Se quedó de pie, contra el respaldo de su silla.
—No sé lo que pone ahí, pero creo que en estos casos no hay que fijarse demasiado en las palabras. A la edad de Ricarda yo también sentía a veces una violenta agresividad contra mis padres, y si hubiera llevado un diario lo habría llenado de expresiones cargadas de odio. Es normal durante la adolescencia.
—Pero ella desea que mueran todos —replicó Elena—; todos los que vivían en Stanbury House. Se imagina cómo se sentiría si les disparara y… y los viera caer al suelo uno tras otro. Es… es espantoso.
—Sólo porque después se produjo un crimen y todo parece más real, pero si no hubiera pasado nada no nos preocuparíamos tanto. Estoy segura.
—Ese Keith Mallory, su novio… ¿lo conoces?
—No. Leon habló con él una vez, después de aquel día, y dijo que era un chico muy agradable. Que no le parecía una mala influencia para Ricarda.
—No sé… su relación es más intensa de lo que yo pensaba. Intentaron escaparse juntos a Londres y sólo volvieron porque el padre de Keith sufrió apoplejía. Pero Ricarda parece absolutamente decidida a pasar el resto de su vida con él. Al menos no deja de escribir sobre ello. En junio, cuando cumpla los dieciséis, se propone volver a Inglaterra para vivir con él.
—Entonces —dijo Jessica, aliviada— ya no tienes que seguir preguntándote dónde puede estar. Será que no aguantaba la espera y adelantó su viaje. Estará de camino a Inglaterra, si es que no ha llegado ya.
Elena asintió con aire resignado.
—Así que al final será verdad que se ha ido con ese Keith Mallory.
Jessica empezó a relajarse. No debía de ser nada agradable para una madre saber que su hija adolescente iba de camino a Inglaterra para vivir con un joven desconocido, pero también era cierto que una chica tan tocada psicológicamente como Ricarda podía haberse metido en cosas peores y más peligrosas. No conocía a Keith ni los detalles de su relación, pero aun así tenía la sensación de que a Ricarda le iría bien.
—Quizá Keith sea justo la terapia que Ricarda necesita —le dijo—. Estar con él, trabajar en su granja, cambiar totalmente de vida… Después de lo que ha vivido, la pobre no tiene fuerzas para volver a la escuela como si nada. No puede retomar su vida en el punto en que la dejó antes de las vacaciones de Pascua. Ni ella ni ninguno de nosotros, por cierto. Ricarda está desesperada y ha buscado una solución. Podía haber sido peor.
—Pero ya hacía tiempo que quería irse con ese chico.
—Porque ya hacía tiempo que no estaba bien. Tú misma acabas de decir que no aceptaba vuestro divorcio. Su vida ya no le gustaba, había perdido el núcleo que representa una familia estable. Buscaba un modo de recuperarlo. A mi entender, lo que hizo, y lo que ahora ha hecho, es mejor que pasarse todo el día en la cama con una depresión aguda, ¿no crees?
—Sí, bueno, pero tampoco hay que perder el norte. —Elena pareció recobrar la compostura y se sentó bien erguida. Cuando sus ojos y su expresión facial recuperaran algo de vida, volvería a ser la fascinante mujer de siempre—. Sólo tiene quince años. Sí, ya sé que sólo faltan dos semanas para que cumpla los dieciséis, pero eso no cambia las cosas. No ha acabado sus estudios y aún no sabe qué quiere ser de mayor. Además ha sufrido un trauma, y desde luego no está preparada para sopesar las consecuencias de sus actos. Y aun así ha decidido lanzarse a los brazos de un joven al que ni su madre ni su… madrastra conocen. Todo lo que sé sobre ese Keith lo he leído en este diario, o sea, que es un joven lo bastante insensato para haberla convencido de fugarse a Londres para vivir del aire. No puedo quedarme cruzada de brazos a esperar que Ricarda acabe casándose con él y viviendo en una granja de un rincón de Inglaterra. ¡Va a destrozar su futuro! ¡Estropeará todas sus oportunidades y posibilidades vitales!
—A lo mejor sólo pretende pasar una temporada con él, hasta sentirse mejor. Perderá un año de colegio, sí, pero también lo habría perdido de haberse quedado tumbada en la cama. Está haciendo lo que considera mejor para ella.
—Pero puede equivocarse, y yo no puedo correr ese riesgo. Como madre soy absolutamente responsable de lo que le ocurra. Me entenderás cuando… cuando llegue tu bebé.
Jessica la miró perpleja. Elena señaló el diario.
—Me he enterado por Ricarda. La afectó mucho saber que estás embarazada.
—Pues… no iba a supeditar mis deseos de ser madre a la voluntad de Ricarda.
Elena asintió.
—No pretendía hacer ningún reproche, te lo aseguro. Al contrario, sólo quería decirte que imagino cómo te sientes. Ha de ser muy difícil pasar sola todo el embarazo. Admiro la fortaleza y serenidad con que estás afrontándolo todo.
—Gracias —dijo Jessica.
Entonces se quedaron en silencio, como si las palabras de Elena hubieran sido demasiado íntimas y personales. Ambas habían estado evitando esa sensación de confianza, y de pronto se sentían algo abrumadas por unas circunstancias comunes que las acercaban.
Jessica fue la primera en hablar:
—Mira, Elena, mañana viajo a Inglaterra. A Stanbury. Y se me ocurre que…
—¿Cómo es eso?
—Ya te lo explicaré. El caso es que podría ocuparme de Ricarda. Comprobar si realmente está con Keith, quizá hasta hablar con ella. Eso nos permitiría…
—¿No crees que tendría que ir yo? Al fin y al cabo soy su madre…
—Puedes hacer lo que consideres más conveniente, por supuesto. Pero yo diría que vuestra relación madre-hija no está pasando por su mejor momento, y en este sentido tú estás más frágil emocionalmente que yo. Quizá comenzarías a reprocharle cosas y presionarla… —Se detuvo para tomar aire. Luego continuó, con cautela—: No pretendo inmiscuirme en tus cosas, Elena, ni muchísimo menos, pero es que tengo que viajar a Inglaterra de todos modos y puedo ser más objetiva que tú en este sentido. En fin, es sólo una idea.
En el rostro de Elena se vio que estaba sopesando todos los pros y los contras.
—Tienes razón —admitió al fin—. Es mejor que vayas sola y compruebes cómo se encuentra y todo lo demás. Pero no querría abusar de tu tiempo…
—No te preocupes. Sólo tengo que pedirte algo a cambio: ¿podrías ocuparte de mi perro?
No es que fuera muy tarde —sólo las diez y media de la noche—, pero Ricarda estaba muerta de cansancio, agotada y con sensación de frío pese a que hacía calor. «El viaje ha sido muy largo —se dijo—, es normal que esté hecha polvo».
Tenía hambre pero no dinero, mejor dicho, el poco que le quedaba tenía que reservarlo para el tren a Leeds o Bradford, y luego el bus a Stanbury. Quizá incluso tuviera que coger varios autobuses, hacer trasbordo o algo así. No tenía ni idea. Jamás había llegado hasta allí de un modo tan complicado.
Aun así, se sentía feliz. Bueno, quizá aquello no fuera precisamente felicidad, sino una primera muestra del alivio que sentía tras haber tomado aquella decisión: ponerse en movimiento y seguir su propio camino.
Y al final de ese camino se encontraría con Keith. Aquella mañana lo había llamado por teléfono antes de marcharse de casa, pero no logró dar con él. Una vez en el aeropuerto de Frankfurt, lo intentó otra vez, pero se quedó sin línea cuando en Inglaterra aún estaba sonando. Al aterrizar en Londres quiso intentarlo desde una cabina, pero las que encontró funcionaban sólo con tarjetas. Y ahora, ya en la estación Victoria, decidió que estaba harta de tanto follón con los teléfonos. En cualquier caso, ya era demasiado tarde —los granjeros suelen acostarse pronto—, y tampoco quería causar una mala impresión en su futura familia: no quería que la primera impresión que tuviesen de ella fuera que los había despertado a todos llamando por teléfono. Además, entre Keith y ella estaba todo claro. En realidad llegaba un poco antes de lo previsto, pero ¿qué más daban dos semanitas más o menos?
Se quedaría en el umbral y él la cogería en brazos, y así empezaría su vida en común. Después ya se vería.
En otras circunstancias se habría quedado fascinada con la arquitectura de la estación Victoria: las columnas, la elevada bóveda del techo, los mosaicos de colores en las paredes… Pero ahora estaba demasiado exhausta para ver o detenerse a observar nada. Aquel viaje le había supuesto, en primer lugar, un gran problema económico. Sus ahorros se habían quedado en el coche de Keith tras el intento frustrado de huir a Londres, y, aunque estaba segura de que él no los había tocado, lo cierto es que tampoco se los había devuelto por correo o transferencia. De modo que se había visto obligada a coger prestado dinero de su madre —se repitió varias veces lo de «coger prestado», porque pensaba devolvérselo—, por supuesto sólo el necesario. El vuelo más barato, y con diferencia, era Frankfurt-Londres/Stansted, así que optó por éste. Para economizar, desechó ir en taxi y afrontó una odisea de autobuses, trenes y metros para llegar en hora al aeropuerto de Frankfurt. El tren de cercanías iba lleno hasta los topes y ella fue casi todo el viaje en el pasillo, en cuclillas junto a la maleta. Después resultó que el vuelo tenía retraso y tuvo que pasarse horas en el aeropuerto, rabiosa consigo misma porque no se le había ocurrido coger al menos un bocadillo para el camino. Tenía un apetito voraz, pero no se atrevió a tocar el dinero que llevaba. Más aún: para no caer siquiera en la tentación de gastarlo, lo cambió inmediatamente, en el mismo aeropuerto, por libras inglesas. Ahora ya no podría comprar nada en Alemania.
En el avión, al menos, le dieron un bocadillo seco, una ensalada de patatas algo pastosa y unas galletas resecas, y ella lo había devorado todo con avidez. También tomó un café y pidió tantas veces que le llenaran el vaso de agua que la azafata casi se molestó con ella. Daba igual. Algo tenía que hacer para aguantar despierta.
Como era la primera vez que estaba en Londres, llegar a la estación Victoria le supuso una auténtica aventura: en un par de ocasiones los metros la llevaron a otros destinos y, asustada y nerviosa, tuvo que desandar el camino y volver a empezar. Al final llegó casi por casualidad. Tras pasarse una eternidad estudiando los confusos horarios, comprendió que el próximo tren con parada en la estación de Bradford no pasaría hasta la mañana siguiente, y que por tanto no le quedaba más remedio que pernoctar en un banco. Le pareció más seguro quedarse en la estación que salir fuera. Si descubrían que sólo tenía quince años, habría perdido su oportunidad de encontrarse con Keith.
Hacia el final de un andén encontró un banco medio escondido tras una columna. Ahí seguro que no la encontrarían, salvo que ya estuvieran buscándola… Aunque había caído la noche, la temperatura no bajaba. Sin embargo, Ricarda continuaba sintiendo frío; debía de ser por el cansancio y el hambre. Sacó un jersey de lana de su bolsa, se lo puso por encima y luego se tapó con su cazadora tejana. Se apretujó contra una esquina. Los ojos le escocían de cansancio, pero el corazón le latía a toda prisa y no la dejaba dormir. Aquella noche apenas logró dar alguna cabezadita; su cuerpo parecía empeñado en mantenerse totalmente desvelado.
«Como un animal —pensó—; soy como un animal salvaje que tiene que estar siempre pendiente de sus enemigos».
Pero ya estaba muy cerca de conseguirlo.
Había llegado a Inglaterra.
… y de pronto me ha pasado una escena por la cabeza… Me he visto a mí misma con una pistola, disparándoles a todos en la cabeza. Ellos me miraban con los ojos como platos y empezaban a escupir sangre por la boca. Quiero verla enferma y hecha polvo. ¡Quiero verla MUERTA!
Cuando me metí en la cama me entró fiebre. Bastante alta. Y tuve alucinaciones. Vi sobre todo a papá. A papá degollado. Rodeado de sangre. Sangre por todas partes: en la casa, el jardín… Y también muertos por todas partes…
He querido decir a mamá que J. espera un bebé; que engañó a papá y ahora está embarazada… Son las mismas imágenes sangrientas que vi cuando tenía fiebre. Entonces, en medio de toda esa sangre aparece J. Está muerta. Degollada. Y mientras muere se le resbala el feto entre las piernas. Un montón de células viscosas que ni siquiera tienen aspecto de bebé…
Estaba en el baño, mirándose en el espejo. Tenía el rostro pálido como la cera. Parecía una zombi. Le temblaban las piernas, y le pareció que sólo se sostenía en pie porque se apoyaba contra el lavabo. Juntó las piernas, como si así pudiese sostener mejor al bebé. Había vomitado largamente, sacándolo todo, hasta que al final sólo devolvía bilis. Casi sin aire, se había sujetado el vientre en un gesto instintivo de protección a su pequeño. Los vómitos habían sido tan violentos que pensó que no le quedaría nada, absolutamente nada, en su interior. Ni siquiera el bebé. Pensó que su cuerpo no pararía hasta expulsar todo lo que hubiera admitido o absorbido con anterioridad. Y durante todo ese rato no dejó de oír la voz de Elena; aquella voz vacilante y temerosa con que había ido leyendo algunos pasajes del diario de su hija, titubeante, espantada ante lo que leía.
Sus susurros: «Tengo miedo, Jessica, tengo mucho miedo de que fuera ella».
Sus murmullos: «¿Crees que es posible, Jessica? He leído algunas cosas que me han hecho pensar que mi hija está enferma, Jessica. ¡Tiene que estarlo para escribir así!»
Su pregunta, apenas con un hilo de voz: «¿Sabes si tenía una coartada para aquel día? ¿Dónde estuvo mi hija? ¿Dónde estuvo, Jessica?»
Y, al fin, para convencerse del todo (o bien para convencerse de lo contrario), los textos. Ciertos pasajes leídos casi en susurros, como si la acechase algún espía al que hubiera que ocultar la magnitud de sus terribles sospechas.
«Y mientras muere se le resbala el feto entre las piernas. Un montón de células viscosas que ni siquiera tienen aspecto de bebé…»
Las náuseas la habían asaltado repentinamente, como si alguien hubiese accionado un interruptor. El interruptor de la luz, que puede sacar de las sombras, instantáneamente y sin previo aviso, toda una habitación. Se levantó de un salto. La terraza, el jardín, la casa… todo daba vueltas a su alrededor, y de pronto vio a Elena como a través de un velo, y le pareció oír su voz al otro lado de una pared de algodón, pero no comprendió lo que le decía. Después no recordaría cómo logró llegar al baño, pues todas las paredes se le venían encima y el suelo se tambaleaba. Y entonces vomitó. Escupió todo su espanto, su repugnancia, su miedo, su horror, y creyó que ya nunca podría parar y en el fondo no le importó. Vomitó y se juró que protegería a su hijo. Que lo sacaría adelante en medio de aquella locura. No importaba lo que hiciera aquella pandilla de locos, perversos, enfermos y perturbados mentales: ella se encargaría de mantener a salvo a su pequeño.