo cuando comenzó a luchar contra el agua, con el cuerpo horizontal, nadando a varios metros debajo de la superficie yendo contra la corriente que lo mantenía atrapado bajo los tablones de madera. Pensaba en alguien que nunca había visto, alguien con quien nunca había hablado, un hombre con el cual no se había comunicado jamás, pero que le gritaba pidiéndole ayuda. «Sólo tú puedes salvarme».

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