«¿Cuándo oíste eso? —se preguntó Cora—. ¿Quién lo dijo?». Y entonces volvió a oír aquella voz: «Por favor no. No, por favor». Era una vocecita, como el piar suplicante de un pajarillo asustado. «O de un niño —pensó—, más bien de una niña pequeña. Sí, una niña muy pequeña de unos siete, ocho o nueve años. ¿Podrías ser más específica? No, es inútil que lo intente. Y déjame en paz —se dijo a sí misma».
Entonces oyó a Atkinson que le decía:
—… ese es el problema del teatro en estos días. ¿No le parece?
Asintió mecánicamente.
—Lo siento, señora Bevan —se disculpó con una sonrisa—. No era mi intención interrumpirla.
—¿Interrumpir qué?
—Pues lo que estaba pensando.
—No era nada importante —repuso ella, devolviéndole la sonrisa. Y a modo de disculpa agregó—: Pensará usted que soy terriblemente descortés.
—En absoluto —repuso riendo despreocupadamente—. Se ha marchado usted durante unos instantes para luego regresar.
Cora rió con él. «Ahora todo está bien —pensó—. Estás aquí sentada conversando. Eso es todo, no es nada más que una agradable conversación».
Bevan se quedó asomado a la ventana, mirándolos. Gradualmente y por motivos inexplicables, algo le llamó la atención y observó la piedra de un amarillo parduzco que había en el extremo más alejado de la piscina. Era un muro alto que marcaba la línea de separación entre el Hotel Laurel Rock y las moradas de los nativos. Y miró más allá del muro y el panorama le llegó con toda claridad. Vio las calles estrechas atestadas de gentes de piel oscura, sentadas sin moverse en el umbral de las puertas o moviéndose apáticas, sin nada especial que hacer ni ningún sitio especial al que acudir. Estaban muy lejos como para ver sus atuendos, pero tuvo la impresión de que la mayoría vestía harapos y muchos iban descalzos. Algunas mujeres llevaban cestas sobre las cabezas; sus manos no las tocaban, sus piernas y sus torsos se movían a un ritmo continuado para mantenerlas en equilibrio; era todo un arte. Se acordó del folleto de la agencia de viajes con su estridente descripción: «Vea a las pintorescas nativas que cargan cestas sobre sus cabezas». La única diferencia radicaba en que en el folleto, las cestas iban repletas de flores y las mujeres llevaban muchas joyas, dijes y vestidos de vivos colores, y sonreían alegremente desde las páginas satinadas. Se dijo que había poco o ningún parecido entre el folleto de la agencia de viajes y lo que ahora contemplaba. Aquellas mujeres no llevaban joyas, sus vestidos parecían hechos con tela de saco de harina. Las cestas que cargaban sobre las cabezas no contenían flores, sino comida, y a pesar de la distancia, notó que la cáscara de los plátanos se había ennegrecido. Hizo una reflexión de tipo técnico: «Será mejor que se den prisa y vendan la fruta o se les pudrirá bajo el sol».
Observó a un grupo de niños desnudos que corrían por un patio trasero lleno de basura que daba al puerto. Llegaron a un muelle destartalado y desierto y se lanzaron al agua espumosa. Los vio nadar hacia aguas más limpias y más azules, donde estaba anclado un yate con camarote. Esperaban llamar la atención de los tripulantes y zambullirse en busca de los peniques que les lanzaran desde la embarcación. Sin darse cuenta de lo que hacía, Bevan se llevó la mano al bolsillo y buscó unas monedas. Al sentir la plata entre los dedos se dijo: «No es más que un gesto falso.
»Eso se te da muy bien. Eres un actor de primera en lo que a gestos falsos se refiere. Si quieres echar una mirada atrás y analizar los antecedentes, verás cuán falsos son. Pero será mejor que no lo hagas, será mejor que no mires atrás. Si lo haces, te hará falta otro trago, muchos tragos. Así que por favor, no lo hagas, no te pongas a recordar».
Sus ojos siguieron fijos en el suburbio que se extendía al otro lado del muro del hotel. Pero la escena reflejada en la pantalla de su mente no tenía nada que ver con la ciudad de Kingston de la isla de Jamaica. Se trataba de otro suburbio, en Manhattan. Cerca de la Calle Cincuenta y la Décima Avenida.
Ya habían pasado dos años. ¿O serían tres?
«Basta ya —suplicó».
Pero su cerebro le decía: «No, no puedes dejar de pensar. Lo has intentado muchas veces, pero no existen frenos para este tipo de movimiento. Una vez que empieza, no hay quien lo pare y sigue adelante en marcha atrás, cuesta abajo, y las hojas de los viejos calendarios van pasando velozmente».
Bajó la cabeza. Se dejó caer en una silla, junto a la ventana. Tenía el semblante aturdido y apenado cuando se rindió a la marca del recuerdo.
«Todo empezó —se dijo—, con una noche de insomnio».
Pero no, en realidad no fue así. Sabía que todo había comenzado al casarse con Cora. Parecía el matrimonio adecuado, adecuadamente romántico, con los factores adecuados de respeto mutuo, ternura y afecto. Durante los siete meses de compromiso, el único contacto físico había sido cuando bailaban y cuando se besaban. Por supuesto que hubiera querido ir más lejos, pero se había hecho el firme propósito de no intentarlo. Sabía que iba a casarse con una muchacha nada mundana, con una educación superior a la corriente, y su castidad era una verdad preciosa que no necesitaba palabras, porque se le veía en los ojos. Por ello se propuso aguardar hasta la noche de bodas, esperando que fuese maravillosa y dulcemente mágica.
La noche de bodas resultó un desastre. Entre sollozos ella le había dicho: «Es horrible. No puedo… es que me resulta imposible». Y siguió así durante toda la luna de miel; después todo se transformó en una deprimente rutina: para ella era un esfuerzo espantoso y él no encontraba en la relación placer alguno. Claro que ella lo intentó, lo intentó de veras, pero aquello no hizo más que empeorar las cosas. Bevan se sentía culpable por forzarla a hacer algo que no quería hacer y que odiaba. Y lo que dificultaba más las cosas era que Cora nunca quería hablar del tema. Una noche lloró mucho y le suplicó que tuviera paciencia, mientras él se mordía con fuerza la comisura de los labios para no lanzar imprecaciones. Cora dijo que seguiría intentándolo, pero no tardó mucho en sugerirle que comprasen camas gemelas.
—¿Pero por qué?
—Sé que para ti es muy difícil. Quiero decir…
—Sí, ya sé lo que quieres decir.
—Lo siento, James. Lo siento muchísimo.
—Está bien —dijo él, esforzándose por sonreír—. No dejes que esto te preocupe, querida. No tienes por qué preocuparte.
Pero durante los tres primeros años, él se preocupó mucho. Luego, poco a poco, se fue acostumbrando a la rutina de dos veces al mes; y más tarde, a la rutina de una vez al mes. Trabajaba mucho en Wall Street; durante los fines de semana se concentraba en el golf, de modo que por las noches se sentía bastante cansado con más ganas de dormir que de otra cosa. Al quinto año de casados, Cora quedó embarazada, y durante un tiempo, Bevan creyó que aquello lo cambiaría todo; el médico le había dicho que después de tener el primer hijo las mujeres suelen cambiar y convertirse en hembras hambrientas, conscientes de su sexo.
Pero no fue así, porque al séptimo mes perdió el niño. Dos años más tarde perdió el segundo niño y pasó varios meses muy enferma. El médico dijo que era muy estrecha de caderas y le recomendó que engordase antes de buscar otro embarazo. Durante la convalecencia aumentó unos cuantos kilos, que perdió en cuanto volvió a retomar la vida normal. Una noche, se metió en la cama de James, lo abrazó y le preguntó:
—¿Me quieres?
—Claro, siempre te he querido —repuso él.
Pero al abrazarla y al acariciarle los frágiles hombros, James notó cómo temblaba, notó el esfuerzo que hacía, cómo se obligaba a darle lo que él necesitaba. Y él se dijo que era una buena mujer, dulce y generosa y era afortunado de tenerla por esposa. Después, la punzada de la culpa le indicó que ya la había mortificado bastante con sus necesidades animales y que no debía herirla más. «Pero por el amor de Dios —pensó—, soy de carne y hueso, y lo necesito, tengo que conseguirlo, ¿qué voy a hacer? Ya sé que es un matrimonio hermoso y me preocupo por ella. La adoro. No sabría qué hacer sin ella, es tan buena, tan dulce. Es mi vida, es la música suave de violines que hace que merezca la pena vivir, la delicada criatura color pastel que quita toda importancia a las demás criaturas. Es la poesía murmurada en voz baja que excluye los sonidos vocingleros de una ciudad demasiado ruidosa, de un mundo demasiado ocupado. Lo que ella me ofrece es el mundo plácido en el que veo su adorable rostro y escucho su adorable voz. Eso es lo que aprecio y debería bastarme.
»Pero la cuestión es que no te basta, tío».
Oyó a Cora murmurar:
—Ahora… por favor, cariño, ahora.
Pero lo que en realidad le decía era: «Date prisa y acabemos de una vez».
Era como cuando estaba en Yale y algunas veces iba a algún fonducho de New Haven, pagaba cinco dólares y la chica le decía: «A ver si te das prisa, estudiante, que me esperan otros clientes». El comentario podía provocarte una carcajada, y tal vez, si uno era lo bastante filósofo, también podía reírse de esta situación. «Pero tengo la impresión de que no es cosa de risa. No, definitivamente no es cosa de risa. Hace siete años que estás casado con una chica muy dulce y excepcionalmente guapa; ése es un aspecto del asunto. El otro es el hecho de que por algún maldito motivo, ella no responde a tu virilidad. Más vale que lo reconozcas, sabes que todas las veces que lo has hecho, nunca ha tenido un orgasmo. Es como si fuese de cera. O de hielo».
—¿James? —En su voz había un ligero asomo de impaciencia.
—Escucha, cariño, preferiría…
—¿Qué es lo que preferirías?
—Verás, estoy muerto de cansancio.
Se produjo un largo silencio y luego ella le preguntó:
—¿No estás enfadado?
—¿Enfadado? —Logró lanzar una risita incrédula—. ¿Pero qué dices? ¿Por qué tendría que enfadarme?
—Porque yo… —y no pudo acabar la frase. Suspiró pesadamente y agregó—: Gracias por tenerme tanta paciencia. Eres tan bueno conmigo, James.
—Los dos somos muy buenos —repuso él—. Supongo que es porque nos queremos.
—Sí, nos queremos mucho. Es tan bonito saberlo. Nos admiramos, y creo que eso es sumamente importante, ¿no te parece?
—Ajá —repuso, fingiendo un bostezo.
—Pobrecito mío —susurró ella—. Estás agotado. Te dejaré dormir.
Volvió a su cama. Él se quedó echado de espaldas, con los ojos abiertos, mirando la negrura del techo. Al cabo de un rato oyó la respiración acompasada de su mujer y supo que se había dormido.
No se dio cuenta de que entrecerraba los ojos. No notó que el reptil invisible se acercaba reptando a su mente. Ese reptil era una idea que lo rozaba suavemente y le susurraba: «Lo necesitas, lo necesitas con toda el alma y aquí no te lo dan… pero tal vez puedas encontrarlo en otra parte».
—No —le dijo al baboso animal—. Apártate de mí.
—Estúpido —le dijo el reptil.
—Vete. Sal de aquí. Eres asqueroso. Hueles mal.
—Es posible —contestó el reptil—. Pero aparte de eso, soy tu amigo. Y te doy buenos consejos.
—Vete con tus consejos a otra parte. No me interesan.
—Claro que te interesan. Eres todo oídos, hermano. Hace siete años que aguantas este desastre que es vivir con una mujer que se excita poco o nada, que no responde como debiera hacerlo. Siete años de frustración. Ya va siendo hora de que le busques una solución.
—¿Como cuál?
—Ven conmigo —le dijo el reptil.
Estaba en su interior, enroscado firmemente en sus nervios. Lo sacó a rastras de la cama, diciéndole que se moviera muy despacio para no despertarla. Por la ventana entró la luz de la luna, y en el resplandor azul plateado se vistió, deteniéndose un instante para echar un vistazo a la esfera luminosa del despertador que había sobre la cómoda. Las agujas marcaban las doce y veinte de la noche.
James se dijo que su mujer tenía el sueño profundo y que no abriría los ojos hasta que sonara el despertador, a las siete de la mañana. A esa hora ya habría regresado. Lo sabía con certeza. Sus labios esbozaron una ligera sonrisa cuando salió del apartamento y atravesó el pasillo hacia el ascensor.
El ascensor bajó los once pisos y lo dejó en la planta baja. Había un corto trecho hasta la avenida Lexington, y en menos de un minuto estuvo sentado en un taxi.
—¿Adónde lo llevo? —inquirió el taxista.
No le contestó.
El hombre se dio la vuelta y le miró la cara. El coche se había detenido ante el semáforo en rojo y, bajo el resplandor rosado Bevan notó la mirada inquisitiva dibujada en el rostro del conductor.
—No estoy seguro —repuso—. No sé bien adónde ir.
—Ah —repuso el conductor. La pausa se prolongó un momento y se convirtió en un silencio lleno de significado. Entonces, el taxista murmuró—: ¿Sólo quiere dar un paseíto? ¿Es eso?
—No exactamente.
—¿O sea que quiere ir a alguna parte, pero no sabe dónde? ¿Es eso lo que quiere decirme?
—Más o menos.
El taxista miró detenidamente al hombre que ocupaba el asiento trasero y le preguntó:
—¿Hacemos un trato?
—De acuerdo.
—¿Cuánto cree que cuesta la carrera hasta ese sitio?
—No sabría decírselo.
—La vida es dura en esta ciudad —comentó el taxista—. Pero hay que seguir adelante. Para mí es como una apuesta, supongo que se hará usted cargo de eso.
—¿Le parecen suficientes diez dólares?
—Sí, me parecen suficientes —repuso el taxista.
Era una tabernucha sucia de la Décima Avenida, cerca de la calle Cincuenta. El taxista le pidió que esperara en el coche y entró. Poco después, volvió a salir y le indicó que la mujer estaba sentada sola en un reservado y que llevaba un vestido verde.
Le entregó al taxista un billete de diez y dos de un dólar como propina y entró en la taberna. En la barra había unos hombres barbudos que tenían todo el aspecto de camioneros o estibadores. Había una mujer gorda, sin formas, de cabellos grises, que bebía cerveza en compañía de un hombre que parecía hispano y cuyas ropas necesitaban un planchado. En uno de los reservados había un par de marineros muy jóvenes acompañados de unas chicas. En otro reservado había unas mujeres de mediana edad; dos de ellas llevaban cortes de pelo varoniles, vestían camisas de cuadros y monos de tela gruesa. Dejó atrás ese y otros reservados vacíos y llegó al que ella ocupaba en solitario; su vestido verde brillante resaltaba contra el marrón grisáceo del reservado sin barnizar.