«De modo que ha ocurrido —reflexionó—. Ha vuelto a ocurrir. Hacía tiempo que no te pasaba, pero esta noche algo lo ha provocado, aunque estamos de acuerdo en que las circunstancias son bien distintas de la última vez, hace ya más de un año, aquella tarde lluviosa cuando no conseguías taxi y tuviste que ir en metro. Fue a la hora punta, el vagón iba repleto y estabas de pie junto a aquel hombretón con casco de estibador. Era tan grande y tan feo, y llevaba la camisa desabrochada y le viste el pelo del pecho. ¡Qué bestia tan horrible!; se dio cuenta de que lo mirabas y fue como si adivinara lo que estabas pensando. O mejor dicho, lo que no te dabas cuenta que estabas pensando. Porque te sonrió como si quisiera decirte: "A mi no me engañas, nena. Por fuera das toda la impresión de estar aterrorizada, helada de miedo. Pero por dentro te estás quemando". ¿Era cierto? Claro que era cierto. Lo primero que hice cuando volví a casa fue tomar un baño caliente. Pero no necesitas un baño, te bañaste hace una hora. Te sientes como si hiciese una semana que no te bañas. Esto es un lío terrible. Ojalá hubiera un jabón especial para lavar mentes».
Atravesó el vestíbulo y se sentó en un sillón, de espaldas a las puertas del ascensor. Pasaron unos minutos y oyó abrirse las puertas del ascensor. Se acurrucó en el sillón y abrigó la esperanza de que no la viese, y luego de que la viese, y luego de que no la viese.
No la vio. Cora oyó los pesados pasos de aquellos zapatos de gruesa suela bajo la corpulencia de aquel hombre que atravesaba el vestíbulo en dirección contraria, hacia el bar. Se volvió y lo vio de reojo cuando entraba en el bar. Observó su perfil, su cabello rizado color zanahoria, su nariz ligeramente achatada, sus amplios hombros, su pecho protuberante. Y lo perdió de vista, pero en su imaginación sintió moverse hacia ella la fuerza bruta de la presencia de aquel hombre. Y volvió a temblar.
La puerta del ascensor quedó abierta; Cora se puso de pie y fue hacia él. En la habitación 307 se desvistió rápidamente, con prisas por meterse en la bañera. Pero cuando se disponía a dirigirse al lavabo, echó un vistazo a la cama gemela donde el borracho dormía echado de espaldas. Tenía la pierna doblada, al costado de la cama, en un ángulo más bien incómodo. Le levantó la pierna y se la colocó sobre la cama y, al hacerlo, su semblante adquirió un aire tierno de esposa devota. Se quedó inmóvil, mirándolo fijamente; suspiró y pensó: «No tiene la culpa de beber tanto. La culpa es tuya. Sabes que la culpa es tuya. En momentos como éstos comprendes claramente que eres culpable. Eres su carga y su pena, eres el rompecabezas andante que no puede resolver. ¿Por qué no le das la respuesta?
»No puedes darle la respuesta. Porque no la hay. Desearías tenerla. Cómo te gustaría vislumbrarla o, al menos, que se te acercara para que pudieras tender la mano y sujetarla. Pero la respuesta está muy, muy lejos. Es un bufón danzarín que te explicaría los porqués, las razones de todos estos años angustiantes, estrangulados, retorcidos.
»¿Cuántos años han pasado?
»¿Cuándo ocurrió?
»¿Cuándo ocurrió qué? ¿Qué fue? No tienes ni idea. Fuera lo que fuese, seguro que fue algo desagradable. Debe de haber sido tan desagradable que no pudiste contárselo a nadie. Seguramente te prometiste no contárselo a nadie. De modo que ahora lo llevas sepultado dentro, muy hondo, cada vez más hondo hasta que navega y se aleja en las profundidades conocidas de la memoria. Supongo que es lo que querías. Querías que se fuera, deseabas olvidarte de ello. Te concedieron el deseo, aquí estás, como una niña a la que se le escapa el globo y mientras se aleja flotando, desea que vuelva, pero claro, el globo no va a volver.
»El globo. Una niña pequeña. ¿Será una pista?
»La verdad es que no. Pero quedémonos con la niña pequeña. ¿De qué están hechas las niñas pequeñitas?
»De azúcar, especias y cosas bonitas. Es lo que mamá solía decirme. Te decía que no lo olvidaras nunca, que fueras siempre delicada y limpia, y lo más importante de todo, que no te ensuciaras. Es como si la oyera repetirlo: "De acuerdo, sal a jugar al jardín, pero no te ensucies".
»No te ensucies. Eso me recuerda que tendría que abrir el grifo de la bañera. Pero no necesitas un baño. Claro que sí. Te hace falta mucha agua y jabón, pequeña. Debes…
»Un momento. El jardín. ¿Qué pasa con el jardín? Ahora me acuerdo; vivíamos en esa enorme casa de Long Island, y había un jardín muy grande, y yo tenía siete, u ocho o nueve años, o quizá cinco o seis u once. Si lograra acordarme… Sí, si lograras acordarte. Pero claro, lo único que recuerdas es cuando mamá te decía: "No te ensucies".
»Pero el jardín, creo que había algo en el jardín…
»¿Las flores? ¿Qué flores? No, no eran las flores. ¿Sería aquello de mármol? ¿El estanque para los pájaros? No, no era el estanque para los pájaros. ¿Qué más había allí? Una especie de lago, creo. Un lago. Era muy pequeño, y había peces. Sí, ya me acuerdo, era un lago para peces de colores.
»Un lago para peces de colores. Un lago para peces de colores. Repítelo. Por favor, sigue repitiéndolo. Creo que significa algo. Estoy segura. Tiene que significar algo. ¿En relación con qué? ¿Con quién? ¿Con la cara de quién? ¿Con la voz de quién?
»No me acuerdo. La única voz que recuerdo es la de mamá cuando me decía: "No te ensucies"».
Entró en el lavabo y abrió el grifo del agua caliente de la bañera.
Bevan se quedó en la cama hasta bien pasado el mediodía. Tenía el estómago revuelto y le quemaba la garganta. Una muchacha de color le subió una bandeja, intentó comer algo, pero sintió náuseas y dijo que lo que de veras le hacía falta era tomarse otra copa. La muchacha salió y, minutos después, regresó con un whisky doble y una jarrita de agua helada. El whisky le infundió ánimos; le pidió a la chica que le trajera una botella y una jarra grande. Cuando la muchacha se disponía a salir, James cambió de idea y le comentó:
—Veamos si puedo aguantar hasta esta noche.
La muchacha se fue y él se quedó solo en la habitación. Se preguntó dónde estaría Cora. Y acto seguido se dijo que no importaba dónde estaba o qué hacía. Se quedó un rato más sentado en la cama, fumando y mirando la ventana abierta deseando que entrara la brisa. Hacía un calor terrible. Estaba a mediados de febrero y pensó en la gente que se congelaba en Nueva York mientras ahí, en Jamaica, hacía más de treinta y dos grados. Un haz de sol caribeño, amarillo y cegador cortó el percal amarillo pálido que le cubría las rodillas levantadas. Y por la ventana entró algo más; era un mosaico de sonidos suaves y agradables provenientes de la piscina. Saltó de la cama y se asomó por la ventana.
Los vio allá abajo; eran turistas norteamericanos y británicos con gafas de sol y atuendos playeros cuidadosamente seleccionados. Incluso desde esa distancia se adivinaba que eran gente adinerada y de buena educación. Se divertían y su diversión era limpia y tranquila; no había fanfarrones en el trampolín, ni acróbatas aficionados en la arena, ni tampoco taparrabos. La conversación y las risas eran moderadas y se fundían con el diseño sereno de la piscina y sus alrededores. En su conjunto, se trataba de una escena plácida de gente plácida que se lo pasaba bien. Sintió ganas de ponerse el bañador, para bajar y unirse a ellos.
Y mientras miraba desde la ventana abierta, supo que en la escena aquella había algo que no funcionaba. «Lo que quieres decir —pensó—, es que hay algo que no funciona en el observador. Que tú no perteneces a ese grupo. Que ese ambiente es estrictamente para individuos sobrios que saben comportarse. Y que este tipo al que le fallan las rodillas y que tiene el cerebro reblandecido por la ginebra es un perfecto ejemplo de autodestrucción, un perfecto fracaso…».
—A la mierda con el ruido —murmuró en voz alta. Pero el sonido de su propia voz, quemada por la ginebra y retorcida por la angustia, contrastó tristemente con los sonidos alegres y despreocupados provenientes de la piscina, la arena y el jardín. Se alejó de la ventana y vio la radio que había sobre la mesilla, entre las camas gemelas. La encendió y oyó un cantante de calipso que suplicaba a sus vecinos que dejaran de robarle cosas de la cocina porque su mujer estaba adelgazando mucho. No era un calipso de buena calidad.
El calipso continuó durante unos diez minutos más, se produjo una interrupción en el programa y acto seguido le llegó la transmisión de un partido de criquet entre un equipo jamaicano y otro inglés. El comentarista era muy técnico, y Bevan sabía muy poco de criquet y no tenía ni idea de lo que el tipo decía. Pero continuó escuchando e intentó seguir la retransmisión concentrándose en los jugadores para no pensar en sí mismo.
—Una puntuación espléndida —dijo el comentarista—. Para Baxter significa…
«Bravo por Baxter —dijo para sí mientras el comentarista indicaba la puntuación—. Aunque no pueda decir bravo por Bevan. Fumemos otro cigarrillo. No, eso no mejorará las cosas. Probemos una ducha fría».
Se duchó, se afeitó y se vistió. Luego se desvistió y se puso el bañador. Luego se quitó el bañador y volvió a vestirse. Se ató los zapatos primero lentamente, manipulando con maña los cordones, y luego muy deprisa e instintivamente porque su cerebro se había concentrado en otra cosa que debía hacer.
Debía asomarse otra vez a la ventana. Así lo hizo, y dirigió la mirada a lo que había visto antes pero no había querido notar. Reacción retardada, pensó, concentrándose en el bañador naranja pálido que llevaba ella y en su cabello rubio que brillaba hasta parecer blanco bajo el sol de justicia. Estaba sentada en una hamaca, cerca del borde de la piscina y mentalmente le dijo: «Hola Cora». La vio volver la cabeza para hacerle un comentario al hombre que estaba sentado en la hamaca contigua. Mentalmente, Bevan le dijo: «Hola, Nariz Achatada». Pero supo que el apodo era una exageración, que la nariz de aquel hombre no era tan achatada. Probó a llamarlo Pelo de Zanahoria, pero tampoco le pareció adecuado. El color zanahoria era más bien oscuro, no era ese tono naranja rojizo estridente que automáticamente le hubiera hecho acreedor del mote Pelo de Zanahoria. «De todos modos —se dijo—, el nombre no tiene importancia. Lo importante es que están ahí, sentados el uno junto a la otra. Mírala, fíjate cómo le sonríe. Él le habla y ella le presta mucha atención.
»Tío, será mejor que bajes y acabes con el asunto antes de que empiece. O tal vez ya haya empezado. Sí, más te vale que lo reconozcas; ha empezado ya. Empezó anoche cuando él intervino para echar una mano, y asistir caballerosamente a la dama llorosa que no podía con el borracho de su marido. En fin, así es como suele ocurrir. En este caso era de esperar que tarde o temprano se produjera. Era lógico que algún día ella se encontrara con algún otro. Mejor dicho, con el señor Alguien que pasa a ocupar el lugar del señor Cero. Tiene su lógica; además es funcional. Pues bien, pongámosle fin ahora mismo.
»Pero míralos; la cosa sigue su curso. Fíjate qué interesada se muestra ella. No puede quitarle los ojos de encima. Si hasta podrías medir las vibraciones que hay entre los dos. ¿O será tu imaginación? No, no lo creo. Se trata de una vibración con todas las de la ley; es como un dolor que late y late y empeora por momentos. Si no acabamos con esto…».
«Si no acabo con esto —pensó Cora—, temo que pase algo. Sé que a va pasar algo. Pero si está pasando ya y no puedo romper con ello, a menos que me levante de la hamaca y me aleje de él. No puedo hacer una cosa así. ¿Por qué no? Porque no estaría bien. Sería de muy mala educación. Pero ésa no es la respuesta. La respuesta es que estás encadenada a esta hamaca y que no te puedes mover».
Estaba allí sentada, en la hamaca, junto al hombre corpulento de nariz ligeramente achatada y cabello color zanahoria, que estaba sentado con las piernas cruzadas de modo tal que resaltaban al máximo sus muslos musculosos. Llevaba un bañador color azul marino y sandalias de cuero del mismo tono. Su pecho desnudo estaba poblado de pelo así como sus brazos y el dorso de sus grandes manos que al hablar utilizaba con una expresividad moderada.
Hablaba de teatro. Le comentaba a Cora acerca de una estupenda representación de Ibsen que había visto hacía poco en Nueva York. Le decía que la Bankhead hacía una maravillosa interpretación y, por supuesto, Le Gallienne era siempre superlativa, e incluyó también a Cornell y a Nazimova. Pero el mejor Ibsen que había visto jamás —dijo— era la interpretación de Bankhead en
Hedda Gabbler
.
—Lo vi por televisión —comentó Cora.
—¿Y surtió efecto en los telespectadores?
—No estuvo mal.
—No me gustaría verlo por televisión. Si quiero ver la obra ha de ser en el teatro. Y por lo menos en la cuarta fila.
—¿Y si no consigue entradas para la cuarta fila?
—Siempre las consigo si me lo propongo.
Permanecieron en silencio durante unos instantes, y luego, él continuó hablando de Ibsen. Lo comparó con algunos de los modernos y dijo que algunos dramaturgos modernos eran bastante buenos, pero que no alcanzaban el nivel de Ibsen. Para expresarlo, dijo que estos autores modernos utilizaban mucho los golpes cortos de izquierda y que de vez en cuando lograban voltearte con un derechazo a la mandíbula. Pero el único que podía darte bien fuerte y dejarte noqueado en el suelo era Ibsen. Le comentó que era la misma sensación producida al oír un disco de John McCormack. Le dijo que tenía muchos discos de John McCormack y que otro de sus favoritos era Chaliapin. Aseveró enfáticamente que ninguno de los cantantes modernos alcanzaba el nivel de esos dos.
Durante un rato habló de cantantes y después volvió a Ibsen, pero ella no lograba seguir lo que le decía. Se quedó allí sentada, mirándolo directamente, sin oír las palabras que salían de su boca, escuchando sólo el sonido de su voz gruesa y retumbante que parecía cernirse sobre ella como un trueno proveniente de todas las direcciones. Y de repente se le olvidó quién era aquel hombre.
Se olvidó de que le había dicho que se llamaba Atkinson y que vivía en Nueva York, así como todo lo demás que le había contado. Era como si careciese de identidad; no era más que un hombre grande, de cara ruda, pecho peludo y manos enormes. Le miró las manos inmaculadamente limpias con las uñas cortas y pulidas. Intentó dejar de mirárselas, pero no pudo; su cerebro era como una pantalla que le mostraba las manos acercándose a ella con los dedos agarrotados y sucios y las uñas ennegrecidas. Oyó el eco lejano de una voz que le decía: «No podrás huir. Es tan grande… tan rudo…».