—Tiene razón —le dijo—; nuestros caminos no tienen por qué volver a cruzarse. —Estaba a punto de levantarse cuando se le ocurrió otra pregunta—. ¿Conocía usted a sus amigos?
—¿Te refieres a esos tres jóvenes a los que se pegó como una lapa para vivir protegido por ellos y sin tener que llamar la atención? Sí, los conocí. Vinieron a pasar un verano a casa. Pensé que si conocía a sus amigos podría conocer a mi hijo un poco más. —Meneó la cabeza—. En realidad no hicieron sino confirmar lo que ya sabía: que mi hijo dependía de ellos. Que lo protegían. Que todo seguía igual. Alexander nunca decía o hacía nada de su propia cosecha. Se limitaba a observar las reacciones de los demás e imitarlas sin rechistar. Aquello me supuso una gran frustración, créeme.
El anciano acababa de decir algo inesperado, y ella no tardó en reaccionar.
—Dos —dijo—. Los amigos de Alexander eran dos. Tres contándole a él.
Will arrugó la frente.
—Mira, ya sé que soy mayor, pero te aseguro que aún no chocheo. Los chicos eran tres. Con Alexander cuatro.
—Tim y Leon. No había más.
—¡Caramba, pasaron cinco semanas en mi casa! ¿Crees que no sé contar hasta cuatro? Tenían trece o catorce años, una edad difícil. ¡Pero habría cambiado a cualquiera de ellos por el hijo que me había tocado en suerte!
Jessica decidió que ya era suficiente y se levantó. Si la infancia y juventud de Alexander habían estado marcadas por ese hombre, lo sorprendente era que no hubiese acabado mucho más neurótico de lo que fue.
—Creo que ahora entiendo un poco más a mi marido —dijo—. Gracias por su tiempo.
Will intentó incorporarse en el sillón, pero Jessica le hizo un gesto para que no se moviera.
—No se levante. Encontraré la salida. Que tenga un buen día.
No esperó ni un segundo y se apresuró hacia la puerta.
Respiró hondo cuando por fin salió al aire cálido y suave de aquel día de mayo soleado y florido. Con lo acogedora que parecía aquella casa, había que ver la tensión que se acumulaba en su interior por culpa de aquel anciano amargado. Aun así, al final se alegraba de haber ido. Ahora entendía ciertas cosas que antes ni siquiera habría imaginado. Comprendía algo mejor la debilidad de Alexander, sus miedos, su incapacidad para oponerse a su grupo de amigos y su necesidad de adaptarse a su entorno. Daba igual lo que hubiera hecho con su vida o lo que hubiese llegado a hacer en el futuro: aquel padre bastaba para justificarlo todo.
Cuando cogió la autopista de Múnich recordó las palabras de Will: «Mi hijo sólo amó a Elena».
—¡Maldito cabrón! —exclamó furiosa—. ¿Cómo puedes estar tan seguro?
Respiró hondo y decidió no tomar en serio aquellas palabras, aunque en el fondo sabía que la herida estaba abierta y ya no se libraría de la cicatriz.
Eran más de las siete cuando llegó a su casa. La autopista estaba abarrotada de domingueros que regresaban a casa tras sus escapadas a los lagos y las montañas, y las retenciones hicieron que el viaje le pareciera eterno. Estaba preocupada por
Barney
, que llevaba horas solo en casa, y se sentía cansada, frustrada y sudada. Se moría de ganas de meterse en la bañera.
A la entrada de su garaje había un coche, y cuando ella hizo sonar el claxon se abrió la puerta del conductor y bajó Leon. Jessica se sorprendió. Aquél no era su coche de siempre. Éste era más pequeño y varios años más viejo. El pobre Leon parecía estar tomándose en serio lo de cambiar su estilo de vida.
—¡Por fin apareces! —le dijo con un deje de reproche—. ¡Llevo aquí desde las tres y media!
—¡Por Dios! ¿Cómo has podido esperar tanto rato? He ido al lago Chiem.
—¿Al lago Chiem?
—A ver al padre de Alexander. Ya te dije que pensaba hacerlo. —Abrió la puerta de casa.
Barney salió
disparado y saltó sobre ella como una pelota de goma—. ¿Quieres pasar?
Estaba demasiado cansada para alegrarse de la visita, pero, después de oír que Leon la había esperado casi cuatro horas, no podía despedirlo sin más. Él entró detrás de ella y le plantó un beso en la mejilla a modo de saludo. Olía a alcohol e iba sin afeitar, igual que la semana anterior en el restaurante.
—¡Vaya, vaya! —bromeó—. Has repostado bien, ¿eh?
—¿Repostado?
—Tu aliento no deja lugar a dudas.
—He bebido algo con la comida. Y en el coche tenía un botellín de aguardiente. Tenía que pasar el rato de algún modo, ¿no crees?
Le pareció que se esforzaba por vocalizar de un modo inteligible, aunque se comía las últimas sílabas. Su aspecto daba pena.
—Siéntate en la terraza —le dijo—. Voy a ducharme y cambiarme de ropa. Estoy hecha polvo. Estás en tu casa.
—Vale —respondió él y se dirigió al salón.
Jessica le oyó abrir la puerta del jardín.
Barney
lo siguió moviendo la cola.
Como ya no podía permitirse un baño largo y reparador, se dio una ducha rápida, pero aun así notó que sus músculos se distendían un poco. Se secó, se puso un vestido fresco y se cepilló el pelo húmedo. Todavía hacía calor, así que dejaría que se le secara al aire libre. De pronto se dio cuenta de que estaba hambrienta. Si hubiese estado sola habría sacado una pizza del congelador, pero si el pesado de Leon también quería tomar algo tendría que cocinar para dos. Le sorprendió pensar de aquel modo tan negativo. En realidad Leon siempre le había gustado, pero aquel día habría dado lo que fuera por enviarlo a la Luna.
Lo encontró en los escalones que llevaban al jardín, tomándose un whisky.
Barney
jugueteaba a su alrededor.
—Deberías comer algo antes de seguir bebiendo —le aconsejó Jessica.
Él removió el whisky, que a la luz del atardecer brilló con un intenso rojo dorado.
—No tengo hambre.
—Últimamente no comes nada. Estás hecho un fideo. Tienes que cuidarte más.
—Sí, sí. —Su voz denotaba impaciencia—.
Barney
ha crecido mucho, ¿eh?
Jessica se sentó a su lado en un peldaño.
—Seguro que tú lo notas más que yo. Yo lo veo todos los días.
—Aún recuerdo el día que apareciste con él en Stanbury. Era una cosita minúscula con unas patas enormes. No hace mucho, apenas un mes, pero…
—… pero parece que haya pasado una eternidad. Sí, es cierto.
—El viernes firmé el contrato de alquiler de mi nuevo piso. Me trasladaré la semana que viene. Quería decírtelo. Por eso he venido.
—¿Has encontrado algo? Me alegro por ti. ¿Es bonito?
Leon se encogió de hombros.
—Está bien. Es pequeño, pero para mí solo me basta. Además, sólo pienso utilizarlo para dormir. Tengo que trabajar como un loco si quiero saldar mis deudas.
—¿Pretendes reflotar tu bufete?
—No lo sé. Ya hace tiempo que lo intento, la verdad, y no hay manera. Creo que lo mejor será buscar trabajo en una empresa. Sé que no será fácil, a mi edad y con todos esos universitarios superdotados que acaban la carrera cada año, pero ahora ya no tengo familia, así que al principio puedo trabajar por un sueldo mínimo. Quizá ésa sea mi baza. —Sonrió con tristeza—. Mis necesidades son ínfimas, sobre todo comparadas con las que tenían Patricia y las niñas.
—¿Vas a empezar de cero? Bien. Pese a todo lo que has pasado tienes muchas posibilidades.
Él bebió otro sorbo de whisky. Jessica observó que le temblaban un poco las manos.
—Si al menos lograra superar los recuerdos…
—Irán difuminándose. No desaparecerán del todo pero perderán intensidad. Y un día te darás cuenta de que puedes vivir con ellos.
Él la miró y sonrió.
—Eres muy joven… ¿Cómo puedes saber lo que pasará?
—No lo sé. Pero es lo que espero. Es lo único que me da fuerzas para seguir adelante.
Él la observó unos instantes, pensativo, y de pronto dijo:
—En el piso nuevo sólo me caben unos pocos muebles, y no puedo venderlos todos. Quería preguntarte si querrías escoger alguno y quedártelo.
—No necesito nada.
—¿Piensas quedarte a vivir aquí?
—No estoy segura. Alexander y yo habíamos redactado un testamento, de manera que si uno de los dos moría la casa pasaba a ser del otro, y si éste también moría, a Ricarda y… y al bebé que espero. Pero a veces pienso que… —Miró el jardín y las sombras cada vez más alargadas—. A veces pienso que debería cedérsela a Ricarda en cuanto cumpla los dieciocho, es decir, dentro de dos años, y comenzar una nueva vida con mi bebé.
—Una nueva vida. Ojalá fuera tan fácil. Me temo que de un modo u otro seguiremos marcados por ésta para siempre. El destino nos ha jugado una mala pasada demasiado grande. La maldad se nos ha colado dentro. Es como un virus del que ya no podremos librarnos.
—No, no es un virus —se opuso Jessica—. La maldad no está en nuestro interior.
Él la miró casi con arrogancia.
—Pues claro que sí. La maldad es la mayor epidemia del mundo. Lo que sucede es que algunas personas preferís enfrentaros a la vida cerrando los ojos a esta verdad.
—Estoy esperando un hijo, Leon. No quiero que crezca con una madre que crea en la maldad innata, que se considere marcada para siempre. Mi deber es educarlo con la mayor normalidad posible. Cualquier otra opción sería imperdonable.
—Si Sophie hubiera sobrevivido quizá pensaría como tú. Pero no ha sobrevivido.
—No puedes rendirte.
Él rió, se acabó el whisky, se levantó y fue al salón. Volvió con la botella. Jessica lo miró con ceño.
—Vamos, sacaré una pizza para cada uno. Necesitas empapar la bebida.
Él le puso la mano en el hombro, con fuerza, e impidió que se levantara.
—No tengo hambre —le dijo una vez más, y se sentó a su lado en el escalón—. ¿Qué tal fue con el viejo Will?
El viejo Will no era precisamente el tema que más le apetecía tocar, pero se alegró de que Leon olvidara, al menos de momento, sus ideas sobre el virus del mal. Se quedó pensativa. Todavía no había tenido tiempo de reflexionar más a fondo sobre la visita de aquella tarde.
—Al principio me arrepentí de haber ido —dijo al fin—. Will es el hombre más frío que he conocido en mi vida. Pero ahora me alegro de haber ido. He comprendido el porqué de ciertas reacciones de Alexander, de los comportamientos que más me costaba entender. Al parecer, su padre no hizo más que intimidarlo y avergonzarlo desde su más tierna infancia, y cuando logró convertirlo en un chaval miedoso y sumiso lo odió precisamente por ser así. Me apena mucho pensar en la infancia y adolescencia de Alexander. Ahora entiendo por qué tenía siempre esa expresión triste en la mirada y por qué me pareció siempre una persona que… —dudó un instante; no quería faltarle al respeto— que no lograba imponer su voluntad sobre la de los demás. Intentaba que la gente lo quisiera y lo aceptara, y eso le parecía más importante que conseguir sus propias metas. Una persona que tiene tanto miedo a caer mal siempre intenta evitar las discusiones o los problemas, incluso antes de que se presenten. En ocasiones llegué a tener la sensación de que…
—¿Sí? —la animó Leon, mirándola a los ojos—. ¿De qué?
—De que Alexander ni siquiera sabía lo que quería. De que tenía miedo de descubrir sus propias necesidades, o sus ideas, por temor a chocar con los demás. De modo que, antes de caer en su propio agujero, prefería taparlo y se dedicaba a observar a quienes lo rodeaban y comportarse como creía que les caería mejor. —Se pasó la mano por el pelo—. Es horrible que diga estas cosas de él, ¿no?
—No me parece que estés diciendo nada malo, si eso es lo que piensas. Creo que sólo intentas comprender, y eso es bueno.
Ella no lo miró. Se limitó a arrancar unos tallos de hierba y empezó a hacer trenzas, como Phillip. Por primera vez en varias semanas volvió a pensar en él. ¿Continuaría obsesionado con Stanbury House? ¿Pensando en ello día y noche?
—Will dijo algo más. Dijo que Alexander amaba a Elena con toda su alma, y que continuó queriéndola después de su separación. Dijo que… que conmigo sólo se había casado para tener a alguien en quien apoyarse.
Leon sacudió la cabeza.
—¿Cómo podría saber esas cosas? Hacía años que no tenía contacto con su hijo. Yo creo que sólo quería hacerte daño, Jessica. Ese viejo cabrón es así. Disfruta hiriendo a los demás.
Puede que fuese así, pero a ese respecto ella le daba la razón al viejo. Sabía que no se trataba sólo de una hostil grosería por su parte. Will podía ser insoportable, pero desde luego no tenía un pelo de tonto. Y estaba claro que para ciertas cosas tenía vista de lince. De pronto recordó algo más.
—También dijo algo que me sorprendió: que erais cuatro amigos, no tres. ¿Quién era el cuarto? ¿Y por qué ya no mantenéis el contacto?
Leon se puso tenso de golpe, y antes de que siquiera abriese la boca, Jessica reconoció en su mirada que no iba a decirle la verdad.
—Permítame que pase delante —dijo el agente inmobiliario tras cerrar la puerta, y Geraldine asintió.
En el pequeño jardín delantero de aquella casa el césped estaba perfectamente segado y había un montón de minúsculos pensamientos alargados y amarillentos. Se preguntó si a Phillip le gustaría vivir allí, en las afueras. Londres quedaba a tiro de piedra, pero al mismo tiempo a una distancia prudencial. La soleada calle estaba flanqueada por bonitas casas unifamiliares en las que parecía haber muchos niños, a juzgar por las bicicletas y monopatines que se veían en los jardines. Los coches pasaban con lentitud, así que los niños podían jugar en la calle sin peligro. Toda la urbanización estaba igual de cuidada, protegida y limpia, y era igual de tranquila. A sólo diez minutos andando se llegaba al Támesis. El viento traía siempre una pizca de salitre y a lo lejos se oía chillar a las gaviotas.
—Leigh-on-Sea es uno de los lugares preferidos por las familias jóvenes —dijo el agente, como si le leyese el pensamiento—. Los padres pueden trabajar en Londres pero los niños crecen en un ambiente bucólico y apacible. Hay buenas escuelas. De verdad no creo que encuentre un lugar más bonito que éste. ¿Tiene usted hijos?
—Todavía no —dijo Geraldine—, pero queremos tenerlos pronto.
—Y antes desean arreglar la casa y formar un hogar. Bien pensado. Es una lástima que su marido no haya podido venir.
—No se preocupe, se lo explicaré con lujo de detalles —dijo Geraldine. Se abstuvo de mencionar que no estaba casada, y menos que el hombre con quien proyectaba irse a vivir allí no tenía ni idea de sus planes.