«¿Qué demonios son esos… documentos?», pensó.
Evelin se sentó en la hierba, empezó a leer y pasar hojas, y él se quedó mirándole la ancha espalda, que en su día probablemente había sido esbelta y hermosa pero ahora era robusta y gruesa, debido sobre todo a los michelines que se le formaban bajo los brazos y en la cintura. Luego, cuando se aburrió de aquella contemplación estéril, decidió regresar al pueblo, pero entonces vio otra figura que se acercaba caminando por el bosquecillo. Una vez más volvió a esconderse en la escalera del sótano, y cuando asomó la cabeza con cautela descubrió a Jessica dirigiéndose a la casa. Le sorprendió verla allí, y se quedó impresionado al observar lo pálida y extenuada que parecía.
La siguiente vez que se atrevió a asomarse para mirar, era ella la que estaba sentada bajo los manzanos leyendo aquellos misteriosos papeles. No vio a Evelin por ninguna parte, aunque él no había oído el motor del coche, así que no debía de estar muy lejos. Seguro que no había entrado en la casa, porque seguía precintada por la policía y ella no era la clase de personas que se atreve a cruzar sin más una cinta de prohibición de las autoridades, así que se la imaginó sentada en los peldaños de la puerta principal, esperando a que Jessica acabara de leer. Así pues, no tenía modo de salir de allí sin que lo vieran. Podría cruzar el prado que llevaba hasta el bosquecillo, pero tendría que rezar para que Jessica no levantara la vista de los papeles o Evelin volviera justo en ese momento.
«Pero ¿de qué tengo miedo? —se preguntó—. Al fin y al cabo, he decidido entregarme a la policía. No tendría que importarme que me descubrieran».
Mas en el fondo sabía que sí era importante. No se trataba de eludir un poco más la orden de búsqueda y captura, sino de entregarse voluntariamente. De ir a la policía por decisión propia, no porque Evelin o Jessica lo vieran, se pusieran nerviosas y llamaran a la pasma. ¿Qué habría tenido que hacer en tal caso? ¿Esperar con ellas a que llegaran los polis? ¿Aceptar que se abalanzaran sobre él y lo esposasen pese a que en ningún momento hubiera pretendido escapar? ¿O huir de allí, empeorando así el desagradable asunto de la búsqueda y captura?
«¡Mierda! —se dijo—. ¿Por qué demonios han tenido que venir aquí estas dos, precisamente hoy? ¿Y qué cojones están leyendo tan absortas que ni siquiera se dan cuenta del tiempo que pasa?». Se planteó la posibilidad de hablar con Jessica. Seguro que ella no se pondría nerviosa. Quizá hasta quería hablar con él. Pero al final no se atrevió. Ella le hacía sentirse… le daba vergüenza, en su presencia sentía una inexplicable timidez. Aquella mujer lo había impresionado, le infundía respeto. Admiraba su realismo, su claridad, su inteligencia, su capacidad de mirar más allá de las apariencias y enfrentarse a los hechos reales. Las pocas veces que la había visto —pocas pero intensas, en su opinión—, había comprendido que no era una mujer feliz. Ella había esperado otro tipo de vida con su marido y ahora no estaba dispuesta a conformarse y cerrar los ojos a la realidad. Ni siquiera aunque al final del camino tuviera que romper con su matrimonio.
Jessica le gustaba. Y desde luego le habría gustado conocerla en otras circunstancias. No como mujer de otro y viviendo en la casa que él reclamaba como legítimamente suya. Aquella situación hacía prácticamente imposible que pudieran llegaran a intimar. Se imaginó en Londres con ella, en una tarde de primavera de esas que huelen a flores y tierra húmeda incluso en la metrópoli, sentados a la mesa de un pub, al atardecer, el cielo azul oscureciéndose en el exterior y una suave música melancólica y un barman aburrido en el interior. Cada persona que entrara en el pub traería consigo un poco de aquella fragancia primaveral, y entretanto ellos tomarían una copa de vino blanco, conscientes de que algo estaba comenzando; algo que, sin importar como acabara, dejaría un recuerdo indeleble en sus corazones…
Pero no en las actuales circunstancias. Y por mucho que le apeteciera compartir con ella sus sentimientos, sacudió la cabeza y se dijo que eso sólo complicaría aún más las cosas. No estaban en un pub de Londres con aroma a primavera. Estaban en Yorkshire, y de un modo u otro ambos eran víctimas de un terrible delito, de una tragedia que había desatado en ellos el miedo y la desconfianza. No podían salir juntos sin más. Era imposible librarse de las preocupaciones. No había pub ni vino blanco, ni la posibilidad de perderse en los ojos del otro y prometerse un futuro feliz. La realidad era cualquier cosa menos romántica: a él lo buscaba la policía y estaba escondido en la oscura y húmeda escalera de un sótano, y ella estaba sentada en la hierba leyendo algo que sin duda tenía relación con su marido muerto —al menos eso intuía— y que por lo visto la cautivaba y horrorizaba al mismo tiempo. Y Evelin reaparecería de un momento a otro. La gorda y triste Evelin. Seguro que a ella sí le daba un ataque de histeria si lo descubría.
De pronto se dio cuenta de que Jessica ya no estaba allí, pero él no había oído el motor del coche. Lanzó una maldición en voz queda. ¿Qué demonios estaba pasando? Se asomó con precaución y escudriñó el jardín. Todo estaba tranquilo y silencioso bajo aquel sol de justicia. Si conseguía llegar al bosquecillo sin ser visto podría dar un rodeo a la casa y…
Sus pensamientos se interrumpieron de golpe.
Vio a Jessica.
Estaba sentada en el viejo banco de madera en que él mismo había estado hacía unas dos horas… Parecía mirar con absoluta concentración el suelo a sus pies. Fuera lo que fuese lo que había visto, estaba claro que acaparaba toda su atención. ¿Duraría su concentración lo suficiente para que él pudiera cruzar el pequeño prado? En ese momento ella alzó la vista y miró alrededor.
Phillip se escondió a la velocidad del rayo. Estaba casi seguro de que no lo había visto.
En cuanto Jessica oyó pasos a su espalda, dijo sin volverse:
—Evelin, tenemos que marcharnos. Debemos irnos ahora mismo. Creo… —bajó la voz— creo que Phillip Bowen anda por aquí.
—¿Phillip Bowen? —preguntó Evelin. Su voz sonó algo pastosa.
Jessica se inclinó, cogió una de las trenzas de hierba, se incorporó y se dio la vuelta hacia Evelin. La cálida brisa de la tarde le acarició el rostro, le alborotó el pelo y pegó su camiseta blanca a la incipiente barriga.
La mirada de Evelin se clavó directamente en ese punto. La nueva curva de Jessica se distinguía con nitidez. Pasaron unos segundos, y cuando Evelin levantó la vista Jessica reconoció en sus ojos el velo de la locura. Entonces supo que el doctor Wilbert tenía razón: ella era la persona que no había logrado seguir soportando la terrible calma de Stanbury House, no Ricarda.
En apenas una fracción de segundo decidió jugárselo todo a una carta: convencer a Evelin de que Phillip era el enemigo. Si lograba hacerla creer que las dos estaban en el mismo bando, aún tendría alguna oportunidad.
—Mira estas trenzas —dijo—. Bowen las hace a todas horas. Ha estado aquí.
Con mirada ausente, Evelin observó los tallos de hierba que Jessica le enseñaba.
—Se pasaba muchas veces por aquí.
—Sí, pero de eso hace más de un mes. La hierba tendría que estar marchita y reseca, pero en cambio mira, aún está fresca. Esta trenza tiene apenas unas horas —dijo, y la arrojó al suelo—. Vamos —añadió—, tenemos que marcharnos. Phillip es peligroso. ¿Has cogido tus cosas? ¿Y las llaves del coche? ¿Quieres que conduzca yo?
Evelin no movió ni una pestaña.
—Vamos, Evelin, no podemos…
—¿Ya notas al bebé? —preguntó ella con voz inexpresiva—. ¿Ya se mueve?
—Ya te contaré cuando lleguemos al pueblo —respondió Jessica, intentando parecer lo más natural posible—, ahora tenemos que irnos antes de que aparezca Bowen. ¡Por favor, Evelin, seguro que está muy cerca, y es muy peligroso!
—Yo notaba a mi bebé —continuó Evelin, impertérrita—. Me daba pataditas. Estaba vivo.
No lograría convencerla. Su amiga había caído en un estado de enajenación en que todo le era indiferente. Ahora todo le daba igual.
Todo, menos el recuerdo de su bebé.
—Quizá la culpa de que no pudieses quedarte embarazada otra vez era de Tim —conjeturó Jessica a la desesperada—. Así que cuando vuelvas a estar con otro hombre es muy probable que…
—No, ya no podré tener más hijos —dijo Evelin. Su rostro y sus ojos estaban completamente vacíos. Era imposible descubrir en ellos la mínima expresión—. Aquella vez me destrozaron por dentro. Para siempre.
—¡Qué dices! Vamos, sólo tuviste un aborto. Muchas mujeres han pasado por esa desagradable experiencia y luego han vuelto a quedarse embarazadas.
La expresión de Evelin se alteró levemente y a Jessica le pareció percibir una pizca de vida. Una pizca de odio.
—¿Que muchas mujeres han pasado por lo mismo? —Dio un paso hacia Jessica. Olía a sudor rancio—. ¿Dices que muchas mujeres han pasado por lo mismo? ¿Estás segura? ¿Crees que hay muchas embarazadas de seis meses a quienes su marido pega con tanta fuerza en la barriga que acaban desangrándose y al final pierden a su bebé?
Acabó la frase a voz en grito, y el silencio subsiguiente fue terriblemente intenso, apenas interrumpido por la respiración de ambas mujeres.
—No había motivo alguno —dijo Evelin. Hablaba con voz monocorde, como si lo que contaba no fuese con ella. Y seguía sin moverse del mismo sitio—. No había ocurrido nada. Llegó a casa una tarde, un viernes. Se había pasado todo el día dictando un seminario y yo ni siquiera lo oí llegar. Estaba en la habitación del bebé guardando ropita en el armario. Me encontraba mejor que nunca. El embarazo iba viento en popa y tenía muchísimas ganas de tener el bebé. Tim, el pequeño y yo formaríamos una verdadera familia. Y por fin tendría algo que fuera mío. Por primera vez en mi vida podría sentir que otra persona era parte de mí.
—Te entiendo —dijo Jessica, con cautela.
Se preguntó cuán peligrosa podría llegar a ser Evelin. A los demás los había atacado por la espalda, los había pillado desprevenidos, y por eso no le había costado acabar con ellos. Un corte limpio en la garganta…
¿Cómo podía haber cometido tamaña monstruosidad?, se preguntó.
Era increíble. Sin embargo, ahora que veía su expresión y su miraba, no le cabía duda de su culpabilidad. Evelin era una enferma mental, aunque la mayor parte del tiempo no se notara porque su estado solía mantenerse latente bajo la apariencia de una profunda depresión. Quizá había sido una mujer normal hasta que perdió a su hijo, aunque Jessica lo dudaba. Después de todo lo que sabía sobre su infancia, le pareció más probable que su desequilibrio viniera de esa época.
Los brazos de Evelin colgaban inertes a ambos lados de su cuerpo, y las manos se escondían entre los numerosos pliegues de su holgada camisa tejana. Jessica temía que estuviera empuñando un cuchillo. Si así era, no tendría la menor posibilidad.
—Tim subió la escalera y se plantó en el umbral de la puerta —continuaba Evelin—. Yo lo miré tranquilamente y le dije algo. «Hola» o «buenas tardes» o algo así, y él respondió que daba una imagen patética: la futura mamá en la cursilada de cuarto del futuro bebé. Cuando oí «cursilada» comprendí que se disponía a humillarme. Seguro que no pararía hasta hacerme llorar u obligarme a vomitar. Normalmente no oponía resistencia porque sabía que él lo necesitaba y que de todos modos no lograría nada plantándole cara. Hacía mucho tiempo que sus arrebatos se habían convertido en parte de mi vida, como había sucedido con mi padre. Sólo tenía que esperar a que desaparecieran tal como habían llegado, y a que los huesos o los ligamentos o las emociones volvieran a soldarse y recuperar su función. Pero aquella tarde… No sé, me sentía diferente. Desde que supe que esperaba un hijo notaba cambios en mi carácter. No sabría decirte el motivo. Quizá era la conciencia de estar gestando una vida en mi interior, de que iba a producirse un milagro y que yo sería la hacedora del mismo… Me sentía fuerte, y cada día que pasaba me notaba menos dispuesta a permitir las humillaciones.
»Le dije que iba a preparar la cena, pero cuando fui a salir de la habitación me cerró el paso. "Estoy hablando contigo", me dijo, y yo le contesté: "Lo que has hecho ha sido una observación. No me ha parecido que estuviéramos conversando." Una vez más intenté pasar junto a él, pero entonces me cogió por el pelo y me echó la cabeza atrás con tanta fuerza que pensé que iba a partirme el cuello. Grité de dolor. Él estaba fuera de sí. "¡No se te ocurra volver a hablarme así! ¿Me oyes? ¡No vuelvas a hacerlo nunca!", me gritó. Entonces me dio un puñetazo en el estómago. Y otro, y luego otro, y otro más. Caí al suelo y me doblé sobre mí misma intentando proteger al bebé. Él empezó a darme patadas y pisotearme. Yo chillaba de miedo y dolor y él no dejaba de repetir: "¡Voy a enseñaros modales, a ti y a tu enano! ¿O acaso creíais que podíais insultarme y quedaros tan tranquilos?"
»Cuando por fin se marchó yo había perdido casi el conocimiento, pero logré arrastrarme hasta el baño. Allí descubrí que estaba perdiendo sangre, cada vez más. Conseguí ponerme de pie y comprobé que la hemorragia era muy grave. Hilos rojos me bajaban por la pierna y empapaban la moqueta. Tim apareció en ese momento y vio cómo estaban las cosas. Se había calmado como por ensalmo. Me dijo: "Tenemos que ir al hospital, creo que estás teniendo un aborto." Dejé que me metiera en el coche. Me llevó casi en brazos. Parecía muy preocupado por mí. "En el fondo me habría sorprendido que hubieras aguantado un embarazo hasta el final", me dijo.
»En el hospital dijo a las enfermeras que me había caído por la escalera y me había golpeado la barriga contra una columna. Me operaron y me hicieron un raspado para sacarme lo poco que quedaba de mi bebé. Dos días después un médico vino a verme y me preguntó si la historia de la escalera era verdad. Yo tenía unos morados enormes en la barriga y dijo que no le parecía posible que me los hubiera hecho de esa manera. Pero le respondí que sí era verdad; que todo había sucedido tal como había dicho mi marido. Él insistió un poco pero al final desistió. ¿Que por qué mentí? —Se encogió de hombros—. Porque ya nada tenía sentido. Todo en mí había muerto. Ahora lo único que me quedaba era Tim. Sin él no podría seguir viviendo.
—Por Dios, Evelin —musitó Jessica—. No sabes cuánto lo siento. Tiene que haber sido algo terrible. Tim no mencionó nada de esto en sus papeles…
—Ninguno de los dos volvió a mencionarlo nunca. Me caí por la escalera con la torpeza que me caracteriza.