Después del silencio (46 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

BOOK: Después del silencio
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El patio estaba tranquilo y silencioso. Dos gallinas marchaban altivas hacia el granero mientras sus congéneres habían preferido la sombra de los arbustos y se entretenían cavando hoyos donde apoltronarse. La granja parecía mejor cuidada que en tiempos del viejo Greg, y eso que sólo había pasado un mes. Pero en ese lapso Keith había conseguido ordenar y solucionar un montón de cosas: se había deshecho de los aparatos oxidados e inservibles acumulados en todos los rincones, así como de los neumáticos viejos y los prehistóricos tablones que en su día habían formado la letrina del Datio. Había arrancado las malas hierbas hasta llenarse las manos de ampollas y desfallecer del dolor de espalda. Había pintado la pocilga y renovado la antigua cerca del corral. Ahora le tocaba cambiar el cristal roto del pajar y dar una capa de pintura a la puerta de entrada. Quedaba mucho por hacer.

Jamás se había sentido tan útil y activo.

Y, desde luego, jamás habría pensado que todo ese entusiasmo, interés y dedicación vendría motivado por la granja. Antes le deprimía cualquier asunto relacionado con ella, y se ponía enfermo de sólo pensar en trabajar codo con codo con su padre. Lo único que quería era huir a su granero, tumbarse en el desvencijado sofá y soñar con restaurar casas antiguas y nobles.

Arrancar malas hierbas, reparar cercados y recoger estiércol no tenía nada que ver con su idea de ganarse la vida. Por eso le sorprendió que todas esas cosas le resultaran apasionantes. Era como si la enfermedad de su padre le hubiera abierto un camino hasta entonces bloqueado. Ahora era libre. Con cada cubo de porquería que quitaba de en medio, sentía que quitaba de en medio a su padre; con cada cardo que arrancaba del suelo, arrancaba también a su padre; con cada novedad que se proponía, echaba de allí a su padre y ocupaba su lugar.

Greg no había muerto, pero tampoco podía decirse que siguiera vivo. En el hospital lo habían dejado al cuidado de su esposa, lo cual significaba que Gloria tenía que ocuparse ahora de una especie de bebé gigante: un hombre que no podía levantarse de la cama, necesitaba que le dieran de comer en la boca y le cambiaran los pañales, que no podía pronunciar una palabra inteligible y, según los médicos, no tenía la menor posibilidad de recuperación o mejoría.

Ahora la granja le pertenecía a él, a Keith. Todavía no en sentido estricto, legal, pero sí en el práctico. Él era el único responsable de los animales, la tierra, la casa, los establos y gallineros. Y era consciente de que tanto su madre como su hermana veían en él al nuevo cabeza de familia. Además, tenía la sensación de que en aquellas cuatro semanas había hecho suya la granja, la sentía más cercana y había encontrado un lugar donde encauzar su vida. «Soy como un perro que va meando en las esquinas para marcar su territorio», pensó con ironía. Pero de pronto su vida tenía perspectivas. Veía un futuro. Las cosas habían cambiado radicalmente.

Respiró hondo y pensó en la conversación telefónica que acababa de mantener. Ricarda estaba desesperada y necesitaba ayuda, y, la verdad, le había dado un poco de miedo. Él sólo tenía diecinueve años y estaba intentando encontrar un camino para su vida. ¡Y justo ahora tenía que aparecer una persona que necesitaba aferrarse a él en busca de apoyo! ¿Sería capaz de acometer una relación seria con una niña de dieciséis que acababa de sufrir un profundo trauma? No hacía falta ser psicólogo para comprender la gravedad de su situación. Había perdido a su padre del peor modo, y el que varios conocidos hubieran sido también asesinados agravaba las cosas. Incluso podía pensarse que en el fondo Ricarda estaba viva por mera casualidad.

Pero por teléfono ella ni siquiera mencionó el asunto, y eso fue lo que más preocupó a Keith. Seguía igual que el día en que él le había dado la noticia, en el granero: prefería no hablar del tema, como si no existiese. Aquella actitud no podía ser saludable, no estaba bien negarse a aceptar la realidad. Sin embargo, él la amaba, de eso estaba seguro. Era una muchacha cariñosa y entregada, sincera y auténtica. No tenía nada que ver con el común de las chicas de su edad, engreídas e insoportablemente caprichosas. Y además era preciosa.

—Keith, soy yo, Ricarda —le había dicho, y él se había quedado sin habla, de modo que tras unos segundos ella tuvo que preguntar—: ¿Keith?, ¿sigues ahí?

—Sí —logró balbucear al fin—. Sí, sigo aquí.

—He intentado llamarte al móvil alguna vez, pero lo tienes apagado.

—Es que ahora estoy siempre en la granja y cualquiera puede encontrarme en el teléfono de aquí.

—¿Y no escuchas tu buzón de voz?

—Pues… no. —Poco a poco empezaba a recuperarse del anonadamiento—. Ricarda, qué alegría oír tu voz. ¿Cómo estás? ¿Qué tal te encuentras? —Era una pregunta de mera cortesía a la que sólo correspondía un «bien, gracias», pero la respuesta fue:

—No estoy bien, nada bien. Te echo mucho de menos y ya nada es como antes. No consigo encontrar el camino.

—Bueno… tuviste una experiencia horrible y necesitarás tiempo para…

—Es por nosotros. Es por nosotros que no logro encontrar el camino.

Estaba claro que ni siquiera quería pensar en los asesinatos. Para ella nunca habían sucedido. ¿Se puede reprimir tanto un recuerdo?, pensó Keith.

—Ahora todo es diferente —explicó ella—. Antes de las vacaciones era una niña. Ahora ya no.

—Tienes quince años —le recordó él.

—Casi dieciséis. Faltan sólo dos semanas.

—Pero aun así eres muy joven.

Ella no respondió de inmediato.

—No te lo parecía tanto cuando me propusiste irnos a Londres a empezar una vida juntos —dijo al cabo.

—Bueno, pero entonces…

—¿Entonces qué? ¿Cuál era la diferencia?

Ni él mismo lo sabía. Pero era diferente. Quizá tuviera que ver con los asesinatos. Cuando habían emprendido el viaje a Londres ella era una chiquilla con algunos problemas, problemas que podían considerarse normales para su edad. Ahora, en cambio, había sucedido algo espantoso. Algo a lo que Keith temía.

—¿Vas a quedarte en la granja? —preguntó Ricarda al fin.

Se sintió aliviado de que fuera ella quien lo dijese.

—Sí. En parte todo está relacionado con mi padre. Fue por él que quise marcharme. Pero ahora… ahora la granja me pertenece. El viejo está fuera de combate. Aún vive, pero tiene los reflejos y la mentalidad de un bebé. Soy mi propio jefe y… me siento en la obligación de mantener la herencia familiar. Generaciones enteras han vivido y trabajado en este lugar, y no quiero ser yo quien rompa la cadena.

La voz de Ricarda sonó cálida y cercana:

—Lo entiendo. Lo entiendo muy bien.

Y esa calidez volvió a despertar en él la seguridad y complicidad que sentía cuando estaba con ella. Ése era el rasgo más auténtico de Ricarda. Su calidez.

Se imaginó de pronto la cara que pondría su madre cuando le presentara a una chica alemana de quince años que no había ordeñado una vaca en su vida, ni esquilado una oveja ni cocido una barra de pan. Y que además era una de las víctimas de Stanbury.

Aquella historia aún tenía en vilo a todo el pueblo, pues todos sabían que la mujer arrestada tenía en su contra acusaciones muy débiles, y era muy probable que el asesino continuara suelto. Su madre pensaría que se había vuelto loco.

—Cuando cumplas los dieciséis podríamos casarnos —le había dicho.

Sí, se lo había dicho. Rebuscó en el bolsillo de la camisa y sacó un mechero y un pitillo arrugado. Lo encendió e inhaló una profunda calada. Acababa de dar un paso de gigante. Esperaba que fuera lo correcto.

En ese momento oyó un ruido a su espalda y se dio la vuelta. Gloria se asomó a la puerta. La terrible enfermedad de su marido le había proporcionado un aspecto aún más triste y apesadumbrado, incluso parecía más menuda, quizá por el modo en que encogía los hombros.

—¿Quién era? —preguntó, mientras tosía exageradamente para recordarle lo que pensaba de su adicción al tabaco.

—Una vieja amiga.

—¿La conozco? —quiso saber Gloria, desconfiada.

Desde que Greg había caído enfermo, ella se interesaba mucho por las amigas de su hijo, que hasta entonces le habían resultado indiferentes. Es que ahora había dos cuestiones que la preocupaban: que Keith conociera a una chica y se fugara con ella, o bien que la llevara a la granja y no le cayera bien. La carga de su marido ya era mucho para ella, y no quería tener que enfrentarse a más problemas.

—No, no la conoces —dijo Keith, tirando el cigarrillo al suelo y aplastándolo con el tacón.

—O sea que no es nada serio, ¿eh? —quiso asegurarse Gloria.

En ese instante Keith comprendió que Ricarda era lo más serio que le había pasado en la vida. Y sintió un incongruente deseo de abrazar a su madre, pero no lo hizo porque ellos no se dispensaban esa clase de cariño; su gesto sólo habría contribuido a asustar y desconcertar a Gloria.

13

Experimentó una especie de
déjà-vu
, sólo que no se trataba exactamente de una situación que ya hubiese vivido, sino de una muy similar: llovía a cántaros, regresaba a casa y vio luz en su ventana. Ella volvía a estar allí.

Esta vez no volvía del abogado, como la semana anterior, sino de los archivos del
Observen
Durante los últimos años había reunido todo el material de prensa existente sobre su padre, pero de vez en cuando no podía resistir la tentación de rebuscar en los archivos en busca de alguna pista que le condujese hasta su madre y, por tanto, hasta él mismo. O eso, o bien algo que le ayudara a comprender por qué Kevin McGowan había abandonado a su amante Angela Bowen. Quizá hubiera algún motivo, alguna razón de peso que le ayudara a entender un poco mejor a su padre y a reconciliarse con él.

No había encontrado nada que no supiera o que no tuviera ya en alguna de sus muchas carpetas. Y de pronto había sentido hambre y dolor en los ojos. Ya eran las seis y media.

Cuando salió a la calle, estaba lloviendo. El día había amanecido cálido y soleado, pero al mediodía empezaron a acumularse nubarrones, y al poco el cielo había abierto todos sus grifos. Una vez más, Phillip no llevaba paraguas ni chubasquero. Parapetado bajo balcones y salientes, corrió pegado a las paredes hasta un restaurante paquistaní. Estaba bastante lleno de gente que también buscaba refugio de la lluvia, pero consiguió hacerse con una mesita libre. Al mirar en su monedero descubrió que, para variar, tenía algo de dinero. El suficiente para una cerveza y un plato de arroz con verduras.

Le gustó la comida, se le secó la ropa y el alcohol lo reconfortó un poco. Aún pidió un chupito y se puso a observar a los demás comensales. Oía fragmentos de conversaciones, pero ni siquiera los escuchaba. Se sentía optimista y feliz.

Aquella tarde se había ocupado de Kevin, su esposa Patricia y la rama alemana de la familia. No era la primera vez que lo hacía, pero en esta ocasión puso especial esmero y dedicación. Sabía que a su padre no le quedaba ningún pariente en Inglaterra, pero nunca había intentado descubrir si los tenía en Alemania. Quizá el otro hijo de Kevin McGowan aún vivía, o bien algún tío o primo lejano, o lo que fuera. Quizá Kevin había mantenido el contacto con alguno de ellos después de su divorcio con Patricia. Quizá incluso había confiado en alguno de ellos y le había hablado de Angela Bowen. Quizá encontrase alguna pista de momento desconocida.

Iba a hacerlo. Se marcharía a Alemania. A Hamburgo. Allí habían vivido Kevin y Patricia, y allí empezaría a seguirles el rastro.

Había conseguido ahorrar algo de dinero con sus trabajos de doblaje, y, aunque sabía que debía un mes de alquiler, su casero aún no se había quejado. Además, estaba acostumbrado a vivir al día. Y tenía que admitir que su economía estaba mejor que nunca merced a que Geraldine pagaba buena parte de sus gastos: comida y bebida, electricidad, periódicos… Gracias a ella había podido ahorrar en las últimas semanas. Y sin remordimientos, ya que nadie le había pedido que se le pegara de ese modo.

Eran las nueve de la noche cuando salió del restaurante. Empezaba a oscurecer y seguía lloviendo. Aquella noche ya no pararía, de modo que no tenía sentido esperar un rato más. Aún le sobraba un poco de dinero y estuvo tentado de pedir un taxi, pero al final decidió que no. Su viaje a Alemania tenía prioridad absoluta.

Así que, una vez más, se metió en un vagón de metro lleno a rebosar, y volvió a oler a abrigos mojados; corrió hasta su casa bajo la lluvia y se fijó en la estrechez y fealdad de su barrio. Y vio luz en su ventana, pese a que ya eran más de las nueve y media.

Había creído que Geraldine se habría marchado, enfadada porque él no se presentaba a cenar y ni siquiera le telefoneaba. Seguramente estaría con la bruja de Lucy, pensó con resignación. Se habrían bebido una botella de champán y ni siquiera se habrían dado cuenta de la hora.

Pese al sosiego que le había proporcionado el alcohol y cavilar sobre el viaje a Alemania, empezó a sentir cierta agresividad, quizá porque estaba seguro de que ella pondría el grito en el cielo cuando le contase sus proyectos.

Cuando abrió la puerta del piso se vio asaltado por una oleada de humo que lo hizo toser. La estancia estaba muy cargada y al principio no supo de dónde venía aquella humareda. Pero entonces la vio, arrodillada frente a la estufita de hierro que había en una esquina, justo en la zona en que el techo inclinado era más bajo.

Phillip nunca la había utilizado. Estaba en el piso cuando él llegó, y el casero le dijo en su día que podía deshacerse de ella porque todo el edificio disponía de calefacción central. Al final la estufa se quedó donde estaba, llena de hollín y polvo y sin ninguna función. ¡Y ahora resultaba que a Geraldine se le había ocurrido convertirla en una romántica chimenea, en pleno mes de mayo, sólo porque fuera llovía!

¿Qué estaría tramando?, se preguntó. ¿Por qué demonios no lo dejaba tranquilo de una vez?

Estaba echando al fuego papeles de periódico, por lo visto sin darse cuenta de que las llamas ya estaban altas, el humo anegaba la habitación y ella misma tosía y respiraba con dificultad. Pese a que tenía los zapatos empapados y fue dejando sus huellas húmedas y sucias en la moqueta, Phillip cruzó la estancia, abrió la ventana y exclamó:

—Pero ¿qué haces? ¿Pretendes intoxicarnos? ¿Qué diablos estás haciendo?

Geraldine no lo había oído entrar y dio un respingo.

—¡Dios mío, qué susto me has dado! —Se llevó una mano al pecho—. Estoy quemando diarios.

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