—Sí, por supuesto. La acompañaré con mucho gusto.
Por un momento las facciones de Rand parecieron desdibujarse, como si su rostro se hubiese congelado. Se humedeció los labios; recorrió el cuarto con una mirada vacía. Luego la fijó en Chance.
—Gracias, Chauncey. Y, a propósito —añadió en voz baja—, si algo me llegara a ocurrir, por favor, ocúpese de ella. Tiene necesidad de alguien como usted… mucha necesidad.
Se dieron la mano y se despidieron. Chance se fue a su habitación.
* * *
En el avión que la llevaba desde Denver de regreso a Nueva York, EE estuvo pensando mucho en Gardiner. Trató de hallar un hilo conductor en los acontecimientos de los dos últimos días. Recordó que la primera vez que lo vio, después del accidente, no pareció sorprendido. Su rostro estaba desprovisto de toda expresión, y su actitud revelaba una gran calma e indiferencia. Actuó como si hubiera estado a la espera del accidente, del dolor y aún de su aparición.
Habían transcurrido dos días desde entonces, pero ella seguía sin saber quién era ni de dónde venía. Constantemente evitaba toda referencia a sí mismo. El día anterior, mientras los criados comían en la cocina y Chance estaba entregado al sueño, había revisado cuidadosamente todas sus pertenencias, sin hallar ningún documento, ningún cheque, ni dinero, ni tarjetas de crédito; ni siquiera el talón de algún olvidado billete de teatro. Le resultaba sorprendente que viajara de ese modo. Presumiblemente una oficina o un banco estaban encargados de la administración de sus asuntos personales. Pues era evidente que se trataba de un hombre de fortuna. Sus trajes hechos a su medida eran de telas excelentes; las camisas de las más delicadas sedas, estaban hechas a mano, lo mismo que sus zapatos, de cuero finísimo. Su maleta estaba casi nueva, si bien la forma y los cerrojos eran de diseño antiguo.
En varias ocasiones había intentado interrogarlo acerca de su pasado. El había recurrido a una u otra de sus comparaciones favoritas, tomadas de la televisión o de la Naturaleza. EE creyó adivinar que estaba afligido por un serio revés en los negocios, tal vez hasta la bancarrota —tan común en los tiempos que corrían— o acaso por la pérdida del amor de una mujer. Quizá había abandonado impulsivamente a la mujer y ahora seguía preguntándose si debía volver. En alguna parte del país estaba el lugar donde había vivido, su hogar, su empresa, y su pasado.
No había mencionado el nombre de ninguna persona ni se había referido a ningún lugar ni acontecimiento. EE no recordaba haber conocido a nadie que tuviera tanta confianza en sí mismo. Sólo la actitud de Gardiner revelaba su condición social y su segura posición económica.
EE no podía definir los sentimientos que despertaba en ella. Tenía conciencia de que el corazón le latía a un ritmo más acelerado, de que su imagen no se apartaba de sus pensamientos y de que le resultaba difícil dirigirle la palabra con naturalidad. Quería conocerlo y abandonarse a ese conocimiento. El evocaba en ella innumerables seres. Sin embargo, no podía descubrir ni una sola de las razones de sus actitudes, y por un breve instante le tuvo miedo. Desde el principio observó el minucioso cuidado con que él evitaba que nada de lo que le dijera a ella o a cualquier otra persona revelase de algún modo lo que pensaba de ella, de los demás, o, a decir verdad, de cualquier cosa.
Pero, a diferencia de los otros hombres con los que mantenían una relación estrecha, Gardiner no la cohibía ni la rechazaba. Pensar en seducirlo, en hacerle perder su compostura, la excitaba. Cuanto más retraído se mostraba él, más deseos sentía ella de obligarlo a que la mirase y a que se percatase de su deseo, a que la aceptase como una amante complaciente. Se veía a sí misma haciéndole el amor: en una actitud de entrega total, sin reticencias ni reservas.
EE llegó en las últimas horas de la tarde y llamó a Chance para preguntarle si podía ir a su cuarto. Él le contestó que la esperaba.
EE parecía fatigada.
—Siento mucho haber tenido que irme. Me perdí su presentación en la televisión… y lo eché de menos —murmuró con voz tímida.
Se sentó en el borde de la cama. Chance se corrió para hacerle lugar.
EE se acomodó el cabello que le caía sobre la frente y, al tiempo que lo miraba con dulzura, apoyó una mano sobre el brazo de Chance.
—¡Por favor… no me rehúya! Se lo ruego.
Se quedó inmóvil, la cabeza apoyada contra el hombro de Chance.
Chance estaba perplejo. Obviamente no tenía escapatoria. Recurrió a su memoria y recordó situaciones en la televisión en las que la mujer se insinuaba a un hombre en un diván, o en una cama o en el interior de un automóvil. Por lo general, después de un rato, aparecían muy juntos y, con frecuencia, semidesnudos. Entonces se besaban y abrazaban. Pero en la televisión no aparecía nunca lo que sucedía después; la imagen se obscurecía y era reemplazada por otra sin ninguna relación con la anterior y con total olvido del abrazo del hombre y la mujer. No obstante, Chance presentía la existencia de otros gestos y de otros tipos de uniones después de tales intimidades. Guardaba un recuerdo vago de un hombre que, hacía muchos años, se encargaba del mantenimiento del incinerador en la casa del Anciano. En varias oportunidades, después de haber terminado su trabajo, se había sentado en el jardín a beber cerveza. En una de esas ocasiones, le mostró a Chance varias fotografías de pequeño tamaño, en las que se veía a un hombre y una mujer totalmente desnudos. En una de esas fotografías, una mujer tenía en la mano el órgano inusitadamente agrandado del hombre. En otra, el miembro había desaparecido entre las piernas de la mujer.
Los comentarios del hombre acerca de lo que significaban las fotografías lo indujeron a examinarlas con mayor detenimiento. Las imágenes le produjeron un cierto desasosiego; en la televisión nunca había visto las partes ocultas de hombres y mujeres, ni esos abrazos extravagantes. Cuando el encargado se fue, Chance examinó su propio cuerpo. Su órgano era pequeño y fláccido; no sobresalía para nada. El encargado del incinerador insistía en que ese órgano cobijaba semillas ocultas que brotaban al exterior en forma de chorro cada vez que el hombre alcanzaba el placer. Aunque Chance se estimuló y masajeó el órgano, no sintió nada; ni siquiera por la mañana temprano, cuando al despertarse lo tenía ligeramente agrandado, conseguía que se endureciese. No le proporcionaba ningún placer.
Más adelante, Chance se esforzó por entender la relación que existía —de haberla— entre las partes pudendas de la mujer y el nacimiento de un niño. En algunas de las series de televisión referentes a médicos y hospitales y operaciones, Chance había visto con frecuencia el misterio del nacimiento: el dolor y sufrimiento de la madre, la alegría del padre, el cuerpo rosado y húmedo del recién nacido. Pero nunca había visto ningún programa en el que se explicara por qué algunas mujeres tenían hijos y otras, no. Una que otra vez Chance se sintió tentado de pedirle una explicación a Louise, pero nunca lo hizo. En cambio, durante un tiempo miró televisión con mayor atención. Pasado un cierto lapso se olvidó del asunto.
EE había empezado a alisarle la camisa. Tenía las manos tibias; después comenzó a acariciarle la barbilla. Chance permaneció inmóvil.
—Estoy segura… —murmuró EE— que tú debes… que tú sabes que yo quiero que tú y yo nos entendamos…
De repente, comenzó a llorar muy quedo, como un niño. Se puso a sollozar; luego sacó un pañuelo y se secó los ojos, pero continuó llorando.
Chance dio por sentado que de algún modo él era el responsable de su pena, aunque no sabía por qué. Decidió abrazarla. Ella, como si estuviera a la espera de que la tomara en sus brazos, se apoyó con fuerza contra él y ambos se desplomaron juntos en la cama. EE se inclinó sobre su pecho y su cabello rozó la cara de Chance. Lo besó en el cuello y la frente; en los ojos y en las orejas. Sus lágrimas humedecieron la piel de Chance, quien se preguntaba que debía hacer a continuación. La mano de EE se apoyó en su cintura; luego Chance sintió que le acariciaba los muslos. Después de un rato, EE retiró la mano. Ya no lloraba; estaba tendida a su lado, tranquila e inmóvil.
—Le estoy muy agradecida, Chauncey —dijo—. Es usted un hombre con mucho control. Sabe que bastaría que apenas me tocara para que yo me le entregase. Pero usted no quiere explotar la debilidad del otro —reflexionó—. En cierto sentido, usted no es realmente norteamericano. Más bien parece un europeo. ¿Lo sabía? —Se sonrió—. Lo que quiero decirle es que, a diferencia de todos los hombres que he conocido, usted no recurre a todas esas triquiñuelas amatorias de los norteamericanos; ese manoseo, besuqueo, caricias, apretujamiento, abrazos: ese retorcido camino hacia un objetivo, temido y deseado a la vez.
Hizo una pausa.
—¿Sabes que eres muy reflexivo, muy cerebral, que lo que quieres es conquistar el yo más íntimo de la mujer, que lo que pretendes es infundirle la necesidad, y el deseo, y la nostalgia de tu amor?
Chance se quedó azorado cuando ella le dijo que no era realmente norteamericano. ¿Por qué diría semejante cosa? En la televisión había visto a hombres y mujeres sucios, peludos y ruidosos, que abiertamente se proclamaban antinorteamericanos o eran calificados de tales por la policía, los funcionarios del Gobierno o los hombres de negocios, personas bien vestidas y de aspecto arreglado que se decían norteamericanos. En la televisión, semejantes confrontaciones terminaban frecuentemente en actos de violencia, derramamientos de sangre y muertes.
EE se puso de pie y se arregló las ropas. Lo miró: no había ninguna enemistad en sus ojos.
—Más vale que te lo diga, Chauncey —dijo—; estoy enamorada de ti. Te amo y te deseo. Sé que tú lo sabes y te agradezco que hayas decidido esperar hasta que… hasta que…
Buscó en vano las palabras adecuadas. Salió de la habitación. Chance se levantó y se arregló los desordenados cabellos. Se sentó delante de su escritorio y encendió el televisor. La imagen apareció instantáneamente en la pantalla.
Era jueves. Apenas abrió los ojos, Chance encendió el televisor, luego llamó a la cocina para pedir el desayuno.
Una criada le trajo la bandeja cuidadosamente preparada con su desayuno. Le dijo a Chance que el señor Rand había tenido una recaída, que habían hecho venir a otros dos médicos, los que habían estado a su cabecera desde la medianoche. Le entregó a Chance un montón de periódicos y una nota escrita a máquina. Chance no sabía quién se la había enviado.
Acababa de comer cuando EE lo llamó.
—Chauncey… querido… ¿recibiste mi nota? ¿Viste los periódicos de la mañana? —le preguntó—. Parece que tú eres uno de los principales arquitectos del discurso del Presidente. Y tus observaciones en el programa de televisión están citadas al lado de las del Presidente. ¡Chauncey, estuviste maravilloso! ¡Hasta el Presidente quedó impresionado con tus palabras!
—Me gusta el Presidente —dijo Chance.
—¡He oído que en la televisión se te veía guapísimo! Todas mis amigas se mueren por conocerte. Chauncey. ¿Irás conmigo esta tarde a la recepción de las Naciones Unidas?
—Sí, tendré mucho gusto en ir.
—Eres un encanto. Espero que no te aburra demasiado tanto ajetreo inútil. No tenemos que quedarnos hasta muy tarde. Después de la recepción podemos ir a visitar a unos amigos míos si lo deseas; ofrecen una gran cena.
—Me agradará mucho acompañarte.
—¡Estoy contentísima! —exclamó EE. En voz más baja añadió—: ¿Puedo verte? Te he extrañado tantísimo…
—Sí, por supuesto.
Entró en el cuarto de Chance con el rostro arrebatado.
—Tengo que decirte algo muy importante para mí y debo decírtelo a la cara —dijo, al tiempo que se detenía pará recuperar el aliento y encontrar las palabras adecuadas—. Quisiera saber si no considerarías la posibilidad de quedarte aquí con nosotros, Chauncey; por lo menos por un tiempo. La invitación es tanto mía como de Ben.
No esperó su respuesta.
—¡Piénsalo! Puedes vivir en esta casa con nosotros. Chauncey, por favor, no te niegues. Benjamin está tan enfermo; dijo que se sentía tanto más protegido estando tú bajo el mismo techo.
Le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.
—Chauncey, queridísimo, debes aceptar, debes aceptar —murmuró con voz temblorosa.
Chance estuvo de acuerdo.
EE lo abrazó y lo besó en la mejilla; luego se apartó de él y comenzó a dar vueltas por la habitación.
—¡Ya sé! Debemos conseguirte una secretaria. Ahora que has atraído la atención del público, necesitarás a alguien con experiencia que te ayude en tus asuntos y que te proteja de la gente con la que no quieres hablar ni te interesa conocer. Pero tal vez tienes a alguien en vista. Alguien que ha trabajado contigo en el pasado.
—No —respondió Chance—. No tengo a nadie.
—Entonces me pondré en campaña inmediatamente para conseguirte a alguien le contestó ella con brusquedad.
Antes del almuerzo, mientras Chance estaba mirando televisión, EE lo llamó a su habitación.
—Chauncey, espero no molestarte —dijo con voz mesurada—. Quisiera presentarte a la señora Aubrey, que está aquí conmigo en la biblioteca. Quiere que la consideres para el puesto de secretaria temporal hasta que podamos conseguir una permanente. ¿Puedes verla ahora?
—Sí, Puedo —contestó Chance.
Cuando Chance entró en la biblioteca, vio a una mujer de cabellos grises sentada en el sofá al lado de EE.
EE los presentó.
Chance le dio la mano a la mujer y se sentó. Ante la mirada inquisidora de la señora Aubrey, se puso a tamborilear con los dedos en el escritorio.
—La señora Aubrey ha sido la secretaria de confianza del señor Rand en la Primera Corporación Financiera Norteamericana durante muchos años —aclaró EE.
—Muy bien —dijo Chance.
—La señora Aubrey no desea jubilarse… ciertamente no tiene el carácter para hacerlo.
Chance no encontró nada que decir. Se frotó la mejilla con el pulgar. EE se subió el reloj pulsera, que se le había deslizado hasta la mano.
—Si tú quieres, Chauncey —prosiguió EE—, la señora Aubrey puede estar disponible de inmediato…
—Bien —dijo él, finalmente—. Espero que a la señora Aubrey le agrade su trabajo en esta casa tan hospitalaria.
EE le buscó la mirada por encima del escritorio.
—En ese caso —dijo— está decidido. Tengo que irme para vestirme para la recepción. Te hablaré más tarde, Chauncey.