Después del silencio (39 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

BOOK: Después del silencio
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Jessica pensó que debería haberse abstenido de participar en su malicia. Evelin no les plantaba cara, pero eso no significaba que la situación le resultara cómoda. Todos habían contribuido a potenciar, alimentar y agudizar sus depresiones. Y si al final resultaba que tras sus lesiones se escondía algo peor… entonces eran aún más culpables. Le pareció increíble. ¿A qué se debía esa reacción? ¿Por qué miraban todos hacia otro lado en lugar de enfrentarse al terrible problema que afectaba a dos miembros del grupo? Evelin y Tim. ¿Alguien había hablado alguna vez con ellos, o al menos con Tim? ¿Le habría preguntado qué sucedía?

Una vez más, Jessica decidió que, en cuanto Leon estuviera mejor, hablaría con él sobre el tema. Quizá él podría decirle si Alexander había tomado cartas en el asunto.

Pasó por la cocina, integrada en el salón y separada de éste por una barra americana. Oyó el tictac de un reloj. Los armarios, de puertas de cristal, exhibían la porcelana fina de Evelin y unas copas de champán de estilo modernista que a Jessica le encantaban. Aquella primera noche, después de sacrificar al perro, Evelin la invitó a tomar una copa. —Para que nos dé fuerza —le había dicho.

Tenía los ojos enrojecidos, aunque no soltó ni una lágrima. Probablemente las había gastado todas el día anterior. Había mantenido la compostura durante la agonía de su querido perro. Lo había acariciado y le había susurrado palabras de consuelo. El animal tenía problemas respiratorios y Jessica supo enseguida que era imposible salvarlo. Tenía casi quince años, y, según le contó Evelin, llevaba uno entero yendo de veterinario en veterinario porque le fallaba el corazón y se le encharcaban los pulmones. Pero nunca había estado tan grave como en los últimos días, y aquella noche le había llegado su hora. Intentar mantenerlo con vida sólo habría significado prolongar su sufrimiento.

—Será mejor que se despida de él —le dijo Jessica.

Evelin asintió, resignada a que no tenía sentido intentar otra solución. El perro se durmió plácidamente. Jessica creía que el marido de Evelin aparecería en cualquier momento, pero no ocurrió así. No fue hasta mucho después, hacia las tres de la madrugada, mientras ambas estaban en el comedor tomándose la copa de champán, cuando Tim apareció. Llevaba un albornoz azul con letras chinas bordadas y tenía la barba y el pelo revueltos. Parecía un gurú o un misionero. Su aspecto contrastaba con el lujo aristocrático de la casa y, más aún, con la mujer regordeta que llevaba un pijama de gasa transparente. Jessica supuso que abrazaría a Evelin para consolarla y luego pasaría la mano por el lomo del animal muerto, pero lo cierto es que no dedicó la menor atención a su mujer o al perro y se fijó exclusivamente en ella.

—¡Vaya, la joven veterinaria! —dijo—. Vive usted al final de la calle, ¿no? La he visto alguna vez trabajando en su jardín. ¿Vive usted sola?

Le pareció impertinente y desagradable, además de insensible con su mujer. Haciendo caso omiso de su última pregunta, Jessica contestó:

—Su mujer ha hecho bien en llamarme. El pobre animal estaba sufriendo mucho. Por desgracia no he podido hacer nada por salvarlo.

Tim sonrió.

—Hace más de un año que sufría. Yo propuse varias veces que lo durmieran, pero mi mujer no acababa de decidirse. Era como un hijo para ella.

Evelin se sobresaltó y bajó la cabeza. A Jessica le pareció un comentario innecesariamente cruel.

—A la mayoría de la gente le cuesta tomar una decisión como ésta —comentó.

—Cierto, muy cierto. Sobre todo si el animal tiene la función de suplir carencias y dar una imagen de familia feliz. Conozco bien estos casos. Soy psiquiatra, ¿sabe usted? Cuando la estructura familiar normal no funciona, muchas mujeres buscan sustitutos.

Jessica dejó su copa en la mesa.

—Es tarde. Creo que será mejor que me vaya a casa.

—Mi mujer no puede tener hijos —continuó Tim como si nada—, y eso la tiene cada vez más traumatizada. De ahí que quisiera al chucho con locura. Veremos qué tal van las cosas ahora.

Evelin parecía completamente desolada. Desde la llegada de su marido no había vuelto a pronunciar palabra, y ni siquiera se despidió de Jessica. Fue él quien la acompañó a la puerta y le agradeció una vez más su amabilidad. Jessica recordó que al salir de la casa había pensado que era un hombre insoportable.

El caso es que al día siguiente Evelin le telefoneó con absoluta normalidad y la invitó a aquella cena en la que conocería a Alexander. Se enamoró, pasó por una etapa de maravillosa felicidad y no volvió a acordarse de Tim. Era cierto que aquella noche le había parecido un hombre aborrecible, pero su estado de gracia con Alexander la llevó a relativizar sus conclusiones. Ahora comprendía que también ella, como todos, había optado por dar la espalda a la realidad. Amaba a Alexander y no tenía ninguna gana de decirle que uno de sus mejores amigos le parecía un tipo repugnante. No quería ser la intrusa que rompiese con el equilibrio del grupo. No quería molestar. Y se adaptó a las circunstancias. Se amoldó.

Subió la escalera. Evelin le había enseñado la casa la primera vez que cenó con ellos, de modo que conocía la disposición de las habitaciones. El enorme dormitorio decorado en blanco, el baño con todo tipo de lujos y comodidades, el cuarto personal de Evelin y la amplia habitación del otro lado del pasillo, decorada para el bebé que tenía que haber nacido seis años atrás. Desde entonces todo seguía igual: la cuna en una esquina, con una tira de patitos de colores colgando encima, y también el cambiador y el pequeño armario, con el dibujo de unos graciosos gatitos que perseguían mariposas u olisqueaban florecillas. Había muñecos de peluche por todas partes, y las paredes y las cortinas tenían el mismo motivo: ositos bailarines. Jessica abrió la puerta del armario: montañas de pañales y peleles cuidadosamente doblados, zapatitos y calcetines de recién nacido, y minúsculos gorros de lana. Biberones, chupetes, sonajeros… No cabía duda de que la llegada del pequeño era esperada con muchísimo amor e ilusión, pero la habitación se había quedado muerta durante seis años.

Evelin. ¿Por qué se hacía tanto daño a sí misma? ¿Por qué continuaba yendo a aquel cuarto, limpiándolo, cuidándolo y ordenándolo? Seguro que le pasaba el aspirador con regularidad, limpiaba las ventanas y regaba las flores del alféizar. ¿Era ésta la prueba de que nunca había perdido la esperanza de ser madre? ¿O era más bien el reflejo de su incapacidad para aceptar la pérdida del bebé?

Jessica tuvo de pronto la certeza de que allí se encontraba el verdadero quid de la cuestión, el origen y centro del suplicio en que vivía inmersa la pobre Evelin. Un martirio mucho mayor de lo que cualquiera de ellos hubiese imaginado. Debió de pasar infinidad de momentos junto a aquella cuna vacía. Horas enteras. Días enteros. ¿Cuántas veces había abierto el armario para ordenar los peleles? ¿Cuántas había peinado los peluches y acariciado la pequeña colchoneta de florecitas que tenía el cambiador? ¿Cuántas había soñado con lo que podría haber sido su vida para volver después a la cruda y dura realidad?

Y ahora estaba en la cárcel, acusada de asesinato.

Imposible. En su caso, el suicidio habría sido una opción tal vez previsible. Pero ¿un asesinato múltiple?

Pasó al cuarto de Evelin. Había una ventana, un sofá, un escritorio, varias estanterías con libros y CD y un televisor. Daba la sensación de que su amiga pasaba horas entre aquellas paredes. Sin duda muchas más que en el salón, que parecía más bien impersonal y estéril. Seguro que por las noches se retiraba allí, se arrellanaba en el sofá y veía sus películas preferidas. Era una mujer solitaria. Gorda, depresiva y solitaria.

Rebuscó entre los papeles del escritorio. Había varias postales de conocidos, un libro de autoayuda sobre el pensamiento positivo, una receta recortada de un periódico, fotos de las vacaciones de Navidad en Stanbury, y una tarjeta blanca, algo más grande que una de visita, en la que se leía «Dr. Edmund Wilbert, psicólogo», además de varias direcciones y números de teléfono. Debajo, una tabla con los días de la semana y las fechas y horas de las visitas. Evelin tenía cita el 28 de abril, es decir, el lunes después de su prevista vuelta de Stanbury. Al parecer tenía prisa por visitarlo tras sus dos semanas de vacaciones.

«Ella nunca nos dijo que fuera al psicólogo», pensó Jessica.

O al menos nunca se lo dijo a ella. Claro que, como nadie solía comentar nada personal, era normal que Evelin hubiera preferido guardar el secreto. De todos modos, y teniendo en cuenta que la tarjeta estaba ahí mismo, bien a la vista, estaba claro que Tim sí lo sabía. ¿Le molestaría? Él se consideraba el mejor psiquiatra del mundo y, aunque su mujer no podía ser su paciente, era más que probable que se hubiese sentido molesto. Sin duda debía de preocuparle lo que ella pudiese contar al doctor Wilbert. Y si era cierto que él la maltrataba, la idea de que un colega suyo conociera los detalles tenía que resultarle muy embarazosa.

Jessica se metió la tarjeta en el bolsillo. Llamaría a Wilbert y le pediría una cita. Él estaba obligado a mantener el secreto profesional, por supuesto, pero teniendo en cuenta la gravedad de las circunstancias quizá le diese alguna pista al respecto. Además, tal vez aún no sabía que Evelin estaba en la cárcel y su ausencia le preocupaba.

Sea como fuere, tenía la sensación de haber dado un paso adelante. Tenía alguien a quien dirigirse, alguien que no estaba involucrado en el drama. Volvió a bajar la escalera y dejó salir a
Barney
, que la esperaba impaciente con el hocico pegado a la puerta. Irían a dar un paseo y al día siguiente visitaría a su suegro.

El hecho de haber decidido visitarlo tras quedarse viuda, sin conocerlo de nada, le parecía un despropósito. Pero formaba parte de los sinsentidos que modelaban su vida desde que se había casado con Alexander.

5

EL DIARIO DE RICARDA

17 de mayo
.

Hoy he vuelto a levantarme. Por primera vez. Ya estamos en mayo y hace un tiempo precioso. Me he pasado semanas en la cama, moviéndome sólo para ir al baño. Mamá me traía la comida. La mayoría de las veces parecía haber llorado. No sé si por mí o por la muerte de papá. Quizá por las dos cosas. A veces la oía decir:

—No logro hacerme a la idea, no logro hacerme a la idea.

Pero hoy, por primera vez, ha dicho:

—Creo que empiezo a comprenderlo.

No me he vestido correctamente: sólo me he puesto un chándal y calcetines de tenis. Las piernas no me aguantaban. Me temo que ahora lo tendría crudo para jugar al baloncesto. Da igual. El equipo se las apañará sin mí. De todos modos, ya no tengo nada que ver con él.

Me metí en la cama en cuanto volví de Inglaterra y J. me trajo a casa. No quise que entrara conmigo. Esperó en el coche a que mamá me abriera la puerta y después se marchó. Mamá ya lo sabía todo porque J. la había llamado desde Stanbury. Tenía un aspecto horrible, blanca como la tiza.

—¿Por qué se ha marchado tan rápido? —me preguntó.

Le dije que yo se lo había pedido.

Mamá suspiró.

—¿Por qué la odias tanto? Seguro que la pobre también está pasándolo fatal.

Si supiera lo poco que me importa… De hecho, cuanto peor lo pase J., mejor para mí. Que se joda.

Cuando me metí en la cama me entró fiebre. Bastante alta. Y tuve alucinaciones. Vi sobre todo a papá. A papá degollado. Bañado en sangre. Sangre por todas partes: en la casa, en el jardín… Y también muertos por todas partes. Grité muchas veces. A veces alguien se acercaba a mi cama. Un desconocido. No distinguía su rostro. Mamá me dijo después que se trataba del médico, y que me había dado inyecciones para bajar la fiebre y tranquilizarme.

Tardé una semana en recuperarme. Papá ya estaba enterrado y no pude despedirme de él. Mamá tampoco fue. Dijo que no quería incomodar a J. ¿Por qué demonios se preocupan todos tanto por ella? ¡Ni que fuera la princesa del guisante! Yo no estoy triste por no haber ido. No quería encontrarme con J., y además papá está conmigo todo el rato.

Desde que me recuperé mamá no dejó de insistir en que me levantara y volviera a la escuela, pero no le hice caso. Por mí, podía decir misa. Entonces empezó con la historia de que tenía que ver a un especialista, un psiquiatra o un psicólogo, porque había sufrido un trauma y tenía que tratármelo.

¡No, muchas gracias! Ya conocí a Tim. Cuando me imagino sentada delante de alguien como él explicándole mis asuntos, mi relación con mi padre, lo que siento hacia J. o mi odio hacia Patricia, me dan ganas de vomitar. Le he dicho a mamá que se saque esa idea de la cabeza; que ni en broma conseguirá hacerme ir a un psicólogo. Sé que Evelin iba a uno. Lo llamó varias veces desde Stanbury. Y está claro que no le sirvió de nada. Cada día estaba más gorda y sebosa, y cada día tenía los ojos más rojos de tanto llorar. Y ahora, además, está en la cárcel. Lamento que le haya tocado precisamente a ella, pero a perro flaco todo son pulgas. Siempre es así. Ése era el destino de Evelin, con psicólogo o sin él.

Mamá se ha quedado encantada al ver que me levantaba. No es que haya hecho mucho: sólo me he quedado sentada en mi habitación y he pensado en Keith. ¿Por qué no me escribe ni me llama? Debe de tener mucho trabajo en la granja. ¿Acabará siendo granjero? Eso no le entusiasmaba nada. Pero yo me iría a vivir a una granja con tal de estar con él. En la riqueza y la pobreza, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida, hasta que la muerte nos separe. Se lo he prometido en sueños cientos de veces. Aunque casarnos no sería más que una formalidad, me gustaría mucho hacerlo. Pronto, muy pronto, cuando cumpla los dieciséis. Me gustaría ser la señora de Keith Mallory. Cambiar mi vida. Olvidar esta pesadilla.

Hace un rato tomé un té con mamá. Hoy es sábado y ella había ido a uno de sus cursos de puesta al día laboral, pero regresó más pronto que entre semana. Entonces volvió a sacar el tema del psicólogo, pero yo me negué otra vez. Después me preguntó cuándo pensaba volver al colegio y le dije que no lo sabía, aunque eso no es verdad. Sí lo sé. No volveré al colegio. Esperaré a mi decimosexto cumpleaños, dentro de unas semanas, e iré a reunirme con Keith. En Inglaterra está permitido casarse a los dieciséis años. Entonces enviaré una carta a mamá y se lo explicaré todo.

Mientras nos tomábamos el té no dejaba de suspirar, y volvía a tener los ojos rojos. Siempre supe que aún amaba a papá, y él a ella. La separación fue una tontería, y si J. no se hubiese metido en medio habrían vuelto a juntarse. Quería decirle que J. espera un bebé, que engañó a papá y ahora está embarazada, pero no me atreví a hacerle tanto daño.

O eso, o no fui capaz de decirlo en voz alta. Puedo escribir sobre el tema pero no hablarlo. Es todo tan… se me ocurren tantas cosas, veo tantas imágenes cuando pienso en ello, que si intentara explicarlas me quedaría sin aliento. Son las mismas imágenes sangrientas que veía cuando tenía fiebre. Entonces, en medio de toda esa sangre, aparece J. degollada. Y mientras muere se le resbala el feto entre las piernas. Algo viscoso que ni siquiera tiene aspecto de bebé. No logro librarme de esta imagen. Sería perfecto. Un aborto bonito y sencillo en el que ninguno de los dos sobreviviera.

¿Por qué demonios no mataron también a J.? ¿Por qué no estaba allí aquella mañana?

¡¡Necesito gritar!!

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