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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

Desde el abismo del tiempo (3 page)

BOOK: Desde el abismo del tiempo
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Bradley encabezaba la marcha cuando se topó de repente con una grotesta criatura de titánicas proporciones. Agazapado entre los árboles, que ahora comenzaban a reducirse, Bradley vio lo que parecía ser un dragón enorme devorando el cadáver de un mamut. Desde sus poderosas mandíbulas hasta la punta de su larga cola mediría más de doce metros de longitud. Su cuerpo estaba cubierto con placas de gruesa piel que tenían un enorme parecido con las placas de una armadura.

La criatura vio a Bradley casi en el mismo momento en que él la veía y se alzó sobre sus enormes patas traseras hasta que su cabeza se elevó a más de siete metros del suelo. De las cavernosas mandíbulas surgió un sonido sibilante igual al del vapor de las válvulas de seguridad de media docena de locomotoras, y entonces la criatura se abalanzó hacia el hombre.

—¡Dispersaos! -gritó Bradley a los que le seguían, y todos menos Tippet acataron la orden.

Tippet se quedó como aturdido, y cuando Bradley vio que corría peligro, también él se detuvo y se dio media vuelta para enviar una bala contra el enorme corpachón que se abría paso entre los árboles hacia él. La bala alcanzó a la criatura en el vientre, donde no tenía protección, provocando una nueva nota que se alzó hasta convertirse en alarido. Fue entonces cuando Tippet pareció salir de su trance, pues con un grito de terror se dio media vuelta y corrió hacia la izquierda. Bradley, al ver que tenía una oportunidad tan buena como la de los demás para escapar, dirigió ahora su atención a su propia seguridad. Como el bosque parecía más denso a la derecha, corrió en esa dirección, esperando que los árboles arracimados impidieran la persecución del gran reptil.

El dragón dejó de prestarle atención, sin embargo, pues la súbita carrera de Tippet hacia la libertad había atraído su curiosidad. Y detrás de Tippet fue, derribando árboles pequeños, desenraizando los matorrales y dejando tras de sí la estela de un pequeño tornado.

Bradley, en el momento en que descubrió que la bestia perseguía a Tippet, la siguió. Tenía miedo de disparar por temor a herir al hombre, y por eso no los alcanzó hasta el mismo momento en que el monstruo saltaba hacia su amigo. Los afilados espolones de los miembros delanteros agarraron al pobre Tippet, y Bradley vio cómo el desgraciado era elevado del suelo mientras la criatura se alzaba de nuevo sobre sus patas traseras, transfiriendo inmediatamente el cuerpo de Tippet a sus mandíbulas abiertas, que se cerraron con un sonido aplastante y enfermizo mientras los huesos de Tippet se rompían bajo los grandes dientes.

Bradley alzó su rifle para disparar otra vez y entonces lo bajó, meneando la cabeza. No se podía hacer nada por Tippet, ¿por qué malgastar una bala que Caspak no podría reemplazar nunca? Si pudiera escapar ahora sin llamar la atención del monstruo sería más inteligente que desperdiciar su vida buscando una venganza inútil. Vio que el reptil no miraba en su dirección, y por eso se deslizó sin hacer ruido tras el tronco de un gran árbol y desde allí se encaminó en la dirección que creía habían tomado los demás. Cuando llegó a una distancia que consideró segura, se volvió y miró hacia atrás. Medio oculta por los árboles, todavía podía ver la enorme cabeza y las gigantescas mandíbulas de la que sobresalían las piernas flácidas del muerto. Entonces, como golpeada por el martillo de Thor, la criatura se desplomó en el suelo. La bala de Bradley, tras penetrar el cuerpo a través de la suave piel del vientre, había matado al titán.

Unos minutos más tarde, Bradley encontró a los demás miembros de la partida. Los cuatro regresaron cautelosamente al lugar donde yacía la criatura, y después de convencerse de que estaba muerta se acercaron a ella. Sacar los restos triturados de Tippet de las poderosas mandíbulas fue una labor ardua y repugnante, y los hombres trabajaron en su mayor parte en silencio.

—Fue obra de una banshee, desde luego -murmuró Brady-. Advirtió al pobre Tippet, vaya si no.

—Lo mató, eso es lo que hizo, y matará a algunos de nosotros -dijo James, su labio inferior temblando.

—Si fue un fantasma -intervino Sinclair-, y no digo que lo fuera, pero si lo fue, bueno, podría tomar cualquier forma que quisiera. Podría haberse convertido en esta cosa, que no es un ser natural, sólo para acabar con el pobre Tippet. Si hubiera sido un león o algo más parecido a un humano no parecería tan extraño. Pero esta cosa no parece humana. Nunca ha habido una criatura así.

—Las balas no matan a los fantasmas -dijo Bradley-, así que esta cosa no pudo ser un fantasma. Además, los fantasmas no existen. He estado intentando situar a esta criatura. Y me acabo de dar cuenta. Es un tiranosaurio. Vi la foto de un esqueleto en una revista. Hay uno en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Me parece que decía que lo encontraron en un lugar llamado Hell Creek, en el oeste americano. Se supone que vivió hace seis millones de años.

—Hell Creek está en Montana -dijo Sinclair-. Yo fui vaquero en Wyoming, y he oído hablar de Hell Creek. ¿Cree que este bicho tiene seis millones de años? -su tono era escéptico.

—No -replicó Bradley-. Pero eso indicaría que la isla de Caprona ha permanecido casi sin cambiar desde hace más de seis millones de años.

La conversación y la seguridad de Bradley de que la criatura no tenía ningún origen sobrenatural ayudó a elevar un poco el ánimo de los hombres. Y entonces llegó otra diversión en la forma de ansiosos depredadores atraídos al lugar por el sorprendente sentido del olfato que los había llevado a presencia de carne, muerta y preparada para ser devorada.

Fue una batalla constante mientras cavaban una tumba y consagraban los restos mortales de John Tippet al que sería su último lugar de solitario descanso. No quisieron marcharse, sino que se quedaron hasta dar forma a una ruda lápida hecha con un bloque de piedra y recoger un puñado de hermosas flores que crecían en profusión alrededor y amontonar la tumba recién hecha con sus brillantes capullos.

En la lápida, Sinclair grabó con rudos caracteres las palabras:

 

AQUÍ YACE JOHN TIPPET, INGLÉS

MUERTO POR UN TIRANOSAURIO

16 DE SEPTIEMBRE DE 1916

R.I.P.

 

Y Bradley pronunció una corta oración antes de que dejaran a su camarada para siempre.

Durante tres días el grupo se dirigió al sur a través de bosques y prados y grandes zonas llanas donde pastaban incontables animales herbívoros: ciervos y antílopes y bos y pequeños ecca, la especie más pequeña de caballo caspakiano, del tamaño aproximado de un conejo. Había también otros caballos; pero todos eran pequeños, siendo el más grande de poco más de ocho palmos de altura. Los herbívoros sufrían constantemente el acoso de los depredadores, grandes y pequeños: lobos, hyaenadones, panteras, leones, tigres y osos además de varias grandes y feroces especies de vida reptilesca.

El 12 de septiembre la partida escaló unos acantilados de piedra caliza que cruzaban su ruta hacia el sur; pero lo hicieron sólo después de un encuentro con la tribu que habitaba las numerosas cuevas que horadaban la superficie de la montaña. Esa noche acamparon en una llanura rocosa que estaba escasamente salpicada de arbustos, y una vez más fueron visitados por la extraña aparición nocturna que ya los había llenado de innombrable terror.

Igual que la noche del 9 de septiembre, la primera advertencia la dio el centinela que montaba guardia mientras sus compañeros dormían. Un grito de terror reforzado por el disparo de un rifle hizo que Bradley, Sinclair y Brady se pusieran en pie a tiempo para ver a James, con la culata del rifle, batallar contra una figura vestida de blanco que flotaba con sus alas desplegadas por encima de la cabeza del inglés. Mientras corrían, gritando, comprendieron que la extraña y terrible aparición pretendía apoderarse de James, pero cuando vio que los demás acudían a su rescate, desistió, y se marchó aleteando, sus largas alas irregulares produciendo aquellas peculiares notas que siempre caracterizaban el sonido de su vuelo.

Bradley disparó a la amenaza de su paz y seguridad mientras se desvanecía en el aire. Pero ninguno pudo decir si lo alcanzó o no, pues después del disparo oyeron el mismo gemido penetrante que en otras ocasiones les había helado la sangre en las venas.

Entonces se volvieron hacia James, que yacía boca abajo en el suelo, temblando como en estado febril. Durante un rato no pudo ni siquiera hablar, pero por fin recuperó la suficiente compostura para decirles cómo la criatura debió cernirse sobre él desde arriba y desde atrás, ya que la primera premonición de peligro que había recibido fueron las largas uñas como garras que lo agarraron por los brazos. En el forcejeo el rifle se disparó y él se zafó al mismo tiempo y se volvió para defenderse con la culata. El resto ya lo habían visto.

Desde ese momento James fue un hombre absolutamente roto. Con labios temblorosos dijo que su destino estaba sellado, que la criatura lo había marcado ya, que valía tanto como muerto, y ningún argumento ni discusión consiguió convencerlo de lo contrario. Había visto a Tippet marcado y reclamado y ahora él había sido marcado también. Sus constantes referencias a esta creencia tuvieron su efecto en el resto del grupo. Incluso Bradley se sintió deprimido, aunque por el bien de los demás consiguió ocultarlo bajo un alarde de seguridad que distaba mucho de sentir.

Y al día siguiente, el 13 de septiembre de 1916, William James murió al ser atacado por un tigre de dientes de sable. Bajo un árbol en la llanura pedregosa al norte del país de los sto-lu en la tierra que el tiempo olvidó, yace en una tumba solitaria marcada por una burda lápida.

Tres hombres sombríos y silenciosos marcharon entonces hacia el sur. Según los cálculos de Bradley estaban a unos cuarenta kilómetros de Fuerte Dinosaurio, al que podrían llegar al día siguiente, por lo que siguieron avanzando hasta que la oscuridad los cubrió. Con la precaria seguridad que les daba estar a algo más de veinte kilómetros, acamparon por fin, pero ya no cantaban ni bromeaban. En el fondo de sus corazones, cada uno rezaba por poder sobrevivir a esta noche, pues sabían que durante el día harían el último trecho y sentían la tensión de que aquella horrible cosa pudiera caer sobre ellos desde el negro cielo, marcando a otro de ellos. ¿Quién sería el siguiente?

Como era su costumbre, hicieron turnos para montar guardia, cada hombre veló dos horas y luego despertó al siguiente. Brady hizo la guardia de ocho a diez, seguido por Sinclair de diez a doce, y luego despertó Bradley. Brady haría la última guardia de dos a cuatro, ya que habían decidido que en el momento en que hubiera luz suficiente para asegurarles una seguridad relativa se pondrían en marcha.

El chasquido de una rama despertó a Brady de un sueño profundo, y cuando abrió los ojos vio que era plena luz del día y que a veinte pasos de él se encontraba un león enorme. Cuando el hombre se ponía en pie de un salto, el rifle preparado en la mano, Sinclair despertó y advirtió lo que sucedía con una rápida mirada. El fuego se había apagado y no se veía a Bradley por ninguna parte. Durante un largo instante el león y los hombres se miraron. A los hombres no les habría importado no disparar si la bestia se hubiera ocupado de sus propios asuntos: bien que se habrían alegrado de dejarlo marchar si hubieran podido, pero el león pensaba diferente.

De repente la larga cola se alzó erecta, y como si hubieran estado unidos, los rifles hablaron al unísono, pues ambos hombres conocían demasiado bien esta señal: el inmediato heraldo de un ataque mortal. Como el león tenía alzada la cabeza, su espina dorsal no era visible, y por eso hicieron lo que por larga experiencia sabían que era lo mejor. Cada uno se encargó de una pata delantera, y cuando la cola se agitó, dispararon. Con un horrible rugido el poderoso carnívoro se abalanzó al suelo con las dos patas delanteras rotas. Fue cosa fácil un instante antes de que la bestia atacara: después, habría sido una hazaña casi imposible. Brady se acercó y lo remató con un tiro en la base del cráneo, no fuera a ser que sus terroríficos rugidos atrajeran a su compañera o a otros de su especie.

Entonces los dos hombres se volvieron y se miraron el uno al otro.

—¿Dónde está el teniente Bradley? -preguntó Sinclair.

Se acercaron al fuego. Sólo quedaban ascuas humeantes. A unos pocos metros se encontraba el rifle de Bradley. No había signos de pelea. Los dos hombres rodearon varías veces el campamento y en la última ronda Brady se agachó y recogió un objeto a unos diez metros de la hoguera: la gorra de Bradley.

De nuevo los dos se miraron, intrigados, y luego, simultáneamente, ambos volvieron la mirada al cielo. Un momento después Brady se puso a examinar el suelo cerca del lugar donde se encontraba la gorra de Bradley. Era una de esas yermas extensiones de arena que habían encontrado solo en esa llanura pedregosa. Las pisadas de Brady se marcaban tan claramente como la tinta negra sobre el papel blanco; pero era el único pie que había marcado la lisa superficie, No había ninguna indicación de que Bradley hubiera estado aquí, aunque su gorra yacía en el centro del terreno.

Sin desayunar, y con los nervios destrozados, los dos supervivientes se zambulleron locamente en la larga marcha del día. Ambos eran hombres fuertes, valientes, llenos de recursos, pero habían llegado al límite de la fortaleza humana y sentían que preferían morir antes que pasar otra noche al descubierto en aquella tierra terrible. En la mente de cada uno estaba vivida la imagen del final de Bradley, pues aunque ninguno había sido testigo de la tragedia, ambos podían imaginar claramente lo que había ocurrido. No lo discutieron, ni siquiera lo mencionaron, pero durante todo el día lo que más acudió a la mente de cada uno de ellos fue una imagen similar, donde eran las víctimas si no conseguían llegar a Fuerte Dinosaurio antes de que oscureciera.

Y así fueron avanzando con intrépida velocidad, sus ropas, sus manos, sus caras arañadas por los matorrales que se extendían para retrasarlos. Una y otra vez cayeron, pero siempre uno de ellos esperaba y ayudaba al otro y a ninguno se le pasó por la cabeza la tentación de abandonar a su compañero: llegarían al fuerte juntos si ambos sobrevivían, o no llegaría ninguno.

Encontraron el número habitual de bestias y reptiles salvajes, pero se enfrentaron a ellos con el valor y la intrepidez nacidos de la desesperación, y gracias a la misma locura del riesgo que corrían, salieron ilesos y con un mínimo de retraso.

Poco después del mediodía llegaron al final de la altiplanicie. Ante ellos había un descenso de sesenta metros hasta el valle de abajo. A la izquierda, en la distancia, podían ver las aguas del gran mar interior que cubre una considerable porción de la zona de la isla cráter de Caprona y un poco más al sur de los acantilados vieron una fina espiral de humo alzándose sobre las copas de los árboles.

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