Él asintió inexpresivamente.
Jessica volvió al coche. Mientras lo ponía en marcha observó una vez más la casa: estaba construida con las piedras grises de aquella zona, tenía ventanas cuadradas con marcos lacados de blanco. Pensó que podrían poner flores en los alféizares y pintar la puerta de rojo; seguro que quedaría bonito.
«Sería un buen hogar para Ricarda», pensó.
Cuando perdió de vista la granja, se detuvo a un lado del camino, sacó el móvil de su bolso y marcó el número de Elena. Tal como suponía, la madre de Ricarda estaba pegada al teléfono, porque lo cogió al primer tono.
—¿Sí? —Parecía casi sin aliento.
—Elena, soy Jessica. Acabo de estar en casa de los Mallory…
—¿Has hablado con Ricarda? ¿Está allí?
—No la he visto. Keith dice que no sabe nada, pero tengo la sensación de que miente. Creo que Ricarda está en la granja. Me lo pareció por la incomodidad que vi tanto en el chico como en su madre…
—Pero…
—El chico estaba decidido a proteger a Ricarda, pero estoy segura de que reflexionará sobre mis palabras. Y también su madre. Les he dejado muy claro que Ricarda es menor de edad y que no vamos a dejar las cosas como están. Yo diría que la señora Mallory ha comprendido que su hijo se meterá en problemas si alguien descubre a la chica con ellos. Seguramente lo presionará para que se ponga en contacto conmigo.
—Sí, bueno, pero todo eso no es más que una intuición tuya. ¿No crees que sería mejor avisar a la policía?
—Claro, puedes hacerlo. Pero yo no les mencionaría que tal vez está aquí con Keith. Sería muy contraproducente que la Interpol se presentara de pronto en la granja y la sacara de allí. No sería nada bueno para vuestra relación.
—Tienes razón. Pero es que si llamo a la policía y no les digo lo más importante… Está bien, Jessica, lo pensaré. Empezaré por llamar a algunas compañías aéreas. Ricarda tuvo que coger un avión y seguro que su nombre aparece en las listas de pasajeros, ¿no? Te agradezco tu ayuda. Quién sabe, quizá tu intuición con respecto a los Mallory resulte verdad…
—Mañana volveré. ¡No creas que voy a rendirme tan pronto!
Elena rió brevemente.
—Sí, estaba segura de que eras así. Pero, dime, ¿cómo está Evelin?
—Un poco aturdida, como si aún no lo comprendiese todo. Me alegro de haber venido. Sola no habría estado nada bien.
—Ya. Por cierto,
Barney
está perfectamente. Antes he logrado alejarme del teléfono por una hora y hemos dado un paseo. Desde entonces me adora. Mañana me lo llevaré conmigo al trabajo.
—Gracias, Elena. Volveré a llamar.
Después de colgar, Jessica intentó localizar a Leon. Esperó un rato pero, una vez más, no contestó. ¿Dónde se habrá metido?, se preguntó. ¿Se habrá ido de vacaciones? Pero para eso necesitaría dinero, ¿no? Al final decidió no preocuparse por Leon, ya tenía suficiente con lo suyo. Puso en marcha el coche. Evelin estaba esperándola.
Se preguntó si serían capaces de mantener una conversación, o si seguirían dejándose dominar por el silencio que había surgido antes.
Se encontraba en el mismo lugar en que había estado con Evelin hacía poco más de un mes. Desde allí había echado un último vistazo a la casa. Todo seguía tal como lo recordaba; nada había cambiado. La única diferencia era que la hierba del jardín había crecido y lo había convertido en algo más exuberante. Estaba claro que Steve, el jardinero, no sabía si tenía que seguir ocupándose de Stanbury. Claro que después de lo ocurrido quizá no tuviera ganas de volver a pisar esos terrenos…
Por lo demás todo seguía igual. ¿Qué podría haber cambiado? Sin embargo, tras una tragedia así, la casa tendría que reflejar de algún modo su desgracia. «Tonterías», se dijo. Stanbury House descansaba apaciblemente bajo el sol de la mañana, lleno de paz y armonía. Él conocía cada chimenea, cada ventana, cada pequeña grieta de la balaustrada, y nada había cambiado.
Pero todo había cambiado.
Observó la casa con una profunda desesperación; con el dolor del amante frustrado, del hombre obsesionado que sabe que sólo sobrevivirá si abandona a su amada, al objeto de su amor imposible. Había ido a Stanbury para despedirse de ella, y era una despedida muy dolorosa. Pues, más allá de lo que estaba a punto de perder para siempre, no le quedaba más que el vacío; un absoluto sinsentido. No tenía ni la menor idea de cómo lograría vivir con eso.
La mañana era tan bonita como sólo puede serlo una mañana de mayo, clara y fresca y con la promesa de un día soleado y maravillosamente cálido. La hierba aún estaba húmeda y las hojas de los árboles brillaban con el rocío, pero el aire era suave y el cielo estaba completamente azul.
Pensó que ahora alguien tendría que salir a la terraza y preparar una mesa para el desayuno, y que a su alrededor tendría que reunirse una familia, animada y numerosa, y también habría algunos perros correteando.
Jamás había deseado nada con tanta ahínco: quería que la casa y el jardín se llenaran de rostros y de voces, pero sabía que aquello nunca iba a pasar. Jamás llegaría a ver aquella escena. Aunque al final lograra hacerse con Stanbury, o al menos con el derecho a pasar alguna que otra temporada allí, jamás sería capaz de formar una familia y sentarse a desayunar en la terraza con su mujer y sus hijos. Él no servía para eso. No sabría hacerlo, por mucho que quisiera.
Y tampoco lograría estar más cerca de su padre. Porque estaba muerto. Ya no podría hablar con él. Las paredes de aquella casa no le transmitirían sus palabras.
De pronto lo vio todo claro. Se vio a sí mismo como un hombre cada vez mayor, perdido y solo en aquella casa, a la búsqueda de un fantasma, mientras su propia vida iba escapándosele de las manos, imperturbable e inexorable.
¿Qué le había deparado ya esa inútil búsqueda del fantasma? ¿Adónde lo había conducido? ¿Qué le había inducido a hacer?
Estaba muy cansado. Hambriento, angustiado, acorralado. De pronto comprendió lo engañosa que había sido la idea de luchar por Kevin McGowan para dar sentido a su vida. Y, una vez descubierto el error, le quedó un inmenso agujero negro allí donde antes había forjado su lucha. Un precipicio que le aterrorizaba mirar, pero al que tenía que asomarse y por el que iba a descender. Un precipicio que era su vida. Su desastrosa, chapucera y desperdiciada vida. Pero, aun así, la única que tenía.
Por su trabajo, muchas veces pensaba en las escenas de una obra de teatro o una película, siempre ordenadas según su función en el drama, y en aquel momento tuvo la sensación de que, siguiendo las indicaciones del director, tenía que dar una calada al cigarrillo, dejarlo caer y aplastarlo con el zapato. Después debía lanzar una última mirada a la casa, darse la vuelta y partir.
El problema es que ni siquiera tenía un cigarrillo. De hecho no tenía ya absolutamente nada, y por supuesto no había ningún director para indicarle lo que debía hacer a continuación.
Quizá lo único que le quedara fuera una débil voz interior, que le recomendaba entregarse a la policía, no porque fuera lo mejor sino porque era lo único que podía hacer. Porque no tenía más opción. Porque hacía tiempo que lo sabía e incluso lo había aceptado, y en el fondo ése era el motivo por el que se encontraba allí. Era una despedida definitiva.
No pudo evitar sonreír al imaginarse yendo al pueblo, entrando en la tienda de la hermana de la señora Collins, mirando a aquella vieja cotilla a los ojos y diciéndole que hiciera el favor de llamar a la policía.
Lo haría. Pero aún no. Después.
Cruzó el jardín lentamente, sin prisas, y se sentó en un banco que había a un lado de la casa.
Quería disfrutar unos segundos más de la ilusión de tener alguna posibilidad.
Jessica pasó una mala noche. Durmió poco y a las siete de la mañana ya no podía más. Se levantó, se duchó, se vistió y miró por la ventana. Parecía que iba a hacer un día precioso. Se preguntó si despertar a Evelin para dar un paseo juntas, pero de pronto se le hizo un mundo tener que compartir con una mujer como aquélla las primeras horas de la mañana. No sabía cuánto tiempo aguantaría con Evelin en Stanbury. La tarde anterior había sido agotadora. Habían estado en el salón del vestíbulo y ella le contó de Leon, de su piso nuevo y de su nuevo trabajo. Lo que no le contó, por supuesto, fue su inopinada declaración de amor. En cualquier caso, le pareció que Evelin la escuchaba con la mínima atención. Una o dos veces le había preguntado por los interrogatorios y el tiempo pasado en la cárcel, pero Evelin le respondía sólo con silencio. Así pues, acabaron hablando del tiempo y de la comida inglesa y de la pesada de Prudence, aunque eso lo hicieron en voz baja porque la chica intentaba no perderse palabra desde el mostrador.
Cuando salió al pasillo pasó por delante de la habitación de Evelin y se detuvo para escuchar, pero no oyó ningún ruido en el interior. Aliviada, bajó la escalera para ir al comedor.
En el vestíbulo no había nadie. Pero es que después de lo ocurrido apenas había huéspedes en el hotel. Sólo estaban Evelin, ella y un anciano que llevaba botas de excursionista y una horrenda camisa a cuadros rojos y blancos. Pero a esas horas también él dormía.
Al cabo de unos segundos apareció Prudence con expresión soñolienta. Le sirvió un café cargado cuyo aroma despejó inmediatamente a Jessica.
—¿Qué quiere desayunar? —preguntó la chica, disimulando un bostezo.
Pidió tostadas con huevos revueltos y Prudence se fue a la cocina arrastrando los pies. Jessica bebió su café a pequeños sorbos, se calentó los dedos con la taza de cerámica y se preguntó qué podría hacer durante el día. Desde luego dar un bonito y largo paseo. La pregunta era si se atrevería a ir hasta Stanbury House. Le parecía muy extraño estar de nuevo en aquel lugar que le era tan familiar y ni siquiera pasar un rato en la casa que, pese al horror vivido, había sido en parte su hogar.
«Lo decidiré sobre la marcha —se dijo—. Será algo espontáneo».
Se tomó los huevos revueltos, que estaban más bien crudos y les faltaba sal, y, una vez más, pese a la hora que era, intentó localizar a Leon con su móvil. Tampoco esta vez contestó. Tuvo que hacer un esfuerzo para sacudirse la preocupación que empezaba a embargarla.
Iba por su segunda taza de café cuando Gloria Mallory apareció en el comedor. Parecía estar buscando a alguien y al ver a Jessica se acercó a ella con expresión de alivio.
—La recepción está vacía —dijo, a modo de saludo—, así que decidí ver si estaba usted desayunando. Qué suerte la mía, ¿eh? ¡Con lo temprano que es!
—Siéntese, por favor —le ofreció Jessica—. ¿Quiere una taza de café?
Gloria rehusó con la cabeza, pero se sentó.
—No, gracias, no puedo quedarme mucho rato. Mi marido…
—¿Se ocupa usted sola de él?
—Mi hijo y mi hija me ayudan, pero ambos tienen mucho trabajo con la granja, y al final suelo tener que arreglármelas sola. Es muy difícil… Él ya casi no puede hacer nada solo, y está totalmente ido. No podemos explicarle nada. Es todo muy… muy difícil.
Jessica la miró con simpatía y se quedó a la espera de lo que quisiera decirle, aunque ya se lo imaginaba.
Gloria Mallory bajó la cabeza y dijo:
—Mi hijo no sabe que he venido. Cuando se entere se enfadará conmigo, pero no me habría quedado tranquila si…
—¿Ricarda está con ustedes?
Gloria asintió.
—Llegó ayer, apenas unas horas antes que usted. Estaba agotada, casi no le quedaban fuerzas. Tuvo que coger un montón de trenes y buses y al final incluso caminar un buen trecho. Nada más llegar se durmió como un bebé.
Jessica alargó la mano por encima de la mesa y apretó brevemente la de la otra mujer.
—Gracias, señora Mallory, muchas gracias por decírmelo.
—Puedo imaginarme la angustia que habrán pasado usted y la madre de esa chica atolondrada. Yo también tengo hijos. Me pasé toda la noche sin pegar ojo y hoy me levanté convencida de que tenía que informarle que Ricarda está bien.
—¿Puedo hablar con ella?
Gloria vaciló.
—No pretendo llevármela en contra de su voluntad —se apresuró a añadir Jessica—. De hecho no pretendo obligarla a nada. Sólo quiero decirle que tiene un montón de puertas abiertas y que debería tomarse un tiempo para decidir cuál quiere cruzar.
—Creo que la chiquilla está muy enamorada de mi hijo, y estoy segura de que él siente lo mismo por ella.
—Esto es lo mejor que podría pasarle en su actual situación. ¿A usted le molestaría que ella se quedase una temporada en su casa?
—Bueno, no la conozco de nada, pero yo diría que hace feliz a mi hijo, así que no me importa.
Jessica se levantó.
—Voy a ponerme otros zapatos e iré con usted a la granja.
—Pero…
—Se lo ruego.
—De acuerdo —se rindió Gloria.
Se puso las zapatillas de deporte y un jersey por los hombros, pues la mañana estaba aún muy fría. Cogió el bolso y metió el móvil para que Evelin pudiera localizarla si la necesitaba para algo. Luego escribió una notita para Evelin y la pasó por debajo de su puerta. «He vuelto a la granja por Ricarda. Volveré al mediodía».
Gloria Mallory tenía un jeep destartalado que habría sorprendido menos en un desguace que en una carretera.
—¿No prefiere ir en su coche? —preguntó a Jessica—. ¿Qué hará a la vuelta?
—Volveré caminando. De todos modos ya tenía pensado dar un paseo.
El cielo se había tornado de un azul casi cristalino, y el aire tenía un tacto de seda lisa y fresca.
—Hace un día maravilloso —comentó Jessica.
Gloria asintió.
—Oh, sí. Aquí en Yorkshire solemos tener muy mal tiempo, pero de vez en cuando nos bendice un día como éste, y entonces parece que todo se compensa. —Miró a Jessica de reojo—. ¿Para cuándo espera?
«Qué observadora», pensó ella.
—Para octubre —respondió.
—Ha de ser muy difícil para usted, ¿no? Quiero decir, con todo eso… con lo de Stanbury House…
—Sí, creo que aún no lo he asimilado del todo —dijo Jessica—. A veces tengo la sensación de que nunca llegaré a asimilar la brutalidad con que cambió mi vida aquel día, y a veces, en cambio, tengo miedo de derrumbarme cuando menos me lo espere y que entonces comience mi verdadera pesadilla.
—Tiene que ser fuerte por su bebé.
—Lo sé. —¿Qué pasará con la casa? Jessica se encogió de hombros.