James Bevan se encuentra sumido en una profunda depresión. Es un hombre de honor, casi un caballero andante, pero el mundo que le rodea lo empuja hacia el desastre, y su único refugio es el alcohol. En un último intento de salir de esa ciénaga, Bevan viaja con su esposa a Jamaica para salvar un matrimonio que se ha convertido en un auténtico calvario. Sin embargo, en ese
DESCENSO A LOS INFIERNOS
encontrará de pronto un objetivo para el honor, un motivo para volver a empezar. Pero antes, deberá matar a un hombre…
David Goodis
Descenso a los infiernos
ePUB v1.0
JackTorrance17.09.12
Título original:
The Wounded and the Slain
David Goodis, 1955.
Editor original: JackTorrance (v1.0)
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El otro extremo de la barra se encontraba atestado; en este extremo, él estaba solo, bebiéndose un gin-tonic. En el Laurel Rock preparaban un gin-tonic excelente, pero no lo estaba saboreando. «En realidad —pensó—, no estás disfrutando de nada». Entonces, como algunos de nosotros hacemos en uno u otro momento, jugó con la idea de quitarse de en medio.
«Podrías hacerlo esta noche —se dijo—. Es una noche apropiada, como cualquier otra. No muy lejos de aquí tienes aguas profundas: las aguas tibias del Caribe. Lo único que te hace falta es atarte algo pesado al tobillo. Pero dicen que es una forma desagradable de palmarla, tanto boquear, ahogarse y llenarse de agua por dentro; la verdad es que es una forma desordenada de morir. Tal vez sea mejor una cuchilla de afeitar. Te sientas en la bañera, cierras los ojos para no ver cómo mana la sangre de las muñecas, y al cabo de un rato te quedas dormido. Sería estupendo —se dijo—. Te hace falta dormir. Dios sabe cuánto tiempo llevas sin descansar como es debido».
Se bebió el gin-tonic y pidió otro. Al otro extremo de la barra, la gente se lo estaba pasando en grande; conversaban animadamente y, de vez en cuando, se oían enérgicas carcajadas. Intentó odiarlos porque se divertían. Reunió un poco de odio, lo apuntó, y lo lanzó hacia ellos; supo de inmediato que su odio actuaría como un bumerán. Sólo podía odiarse a sí mismo.
«Y tal vez a ella —reflexionó—. Por supuesto, incluyámosla también. Pero no sería cortés, y siempre has intentado serlo con todas tus fuerzas. Es uno de tus problemas, tío. Cuando hay que intentar alguna cosa, no te sale. Eso que llaman cortesía tendría que ser algo natural. Pero supongo que no entro en esa categoría —pensó—. Supongo que hemos sido diseñados estrictamente para realizar operaciones fuera de órbita como no poder dormir, no poder comer, no poder hacer nada más que pensar en lo miserable que es la vida y cómo deseas quitarte de en medio.
»De acuerdo —se dijo con firmeza—, hagámoslo de una vez y acabemos».
Dio un paso y se alejó de la barra, luego dio otro más, se detuvo y cerró los ojos con fuerza. Un escalofrío le cruzó los omoplatos y le bajó por los brazos. Abrió los ojos y vio que el camarero lo miraba con aire inquisitivo.
—¿Se encuentra bien, señor? —inquirió cortésmente, en voz baja.
Observó al moreno antillano que llevaba un cuello Piccadilly, corbata blanca y una chaqueta de camarero inmaculada.
—Claro que me encuentro bien —repuso con descaro y la voz apagada—. ¿Qué le hace pensar que no me encuentro bien?
—Creí que se sentía mal, señor. Por un momento me dio la impresión de que…
—Verá usted, no estoy borracho —le dijo al camarero inclinándose hacia adelante y sujetándose con las manos al borde de la barra—, si es eso lo que quiere darme a entender.
—No quise decir eso, señor. Sólo quería…
—Me importa muy poco lo que usted quisiera. Está aquí para despachar bebidas, ¿no?
—Bueno, sí, señor, pero…
—Entonces sírvalas, atienda a sus clientes y déjeme en paz.
—Sí, señor —asintió el camarero—. Muy bien, señor.
—Otra cosa —le dijo al camarero—. No me venga con el rollo de «señor». ¿Dónde estamos? ¿En la maldita Marina británica?
El camarero no le contestó. Permaneció detrás de la barra, erguido y con aire digno; el blanco del cuello Piccadilly que destacaba contra la oscuridad de su piel acentuaba su aspecto afrobritánico, estaba orgulloso de su lealtad a la corona, de su condición de ciudadano de Jamaica, de su trabajo en el Hotel Laurel Rock de Kingston. Su rostro se mostró impasible mientras esperaba que el turista norteamericano hiciera otro comentario sobre la Marina británica.
—No me gusta que me llamen «señor» —dijo el norteamericano—. Me exaspera que me llamen así.
La cara del antillano mantuvo la impasibilidad cuando preguntó:
—¿Cómo preferiría que le llamara?
El norteamericano reflexionó un instante y repuso:
—Pelmazo.
—No entiendo esa palabra —comentó en voz baja el antillano.
—La entendería si me conociera. —Miró intensamente más allá del camarero de piel oscura; con aire ausente tendió la mano hacia el vaso alto, se lo llevó a los labios y apuró el resto del gin-tonic. Le tendió el vaso vacío al camarero y masculló—: Llénemelo.
—¿Está seguro de que quiere otro?
—¡Maldición, no! —repuso el turista norteamericano sin dejar de mirar intensamente hacia la nada—. Es lo último que quiero en este mundo. Pero la cuestión es que se trata de la primera cosa que exijo.
El camarero se alejó. El turista norteamericano se apoyó pesadamente contra la barra. Inclinó la cabeza sobre los brazos cruzados y se dijo a sí mismo: «Eres un pelmazo. Un pobre pelmazo».
Se llamaba James Bevan; tenía treinta y siete años. Era de constitución mediana; medía un metro setenta y tres y pesaba unos setenta y cinco kilos; su aspecto era típico de un norteamericano; su pelo color pajizo estaba bien peinado; tenía los ojos grises, una nariz mediana y su tez estaba a medio camino entre el bronceado campestre y el amarillo oficinesco. Vestía un traje de mohair marrón oscuro, hecho a medida por un sastre de Manhattan, cuyo precio no superaba nunca los noventa y cinco dólares; la camisa y la corbata eran de una camisería de la Quinta Avenida especializada en artículos de buena calidad a precios bastante razonables; los zapatos eran de ante marrón oscuro, de buena calidad, aunque no excepcionales. La ropa dejaba entrever más o menos sus ingresos semanales y el tipo de trabajo que hacía. Trabajaba para una agencia de inversiones de Wall Street y ganaba unos 275 dólares a la semana. Normalmente lograba ahorrar una parte de ese salario, pero en los últimos siete meses había estado bebiendo mucho e invitando a extraños, con lo que sus gastos aumentaron en exceso.
Además, en los últimos siete meses había visitado a un neurólogo para buscar solución al insomnio, a la falta de apetito y a sus problemas con la bebida. En Manhattan hay muchos neurólogos; y algunos bastante caros. El especialista de los nervios que trataba a Bevan era verdaderamente caro, y acudir a su consulta varias noches a la semana había representado un serio revés para su cuenta bancaria. Finalmente, el neurólogo admitió que no iban a ninguna parte y le sugirió a Bevan que probara con otra terapia, como por ejemplo, un viaje o un cambio de ambiente. Bevan había vuelto a su casa y se lo había contado a su mujer, y días más tarde habló con su jefe y pidió un mes de permiso. Su jefe se lo cedió gustosamente; Bevan le caía bien y estaba preocupado por su estado. Le dio una palmada en el hombro y le deseó que jugara mucho al golf y volviera con un bonito bronceado.
Bevan consultó en una agencia de viajes y le recomendaron las Antillas, concretamente la isla de Jamaica. Pensó que sería un buen lugar; y los de la agencia le consiguieron pasajes en un DC-6 de la Pan-American para él y su mujer. También se encargaron de las reservas del hotel en el Laurel Rock en la ciudad de Kingston.
El Laurel Rock es un hotel tradicional, de una elegancia nada estridente, y tiene una excelente fama por la comida y el servicio. Es un hotel bastante amplio y los terrenos que rodean el edificio marrón y amarillo están bien cuidados e incluyen un hermoso jardín y una piscina. En su conjunto, el Laurel Rock es un sitio refinado, con un distinguido encanto, muy popular entre los turistas norteamericanos y británicos. Está ubicado en la calle Harbour y uno de sus lados da a las aguas del Caribe. Los otros tres lados del Laurel Rock están rodeados de un cerco que lo separan de las viviendas vecinas, ya que éstas son más bien humildes. Desde el Hotel Laurel Rock a los suburbios de Kingston sólo hay un paso, y los suburbios se encuentran entre los más sucios y peligrosos del hemisferio occidental. Normalmente, se aconseja a los huéspedes del Laurel Rock que no se aventuren más allá del hotel al oscurecer.
Desde su llegada, tres días atrás, Bevan y su mujer poco habían visitado de Kingston. El se pasaba la mayor parte del tiempo en el bar y ella permanecía en la habitación leyendo o escuchando la radio. Al segundo día, Bevan le preguntó a su mujer si quería ir de excursión y ella le contestó que no. Esa misma tarde le había vuelto a preguntar y obtuvo la misma respuesta. Él le comentó que no tenía sentido que se quedara en la habitación y que deberían ir a la piscina, a tomar el sol. Ella volvió a contestar que no le apetecía, ante lo que él insistió, y finalmente la mujer se llevó las manos a la cara y gimió:
—Déjame en paz. Sal de aquí y déjame en paz.
Él salió de la habitación, bajó y se fue al bar.
Su mujer no había bajado para la cena y Bevan estuvo cavilando si subía o no a la habitación para hablar con ella. Pero hablar con ella se había convertido en una ordalía, y aunque deseaba desesperadamente que lograsen encarrilarse por la misma senda y llegar a un cierto acuerdo, presentía que era imposible, que no estaba en condiciones de hacerlo. Durante la cena se sentó solo a la mesa y apenas probó el jugoso rosbif que suplicaba ser comido con verdadero apetito. Cuando se levantó y se dirigió al bar, dejó casi toda la carne en el plato.
Y era medianoche y no tenía ni idea de cuántos gin-tonics se había tomado. Fuera cual fuese la cantidad, no bastaba. Levantó la cabeza que tenía apoyada sobre los brazos cruzados y vio que el camarero se le acercaba con un gran vaso lleno en sus tres cuartas partes; las burbujas efervescentes bailoteaban alrededor de los cubitos de hielo.
Tendió la mano para cogerlo e iba a llevárselo a los labios cuando la vio entrar en el salón de cócteles. Avanzó hacia él cual una fina hoja de acero blanco azulado como si fuera a cortarlo en dos. «Aquí viene —pensó, mirando desconsolado la silueta de su mujer; y cerró los ojos y deseó mantenerlos así durante mucho, mucho tiempo y se dijo—: Punto uno, no puedes soportar verla. Punto dos, no puedes soportar la idea de perderla. Punto tres, en nombre de Dios, ¿qué diablos te pasa?».
Entonces abrió los ojos y mientras ella se acercaba a la barra y se detenía a su lado, le preguntó:
—¿Quieres una copa?
—No, gracias.
—¿Tienes hambre? Puedo pedirte un bocadillo.
—No —repuso ella—. Pero me gustaría fumar un cigarrillo.
Bevan sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo e insistió:
—Anda, deja que te invite a una copa.
Ella no contestó. Bevan le encendió el cigarrillo y se encendió otro para él. Esperó que le dijera algo. Rogaba en silencio que le dijera algo, cualquier cosa que estableciera una línea de comunicación. Pero ella se limitó a permanecer allí de pie, enseñándole el perfil, mientras le daba unas caladas lentas y tranquilas al cigarrillo.