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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Aventuras, romántico

Desde donde se domine la llanura (4 page)

BOOK: Desde donde se domine la llanura
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La niña, tras mirar a su compañero de diabluras, que estaba blanco por los gritos de Duncan, dijo para sorpresa de todos:

—Brodick. Él llegó más alto. —Y acercándose a él, le dio un beso en la mejilla—. Has ganado esta vez, pero no esperes que la próxima te deje ganar.

—Johanna, no habrá próxima vez —rugió Duncan, incrédulo.

—Pero, papiiiiiiiiiiiiii…

Megan, interponiéndose entre los dos mientras veía cómo algunos observaban la situación, le guiñó el ojo a su hija y le dijo con voz seria:

—Johanna, como dice tu padre, ¡no habrá próxima vez! ¿Entendido? —Sí, mami.

Con una radiante sonrisa, Megan miró a su cuñado y a su marido. —¿Os apetece beber algo? —preguntó.

—Sí, toneladas de cerveza —rió Niall, divertido por la estrategia de su cuñada.

—Y tú, Duncan, ¿quieres algo?

Él la miró y negó con la cabeza. A Megan se le marcaban las arruguitas en la comisura de los labios cuando aguantaba la sonrisa. Adoraba a esa mujer por encima de todo en su vida. Segundos después, tras guiñarle un ojo con comicidad, ésta se marchó con Gillian y los niños, y la gente se dispersó.

—Duncan —suspiró Niall con la pequeña Amanda aún en brazos—, creo que tu vida, con las mujeres que te rodean, será una auténtica guerra.

—Lo sé, hermano…, lo sé —respondió el hombre, observando a su mujer con deleite.

—Tranquilo, papi. Yo te defenderé con mi espada —dijo Amanda. Duncan y Niall comenzaron a reír, y tras coger a su hija de los brazos de su hermano y darle un sonoro beso en la mejilla, la soltó, y ésta corrió tras su madre.

—¿Te has dado cuenta de lo valientes y guerreras que son mis mujeres? —dijo con orgullo Duncan.

—Sí, hermano, sí. Son joyas difíciles de encontrar.

Capítulo 5

Tras el episodio del árbol, y cuando todos parecían haberse olvidado de lo ocurrido, Gillian y Megan hablaban con tranquilidad sentadas en un gran banco de madera.

—Pero tú has visto cómo beben esos bestias —susurró Gillian, mirando cómo bebían los hombres de Niall.

—Son
highlanders
, Gillian. ¿Qué esperas de ellos? Aquel comentario las hizo sonreír, hasta que varias jóvenes de Dunstaffnage pasaron junto a los hombres y éstos comenzaron a gritar las mayores burradas que nunca hubieran oído.

—¡Por todos los santos! —gruñó Gillian—, a esa pandilla de barbudos les falta educación. ¡Qué vulgares!

Megan los conocía y asintió. En más de una ocasión, habían visitado a Niall en Skye y había sufrido sus mordaces comentarios, hasta que un día Duncan le puso el acero en el cuello a uno de ellos; a partir de ese momento, la respetaron.

—Sí, Gillian, tienes razón. Los hombres de Niall no tienen modales. En Duntulm no hay mujeres decentes. Ninguna quiere vivir allí, y sólo tratan con las fulanas que suelen visitar.

—Y a veces ellas son más groseras que ellos, os lo puedo asegurar —dijo Christine, acercándose.

Megan sonrió. A diferencia de su hermana Diane, Christine era encantadora y una muchacha de acción como ellas. Se la presentó a Gillian.

—Siéntate aquí con nosotras. Decíamos que los guerreros de Niall son terribles.

—Yo oí hace tiempo que la gran mayoría son asesinos —indicó Gillian sin quitarles el ojo de encima.

Christine sonrió.

—Os doy la razón en que tienen unos modales deplorables, pero, Gillian, no creas todo lo que se dice. Esos hombres, con esas pintas tan horribles, esas barbas y esos malos modales, son buenas personas. No son asesinos despiadados como dicen. Todos ellos, tanto irlandeses como escoceses, tenían una familia que perdieron luchando por sus ideales y sólo necesitan un poco de cariño para volver a ser los hombres juiciosos que seguramente fueron.

—¿Tanto les conoces como para hablar así de ellos? —preguntó, sorprendida, Megan.

Christine, mirando hacia aquellos salvajes, sonrió.

—Apenas les conozco, Megan, pero he podido comprobar que las desgracias de uno son de todos. Y las pocas veces que los he necesitado me han ayudado sin pedir nada a cambio. Y eso dice mucho en su favor para mí.

De pronto, se oyó la voz chirriante de Diane. Parecía muy enfadada con su criada.

—Disculpadme, pero tengo que ir a salvar a la pobre Alice. Seguro que la boba de mi hermana se ha roto una uña, y la está culpando a ella —dijo Christine con rapidez, haciéndolas sonreír.

Tras cruzar una graciosa mueca con ellas, se levantó y se marchó, y Megan y Gillian volvieron a centrar su atención en las voces obscenas de aquellos hombres. Entonces, la pobre y asustada Lena llegó hasta ellas.

—Lady Gillian, vuestro hermano os requiere en su sala privada.

—¿Ahora? —preguntó, molesta.

—Eso me ha dicho.

Gillian resopló y dijo a la criada:

—De acuerdo, Lena. Dile a Axel que en cuanto acabe con unos asuntos iré. Cuando se marchó, Lena pasó corriendo junto a los hombres de Niall, que volvieron a vocear.

—Te juro que, como me digan algo que no me guste, les arranco los dientes —indicó Gillian, levantándose.

Con una sonrisa en el rostro, Megan la cogió del brazo.

—Tranquila, soy la mujer del Halcón y me conocen. Pasaron junto a ellos, y los hombres no levantaron la voz, aunque agudizando el oído Gillian oyó:

—A la rubia, si me la encontrara en un bosque, le subiría el vestido y la haría mía una y otra vez.

Ofendida, Gillian se volvió hacia ellos rápidamente. —¿Quién ha dicho semejante obscenidad? —preguntó. Todos se quedaron callados. Junto a aquella pequeña mujercita estaba la mujer del

Halcón, y sabían qué ocurriría si ésta se sentía ofendida. Al ver que ninguno decía nada, Gillian cogió una espada que había sobre uno de los barriles de cerveza, y tras un mandoble de tanteo al aire, puso el acero contra el cuello de uno de los barbudos y repitió entre dientes:

—He preguntado quién ha dicho semejante barbaridad. Los hombres, al ver que aquella muchacha menuda pero con cara de pocos amigos, apretaba la espada contra el cuello del bueno de Sam, rápidamente reaccionaron y varios a la vez se culparon de lo dicho.

—Yo. He sido yo.

—No. He sido yo —dijo otro.

—De eso nada —reaccionó otro de pelo rojo—. He sido yo. Durante unos instantes, uno tras otro asumieron la culpabilidad, y Gillian recordó las palabras de Christine: «… las desgracias de uno son de todos». Por ello, bajó el acero, pero siseó:

—Tened cuidado con vuestras lenguas, si no queréis que os las corte. Dejando la espada donde estaba, se volvió y, tras guiñar un ojo a Megan, comenzaron a caminar.

—Pobrecillos, ¡nunca habrían esperado que una pequeña mujercita como tú les asustara!

Ufanas, se miraron y rieron. Pero antes de llegar a su destino se sorprendieron cuando vieron a Niall entrar con paso rápido por la puerta del castillo y a Duncan, enfadado, detrás. A una distancia prudencial de ellas, se pararon y comenzaron a discutir.

—Verdaderamente parece un hombre de las cavernas —susurró Gillian al observar la pinta tosca de Niall, cuyas barbas eran tan parecidas a las de sus hombres.

—Pero sabemos que bajo todo ese pelo hay un hombre guapo y atractivo —rió Megan.

—No exageres. Tampoco es para tanto.

Entonces, Megan le dio un manotazo en el trasero. —¡Ah! —se quejó Gillian, y Megan sonrió.

Niall era tan alto como su hermano. Sus anchos hombros, su amplio torso y sus piernas fuertes le hacían imponente. Y aunque Gillian no lo quisiera reconocer, vestido con aquella camisa blanca y esos pantalones de cuero oscuros, era deseable. Pero aquellas barbas que ocultaban sus carnosos labios y aquel pelo recogido en una burda coleta no le hacían justicia. Él era un hombre de cinceladas y marcadas facciones masculinas, de nariz recta, y unos ojos almendrados de un tono marrón exquisito. Pero todo quedaba oculto bajo esa enorme y espesa barba.

Aguzaron el oído, pero no lograron entender nada. Discutían, pero hablaban tan cerca uno de otro que no se podía oír nada. Al final, Niall, airado, entró en el castillo, y Duncan, tras maldecir, fue detrás de él.

—¿Tú sabes lo que pasa?

—No tengo ni idea —respondió Megan, encogiéndose de hombros. No sabía qué ocurría, pero por el gesto de Duncan y el enfado de Niall intuyó que no era nada bueno—. Vamos, te acompaño.

Con paso rápido, llegaron hasta la arcada de la sala, y tras llamar con los nudillos, entraron para encontrarse con Axel, Magnus, Duncan y Marlob.

—¿Ocurre algo? —preguntó Gillian, preocupada, acercándose a ellos.

—¡Siéntate! —le ordenó Axel con voz grave. Las mujeres se miraron, y Gillian, molesta, preguntó:

—¿Por qué me hablas así? ¿Qué he hecho ahora?

—Siéntate —repitió su abuelo Magnus para desconcierto de la joven. Gillian miró a Megan y tomándola de la mano la obligó a sentarse junto a ella.

Pasados los primeros momentos en los que sólo se oían las risas de fuera y el crepitar del fuego, Gillian, al ver que ni su abuelo ni su hermano decían nada, dijo:

—No sé a qué viene esto, pero si es porque me he subido al árbol para bajar a los niños, creo que mi actitud es más que comprensible. —Como ninguno decía nada, continuó—: Si es por blandir la espada y golpear al mequetrefe de August Andersen, ya le he contado al abuelo que lo hice en defensa propia. Ese idiota intentó besarme y, ¡Dios!, casi me muero del asco.

Megan, al ver que ninguno contestaba, salió en su defensa.

—En su caso, yo habría hecho lo mismo. —Duncan la miró y sonrió.

—No tiene que ver con eso —susurró Axel, que no paraba de dar vueltas por la habitación.

Cada vez más confundida, Gillian gritó:

—¡Maldita sea, Axel! ¿Quieres decirme de una vez qué ocurre? Su hermano, con gesto contrariado, fue a hablar pero Magnus, su abuelo, se adelantó y se sentó frente a la muchacha cogiéndole de la mano.

—El día de tu bautizo, hace veintiséis años, tus padres llegaron a un acuerdo con Keith Carmichael del que nunca más se volvió a hablar, y que tanto tu hermano como yo desconocíamos. —Le entregó un papel viejo y arrugado para que ella lo leyera—. El acuerdo era que, si al día siguiente de tu vigésimo sexto cumpleaños eras viuda o no habías contraído nupcias, y su hijo Ruarke Carmichael no se había desposado, vuestros destinos se unirían en matrimonio.

Megan, con la boca abierta, observó a su amiga, que con la cabeza agachada leía el papel. Sin que pudiera pestañear, Gillian miró la firma de su padre, y el estómago se le encogió.

—¡No…, no…, no! —gritó, tirando el papel. Se levantó y se encaró a su hermano, que estaba apoyado en la mesa—. No pensarás ni por un momento que me voy a casar con ese ridículo y absurdo papanatas de Ruarke, ¿verdad?

Axel no contestó, lo que enfadó aún más a Gillian, que volvió a gritar:

—No, no me casaré con ese hombre. Antes prefiero casarme con…, con…, con…

—¿Con quién, Gillian? ¿Con alguno de los mozos de cuadra con los que en ocasiones te han visto divirtiéndote? —preguntó Axel, malhumorado. Ella lo miró, pero no respondió. Estaba harta de los bulos que sobre su persona se propalaban por el simple hecho de que entrenaba con aquellos hombres, incluso con los guerreros McDougall en la liza.

A Axel no le hacía ninguna gracia pensar en su hermana casada con Carmichael. No le gustaban ni él ni su padre. Pero aquel maldito papel así lo ordenaba y poco se podía hacer.

Megan miró a su marido en busca de ayuda, y de pronto, vio a Niall sentado en el fondo de la habitación mirándolas. Entonces, su esposo se llevó el dedo a los labios para indicarle que callara. Incrédulo, Duncan comprobó que ella asentía y no decía nada.

Con rapidez, Gillian comenzó a pensar en algunos de sus ridículos pretendientes. Pero el solo hecho de pensar en ellos le revolvía el estómago; mientras, su abuelo Magnus la miraba con gesto triste. El silencio se hizo dueño de la sala en tanto todos la contemplaban, hasta que ella, desesperada, levantó la vista y miró a su amiga.

—¡Maldita sea! Megan, ¿qué hago? —Sin darle tiempo a responder murmuró apoyándose en la mesa mientras los hombres la miraban—. Con Robert Moning no me puedo casar porque es medio tonto y no…, no puedo.

—Lo es —afirmó Megan.

—Sinclair McMullen es…, es… un sinvergüenza… encantador…, pero es un sinvergüenza.

—No hay duda —volvió a asentir Megan, ganándose una mirada de su marido.

—Homer Piget… es un ser despreciable. Y antes de casarme con él, ingreso en una abadía.

—Yo lo haría también —asintió Megan, haciendo reír a su marido.

—Wallace Kinsella me odia. Recuerdo que… —Megan recordó que Gillian se había atrevido a romperle los pantalones por el trasero con la espada y sonrió.

—Sí, Gillian… Wallace; olvídalo.

—James Culham ya se ha casado. Darren O’Hara… ¡Oh, Dios, qué asco de hombre! —exclamó, mirando a su amiga—. No sé quién es peor si Ruarke o Darren. Gregory Pilcher… No, no, ése huele a tocino rancio.

—Sí —asintió de nuevo Megan.

—Scott Campbell huye de mí desde el día en que lo maniaté y lo dejé a merced de los lobos.

—Sí… Mejor no pensemos en él —rió con picardía Megan.

—Kevin Lancaster… no me puede ni ver. Roarke Phillips me odia tanto como yo a él. Kudran Jones…

—No, ése no —dijo Megan—. Kudran se casó hace un tiempo. —¡Oh!…, es verdad —asintió Gillian. Y tapándose la cara con las manos, gruñó—:

¡Maldita sea!, no se me ocurre ninguno más.

Los ancianos Magnus y Marlob se miraron, y Megan entendió lo que ambos pensaban. Por ello, pese al gesto de horror de su marido y de Axel, dijo:

—Gillian, yo conozco un pretendiente y no lo has nombrado. Axel y Duncan se miraron y maldijeron. Niall, al entender lo que iba a hacer Megan, la miró y negó con la cabeza desde el fondo de la habitación. La mataría más tarde.

—¿Quién? —preguntó Gillian. Pero antes de que su amiga mencionara el nombre, gritó—: ¡¿Niall?! ¡Oh, Megan! ¿cómo se te puede ocurrir algo así? Ese…, ese… patán barbudo es el peor de todos los hombres que he conocido.

—No es un patán barbudo —negó Megan.

—Muy bien dicho, muchacha —asintió Marlob, defendiendo a su nieto. Pero Gillian, más histérica que instantes antes, gritó fuera de sí:

—¡Nunca! No me casaré con él. ¡Nunca! Antes me caso con Ruarke, me interno en una abadía o me quito la vida. Él es un ser despreciable, al que odio y no soporto ver. Nunca; repito: nunca me casaré con él.

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