Mientras uno no mirase a las demás personas, éstas no existían. Comenzaban a cobrar existencia, lo mismo que en la televisión, cuando uno fijaba la vista con ellas. Sólo entonces quedaban grabadas en la mente, antes de ser reemplazadas por nuevas imágenes. Lo mismo ocurría con él. Al mirarlo, los demás enfocaban su imagen, la ampliaban; no ser visto equivalía a tornarse impreciso hasta desaparecer gradualmente. Tal vez él, Chance, perdía mucho al limitarse a observar a los demás en la televisión sin ser visto por ellos. Lo alegró el pensamiento de que ahora, muerto el Anciano, sería visto por gente que jamás había posado la mirada en él.
* * *
Cuando oyó el teléfono que sonaba en su cuarto se precipitó a atender el llamado. Una voz de hombre le pidió que fuera a la biblioteca.
Chance se cambió rápidamente la ropa de trabajo por uno de sus mejores trajes; se peinó con esmero, se puso un par de gafas para el sol que usaba para trabajar en el jardín y subió las escaleras. En la pequeña habitación recubierta de libros un hombre y una mujer lo esperaban. Los dos habían tomado asiento detrás del escritorio sobre el cual había varias carpetas con documentos. Chance se quedó en el centro de la habitación, sin saber qué hacer. El hombre se puso de pie y se dirigió hacia él con la mano tendida.
—Soy Thomas Franklin, de la firma Hancock, Adams y Colby. Somos los abogados encargados de esta sucesión. Y la señorita Hayes —añadió, volviéndose hacia la mujer, es mi asistente.
Chance estrechó la mano del hombre y miró a la mujer. Esta le sonrió.
—La criada me dijo que en esta casa vive un hombre que trabaja como jardinero.
Franklin inclinó la cabeza hacia donde estaba Chance.
—Sin embargo, no hay ninguna anotación en los registros que indique que algún hombre —cualquier hombre— haya sido empleado por el difunto ni residido en esta casa durante los últimos cuarenta años. ¿Cuántos días hace que está usted aquí?
Chance se sorprendió de que en tantos documentos como había sobre el escritorio no se mencionara su nombre para nada; se le ocurrió que acaso tampoco se mencionaba en ellos el jardín. Titubeó antes de responder.
—He vivido en esta casa hasta donde alcanzan mis recuerdos, desde muy niño, mucho antes de que el Anciano se quebrara la cadera y empezara a quedarse en cama la mayor parte del tiempo. Estoy aquí desde antes de que crecieran los arbustos, de que instalaran el riego automático en el jardín. Desde antes de que existiera la televisión.
—¿Qué dice usted? —preguntó Franklin—. ¿Usted ha estado viviendo aquí, en esta casa, desde que era niño? ¿Y cómo se llama usted, puedo preguntarle?
Chance se sintió incómodo. Sabía que el nombre de una persona tenía mucha importancia en su vida. Por eso la gente de la televisión tenía siempre dos nombres: el propio, fuera de la televisión, y el que adoptaban cada vez que actuaban.
—Mi nombre es Chance —dijo.
—¿El señor Chance? —preguntó el abogado.
Chance asintió.
—Examinemos nuestros registros —dijo el señor Franklin.
Levantó algunos de los papeles que tenía delante de sí.
—Tengo aquí un registro completo de toda la gente empleada por el difunto o por su hacienda. Aunque al parecer había hecho testamento, no hemos podido hallarlo. A la verdad el difunto dejó muy pocos documentos personales. No obstante, sí tenemos una lista de todos sus empleados— recalcó, al tiempo que fijaba la vista en el documento que sostenía en la mano.
Chance se quedó en actitud de espera.
—Haga el favor de sentarse, señor Chance —dijo la mujer.
Chance acercó una silla hacia el escritorio y se sentó.
El señor Franklin apoyó la cabeza en una mano.
—Estoy muy sorprendido, señor Chance —dijo, sin levantar la vista del documento que estaba estudiando—, pero su nombre no aparece en ninguno de nuestros archivos. Nadie llamado Chance ha estado relacionado con el difunto. ¿Está usted seguro… realmente seguro… de haber estado empleado en esta casa?
Chance respondió con prudencia.
—Siempre he sido el jardinero. He trabajado en el jardín del fondo de esta casa toda mi vida. Desde que tengo memoria. Era un niño pequeño cuando comencé. Los árboles no habían crecido todavía y casi no había setos vivos. Mire cómo está el jardín ahora.
El señor Franklin se apresuró a interrumpirlo.
—Pero no existe el menor indicio de que un jardinero haya estado viviendo y trabajando en esta casa. Nosotros… es decir, la señorita Hayes y yo… nos hemos hecho cargo de la sucesión del difunto por disposición de nuestra firma. Todos los inventarios obran en nuestro poder. Puedo asegurarle que no hay ninguna indicación de que usted haya estado empleado aquí. No hay ninguna duda de que en los últimos cuarenta años no se dio empleo a ningún hombre en esta casa. ¿Es usted jardinero de profesión?
—Soy jardinero —contestó Chance—. Nadie conoce el jardín mejor que yo. Desde que era un niño, he sido el único que ha trabajado aquí. Hubo alguien antes de mí… un negro alto; se quedó sólo el tiempo suficiente para indicarme lo que debía hacer y para enseñarme el trabajo. Desde entonces, he trabajado solo. Yo planté algunos de los árboles —dijo, al tiempo que inclinaba el cuerpo en dirección al jardín— y las flores, limpié los senderos y regué las plantas. El Anciano acostumbraba sentarse en el jardín a descansar y leer. Pero luego dejó de hacerlo.
El señor Franklin caminó desde la ventana hasta el escritorio.
—Me gustaría creerle, señor Chance —dijo— pero, si lo que usted dice es cierto, como usted sostiene, entonces… por alguna razón difícil de desentrañar… su presencia en esta casa, su condición de empleado, no han sido asentados en ninguno de los documentos existentes. Es verdad —añadió, dirigiéndose a su asistente— que muy pocas personas trabajaban aquí; él se retiró de nuestra firma a los setenta y dos años, hace ya más de veinticinco años, cuando la fractura de cadera le impidió moverse, sin embargo —continuó— a pesar de su edad avanzada, el difunto se mantuvo siempre al tanto de sus propios asuntos y todas las personas que empleó fueron inscritas como correspondía en nuestra firma para los pagos, seguros y demás. Después de la partida de la señorita Louise, la única anotación que figura en nuestros archivos se refiere al empleo de una criada «importada»; nada más.
Yo la conozco a la vieja Louise. No recuerdo haber estado en esta casa sin ella. Todos los días me traía la comida a mi habitación y de tanto en tanto se sentaba conmigo en el jardín.
—Louise murió, señor Chance —lo interrumpió Franklin.
—Se fue a Jamaica —dijo Chance.
—Sí, pero hace poco cayó enferma y murió —acotó la señorita Hayes.
—No sabía que hubiera muerto —dijo Chance con voz queda.
—Sin embargo —insistió el señor Franklin—, todas las personas empleadas por el difunto han recibido siempre los sueldos que les correspondían. Nuestra firma estaba a cargo de esos asuntos; de ahí que estén asentados en nuestros libros todos los detalles relativos a esta propiedad.
—No conocí a nadie más que trabajara en la casa. Siempre estuve en mi habitación y trabajé en el jardín.
—Quisiera creer lo que usted me dice. Sin embargo, por lo que hace a su presencia anterior en esta casa, no tenemos el más mínimo indicio. La nueva criada no tiene idea del tiempo que ha estado usted aquí. Nuestra firma ha tenido en su poder todas las escrituras, cheques, reclamaciones por seguros, durante los últimos cincuenta años. —El señor Franklin se sonrió—. En la época en que el difunto era socio de nuestra firma, algunos de nosotros no habíamos nacido todavía o éramos muy, muy jóvenes.
La señorita Hayes se rió. Chance no comprendió el motivo de su risa.
El señor Franklin volvió a concentrarse en los documentos.
—Señor Chance, durante su empleo y residencia aquí ¿recuerda haber firmado algún papel?
—No, señor.
—Entonces, ¿en qué forma le pagaban?
—Nunca recibí dinero. Me daban la comida; muy buena, por cierto y toda la que yo quisiera. Tengo mi habitación, con una ventana que da sobre el jardín y mi baño propio. Además, hicieron colocar una puerta que da directamente sobre el jardín. Me dieron una radio primero y luego un televisor, un aparato en colores y con control remoto. Tiene, además, un mecanismo de alarma para despertarme por las mañanas.
—Conozco los aparatos a que usted se refiere —dijo el señor Franklin.
—Puedo subir al altillo y elegir cualquiera de los trajes del Anciano. Todos me quedan muy bien. Fíjense —Chance señaló su traje—. También puedo usar sus chaquetas, y sus zapatos, aunque son un poco estrechos, y sus camisas…, a pesar de los cuellos un tanto pequeños, y sus corbatas, y…
—Comprendo —lo interrumpió el señor Franklin.
—Es realmente increíble el aspecto moderno que tiene su ropa —comentó la señorita Hayes.
Chance le sonrió.
—Es sorprendente cómo la moda masculina actual se parece a la de los años veinte —añadió la mujer.
—Bueno, bueno —dijo el señor Franklin, procurando dar un tono ligero a la conversación—, ¿quiere usted dar a entender que yo no me visto a la moda?
Se volvió hacia Chance.
—¿Así, pues, sus servicios no fueron contratados de ningún modo?
—No; creo que no.
—¿El difunto no le prometió nunca un sueldo o alguna otra forma de compensación? —insistió el señor Franklin.
—No. Nadie me prometió nada. Casi nunca veía al Anciano. No bajó al jardín desde que se plantaron los arbustos en el lado izquierdo, y ya me llegan al hombro. A decir verdad, se plantaron cuando todavía no existía la televisión, sino sólo la radio. Recuerdo que mientras trabajaba en el jardín escuchaba la radio y que Louise bajó para pedirme que la pusiera más baja porque el Anciano dormía. Ya era muy anciano y estaba muy enfermo.
El señor Franklin estuvo a punto de saltar de la silla.
—Señor Chance, creo que las cosas se simplificarían si usted pudiese mostrarme algún documento de identificación de su persona en el que estuviese indicada su dirección. Podría ser un punto de partida. Una libreta de cheques, su registro de conductor, la tarjeta de socio de algún plan de seguro médico…, cualquiera de esas cosas.
—No poseo ninguna de esas cosas —dijo Chance.
—Cualquier documento en que conste su nombre y dirección y su edad.
Chance permaneció en silencio.
—¿Tal vez su certificado de nacimiento? —preguntó bondadosamente la señorita Hayes.
—No tengo ninguna documentación.
—Necesitamos alguna prueba de que usted ha vivido aquí —dijo con firmeza el señor Franklin.
—Pero —dijo Chance—, me tienen a mí. Aquí estoy yo. ¿Qué mejor prueba pueden querer?
—¿Ha estado enfermo alguna vez? Es decir, ¿ha tenido que concurrir a algún hospital o consultorio médico? Le pido que entienda, por favor —añadió el señor Franklin con voz monótona—, que todo lo que necesitamos es una prueba de que usted realmente ha trabajado y vivido aquí.
—Nunca he estado enfermo —contestó Chance—. Nunca.
Al señor Franklin no se le escapó la mirada de admiración que la señorita Hayes le dirigió al jardinero .
—Ya sé —dijo—. Dígame el nombre de su dentista.
—Jamás he visto a un médico o a un dentista. Nunca he salido de esta casa, y nunca se le permitió a nadie que me visitara. Louise salía a veces, pero yo no.
—Debo hablarle con franqueza —dijo el señor Franklin con tono fatigado—. No hay ningún registro que indique que usted haya vivido aquí, o que se le hayan abonado sueldos, o que haya tenido algún seguro médico. ¿Ha pagado usted algún impuesto?
—No —contestó Chance.
—¿Ha prestado servicios en el ejército?
—No. He visto el ejército en la televisión.
—Por casualidad, ¿tiene usted algún vínculo familiar con el difunto?
—No, por cierto.
—Suponiendo que lo que usted dice sea verdad —dijo Franklin en tono decidido—, ¿se propone usted iniciar un juicio contra la sucesión del difunto?
Chance no entendió.
—Yo estoy muy bien, señor —dijo con cautela—. Estoy bien. El jardín es un hermoso jardín. El sistema de riego por aspersión tiene unos pocos años.
—Dígame —lo interrumpió la señorita Hayes, al tiempo que se enderezaba en el asiento y echaba la cabeza hacia atrás—, ¿qué planes tiene? ¿Piensa trabajar para otra gente?
Chance se acomodó las gafas. No sabía que decir. ¿Por qué debía abandonar el jardín?
—Me gustaría quedarme aquí y trabajar en este jardín —repuso quedamente.
El señor Franklin revolvió los papeles que estaban sobre el escritorio y retiró una hoja impresa en caracteres muy pequeños.
—Es una simple formalidad —dijo, mientras le entregaba la hoja a Chance.
—¿Tendría usted inconveniente en leerla ahora y, si está de acuerdo, firmarla en el lugar adecuado?
Chance tomó el papel. Lo sostuvo con ambas manos mientras mantenía la mirada fija en él. Intentó hacer un cálculo del tiempo requerido para leer una página. En la televisión, el tiempo que se demoraba la gente para leer los documentos legales variaba. Chance sabía que debía ocultar que no sabía leer ni escribir. En la televisión, los que no sabían leer ni escribir eran objeto del ridículo o la burla. Adoptó una expresión de concentración, frunció el ceño, se tomó la barbilla con el pulgar y el índice.
—No puedo firmarlo —dijo, devolviendo la hoja al abogado—. Sencillamente no puedo hacerlo.
—Ya veo —contestó el señor Franklin—. ¿Quiere decir, pues, que usted se niega a retirar su demanda?
—No puedo firmar; eso es todo —contestó Chance.
—Como quiera —dijo el señor Franklin.
Recogió los documentos.
—Debo informarle, señor Chance —prosiguió—, que mañana al mediodía esta casa quedará cerrada. A esa hora se cerrarán con llave ambas puertas de entrada y el portón del jardín. Si realmente vive usted aquí, tendrá que abandonar la casa llevándose todos sus efectos personales.
Buscó algo en uno de sus bolsillos y retiró una pequeña tarjeta de visita.
—Mi nombre y dirección y el número de teléfono de nuestra firma figuran en esta tarjeta.
Chance tomó la tarjeta y la deslizó en el bolsillo de su chaleco. Sabía que en ese momento debía abandonar la biblioteca y retirarse a su habitación. Había en la televisión un programa vespertino que no quería perder. Se puso de pie, saludó y se fue. En la escalera tiró la tarjeta que le había entregado el señor Franklin.