»Así que fuimos a la cocina y él empezó a abrir cajones y armarios y a mirar por todas partes, y yo simulé que lo ayudaba. Entonces vi el cuchillo sobre el fregadero, y casi al mismo tiempo vi que Tim se ponía de rodillas para rebuscar en uno de los cajones de abajo. Cogí el cuchillo y me acerqué a su espalda. Sin mirarme siquiera, él gritó: "¡Joder, apártate, que me quitas luz!" Pero en lugar de apartarme me incliné y le corté el cuello. Él no hizo ningún ruido, sólo cayó pesadamente de bruces y se quedó ahí tendido.
—Y después mataste a todo aquel que se cruzó en tu camino…
Evelin arrugó el entrecejo y aparentó hacer un gran esfuerzo por recordar.
—No estoy segura. A partir de ahí todo es borroso… Sí, veo a Patricia. Está inclinada sobre el abrevadero de la entrada, ¿verdad? La maté y luego me dirigí al parque. Había alguien sentado en un banco. Un hombre. Lo vi por detrás. No me oyó acercarme, estaba sumido en sus pensamientos…
—Alexander —susurró Jessica. Empezaron a zumbarle los oídos y se le secó la boca—. Por favor, no sigas…
No estaba claro si Evelin aún podía oírla o no.
—Lo maté. Fue tan fácil… Fue muy fácil matarlos a todos, ¿sabes? No me costó nada, ningún esfuerzo. Se morían, sencillamente. Y de pronto me pregunté por qué había tardado tanto en hacerlo, por qué había esperado tantos años, por qué había dejado que me maltrataran tanto, con lo fácil que era eliminarlos. —Meneó la cabeza, como si no pudiera creer cuán sencillo le había resultado—. De verdad que fue muy fácil…
—¿Y por qué Diane? —preguntó Jessica sin aliento—. ¿Y Sophie? ¿Por qué las niñas?
Evelin puso de nuevo aquella expresión pensativa.
—Siempre se reían de mí. Siempre. Cuchicheaban cuando yo me acercaba. Me observaban todo el día. Para ellas no era más que una gorda tonta de la que reírse. Tenían que pagar por ello. Está bien que hayan muerto. —Miró a Jessica a los ojos.
«Ahora caerá en la cuenta de que yo también soy uno de ellos», pensó ella.
—Evelin, escucha —le dijo—, te equivocaste al interpretar las palabras de Phillip. Él no quiso decirte que mataras a tu marido y a sus amigos. Lo que intentó decirte fue que hablaras con Tim, que le gritaras si era necesario, que no le dejaras tratarte así, que te divorciaras de él, que lo denunciaras por sus malos tratos y le exigieras una compensación económica que lo arruinase… Que te plantaras delante de él y sus amigos, a los que ya no tendrías que llamar amigos, y les echaras todo en cara, que les dijeras que habían fracasado como seres humanos. Pero no tenías que destrozarte la vida matándolos porque no habían sido justos contigo, cuando ni siquiera les habías hablado del infierno en que vivías. Ahora están muertos y ninguno ha llegado a pagar por su cobardía y su silencio culpable. ¿De verdad te sientes mejor? ¿Crees que ha valido la pena?
—Claro que han pagado —respondió Evelin con voz aguda—. Han pagado con su vida el destrozo que hicieron en la mía. Era lo justo.
—Pero tu vida no está destrozada. Aún eres joven. Seguro que hay cientos de hombres que podrían hacerte feliz. ¿Por qué no te limitaste a darle la patada a Tim y buscar otros caminos?
—No me habría bastado —respondió Evelin. Hizo una pausa y luego añadió con agresividad—. ¡Y deja ya de decirme lo que debo hacer y lo que no! Tú no eres mejor que ellos. Te has burlado y te has reído de mí. Te has negado a ayudarme. Me has dejado en la estacada, igual que los demás. Te las das de consejera y de amiga, pero en el fondo te importo una mierda.
—Cogí un avión en cuanto me llamaste. Estoy aquí contigo, cuando podría estar tranquilamente en mi casa. Aplacé la reapertura de mi consulta sin avisar, pese a que la había anunciado, y a estas alturas mis clientes estarán tan contrariados qué habrán ido a otro veterinario. ¿Crees que habría hecho todo eso si no me importaras?
Evelin no respondió y Jessica comprendió que ya no la escuchaba.
—Sólo piensas en tu hijo, en tu maldito bebé —masculló Evelin con odio—. ¡Y te crees mejor que yo porque en tu barriga está creciendo una vida mientras que en la mía no hay más que muerte!
—No digas tonterías. —Entonces vio que la mirada de su antigua amiga se teñía de una locura absoluta.
Evelin dio dos pasos rápidos hacia ella, cuchillo en mano.
—¡Ha llegado tu turno! —gritó—. ¡El tuyo y el de tu maldito bebé!
Con una rapidez sorprendente, Jessica logró hacerse a un lado y esquivar a Evelin, que acuchilló el aire. Se colocó detrás del banco y pensó hacia dónde correr. Lo decidió en una fracción de segundo: ni hacia el bosque ni hacia el pueblo, porque en ambos casos la locura de Evelin habría podido con ella, sino hacia la casa.
Y así lo hizo, desconcertando a Evelin, que no supo reaccionar a tiempo. Se precipitó en el vestíbulo, cerró de golpe la gruesa puerta de madera y echó los pestillos. Luego cruzó el pasillo a toda prisa y subió los escalones de dos en dos.
¿Dónde había dejado su bolso? Seguramente en el banco del jardín, y el móvil se había quedado dentro, de modo que no podía llamar a la policía. Pero de momento estaba a salvo, encerrada en la habitación que había compartido con Alexander. Se había dejado caer en la cama y se miraba las manos, que no paraban de temblar. Tardó varios minutos en recuperar el aliento y el ritmo cardíaco.
Echó un vistazo en derredor.
Si no fuera por el olor a encierro y la fina película de polvo que recubría los muebles, parecía que Alexander y ella nunca se hubieran marchado de allí —y menos que a él lo hubiesen asesinado—. La cama estaba hecha y por el lado de él asomaba su pijama azul. Sobre el respaldo del sofá había un jersey suyo, y de una esquina del espejo colgaba una corbata. Jessica se había llevado consigo algunas pertenencias cuando la trasladaron al Fox and Lamb, pero después no fue capaz de volver por el resto. Vio unos pendientes suyos sobre la cómoda, y la toalla que había dejado colgada de una silla. En la ventana seguían, ahora secos y marrones, los narcisos que había recogido la tarde anterior a la tragedia. El agua hacía tiempo que se había evaporado.
Se levantó, fue al lavabo —donde seguían el cepillo de dientes de Alexander y su maquinilla de afeitar—, abrió el grifo y se mojó la cara. En el espejo comprobó que tenía grises hasta los labios, y manchas de sudor bajo los brazos.
«Tengo un aspecto horroroso», se dijo.
Salió del baño, se acercó a la ventana y miró fuera. No distinguió nada raro. Todo parecía tranquilo bajo el sol. «¡Si viniera alguien —rogó desesperada—, si diera la casualidad de que justo ahora viniera alguien!»
Pero ¿por qué motivo iba a querer nadie ir a Stanbury House? Quizá algún que otro turista morboso quisiera acercarse a ver «la casa del horror», tal como habían dado en llamarla en algunos periódicos ingleses, pero la posibilidad de que lo hicieran en ese momento era más que mínima. La realidad era que estaba cautiva en Stanbury House, y que podría seguir así por tiempo indefinido. El teléfono estaba en el piso de abajo, en el vestíbulo. Pero ¿a quién podría llamar? ¿Cuál era el número de la policía? Aquel terrible 24 de abril no había vacilado, pero de pronto no había manera de recordarlo.
El único número de la zona que le vino a la cabeza fue el de la señora Collins, la señora de la limpieza. Podría llamarla y pedirle que avisase a la policía.
Sin embargo, ¿cuánto riesgo correría si decidía bajar?
Se acercó a la puerta y pegó la oreja para escuchar. No oyó ni una mosca. La casa era vieja, pensó, y si alguien anduviese por ahí se oiría el entarimado del suelo o una puerta u otra cosa. Así pues, Evelin no podía estar moviéndose por las habitaciones, y tampoco podía haber subido la escalera sin provocar cierto estrépito.
«Pero mientras estuve sentada en la cama con las manos temblorosas no presté atención a nada —se recordó—. Aunque hubiera irrumpido una manada de búfalos no me habría enterado. Evelin podría haber subido entonces y estar quietecita al otro lado de la puerta». Aquella idea le provocó un escalofrío, e instintivamente se apartó de la puerta. «Conserva la calma», se ordenó, y pensó que le quedaban dos atisbos de esperanza. Una, que la locura de Evelin desapareciera con la misma rapidez con que había aparecido; al fin y al cabo, el día de los asesinatos había acabado temblorosa y en estado casi catatónico. La diferencia era que en esta ocasión aún no había consumado lo que tenía en mente; pero, quién sabe, quizá recuperara la cordura de algún modo, soltase el cuchillo y se quedase en blanco… Y dos, Phillip Bowen. Había estado en el jardín hacía poco, y por tanto cabía que aún siguiera por ahí. Quizá viera el coche frente a la puerta, o bien su bolso sobre el banco, y comprendiera que en la casa había gente. La pregunta era si querría entrar en contacto con esa gente. Sobre él pendía una orden de busca y captura y probablemente tendría miedo de que lo vieran.
No había tomado nada desde la hora del desayuno, había caminado un buen trecho y se había dejado la piel —y los nervios— intentando que Evelin entrara en razones, así que no era de extrañar que se sintiera tan débil y hambrienta. Por suerte podía beber todo lo que quisiera. Fue al baño y tomó dos vasos de agua dando largos y ávidos sorbos. El hambre y la debilidad, no obstante, siguieron apremiándola.
«Ahora tienes problemas más importantes que saciar el apetito», se reprendió, a punto de echarse a llorar de pura debilidad y porque no sabía qué hacer. Cogió el pijama de Alexander y se lo llevó a la cara. Aún olía levemente a su marido muerto. De pronto rompió a llorar, al principio quedamente y después con creciente desesperación, hasta que empezó a temblarle el cuerpo. Se tumbó en la cama y lloró por Alexander, por su amor, por su desilusión, porque ya nunca podría volver a hablar con él, hacerle preguntas, obtener respuestas. Lloró y lloró, y las lágrimas no dejaron de brotarle durante casi una hora. Después se incorporó levemente y pensó que por fin había tenido el llanto que tanto anhelaba. El que debía a la memoria de Alexander.
Eran las tres y cuarto. Habían pasado dos horas desde que había hablado con el doctor Wilbert. Seguramente había caído presa del nerviosismo al ver que ella no llamaba. Quizá incluso intentara telefonearle, puesto que él tenía su número. ¿Informaría a la policía inglesa si ella no contestaba sus llamadas?
Volvió al lavabo y se lavó la cara llorosa. Luego se acercó de nuevo a la puerta y escuchó atentamente. Seguía reinando un silencio sepulcral. Si Evelin había caído en el mismo estado de shock que la vez anterior, no lograría moverse sin ayuda. Y si al doctor Wilbert no se le ocurría llamar a la policía, aquella incertidumbre podría prolongarse una eternidad. Tenía que hacer algo.
El llanto la había aliviado un poco y se sentía más fuerte y confiada. Giró el pomo con el mayor el sigilo y abrió la puerta unos centímetros, lo justo para atisbar el pasillo. Todo parecía tranquilo y en silencio. Respiró hondo y asomó la cabeza. Miró a ambos lados y luego se deslizó presurosa hasta la escalera. Empezó a descender. Cuando algún peldaño crujía, se detenía conteniendo el aliento y miraba en todas direcciones. Pero todo seguía en silencio. Vio el teléfono en la mesita junto a la puerta de la cocina, y se detuvo a pensar qué era más peligroso, si llamar desde el interior de la casa, donde alguien escondido en alguna habitación podría oírla, o si salir al jardín por su bolso y su móvil. Fuera sería más visible y vulnerable, decidió. Telefonearía desde el vestíbulo.
El aparato tenía también una capa de polvo, pero por suerte no habían cortado la línea. Descolgó y marcó de memoria el número de la señora Collins. «¡Por favor, que esté en casa! —suplicó mentalmente—, ¡por favor!». Al menos no comunicaba. Jessica sujetaba el auricular con tanta fuerza que las manos empezaron a temblarle. «¿Por qué no lo coge, Dios mío? Quizá esté en el jardín y tarde un poco en llegar al aparato —pensó—. ¡Cielo santo, vamos, vamos!»
—Cuelga el teléfono —le dijo Evelin, apareciendo como por arte de magia en la puerta de la cocina.
Aún empuñaba el cuchillo y tenía la cara manchada de una sustancia viscosa y repulsiva. Al parecer había vuelto a entregarse a su pasatiempo favorito, atiborrándose con lo que quedaba en la nevera, sin tener en cuenta que había pasado más de un mes y todo debía de estar caducado e incluso medio podrido. Jessica tuvo que reprimir las náuseas.
—Evelin —dijo con mucho tacto—, creo que tendría que venir alguien a recogernos.
—Cuelga el teléfono —repitió Evelin con dureza.
Jessica obedeció. Al otro lado de la línea no habían contestado. La señora Collins debía de haber salido.
—Ahora arrodíllate —ordenó Evelin.
Tenía un aspecto grotesco, con la cara y la camisa churreteadas de aquella papilla repugnante y empuñando el cuchillo amenazadoramente. Parecía la protagonista de una película de terror en una escena disparatada.
Jessica trató de huir hacia la puerta, pero Evelin le cerró el paso con un movimiento sorprendentemente ágil.
—Esta vez te toca pagar a ti —dijo.
Desesperada, Jessica corrió hacia el lado opuesto del vestíbulo y logró meterse por la puerta del sótano, cerrando de un portazo.
Habría podido escapar fácilmente por la terraza, pero los nervios le habían jugado una mala pasada. Sujetó la puerta con una mano y con la otra pulsó el interruptor de la luz. La bombilla desnuda que colgaba del techo se encendió parpadeando. Al otro lado de la maciza puerta, Evelin, en lugar de intentar abrirla, se limitó a echar el cerrojo. No tenía intención de seguirla. Jessica suspiró. «Pretende esperarme a la salida —pensó—, o echarle el candado y dejarme morir de hambre».
Reflexionó un momento. Su situación había empeorado considerablemente. Volvía a estar atrapada, pero con la diferencia de que esta vez podían atacarla en cualquier momento. Sus posibilidades eran bien pocas: quedarse dormida equivaldría a su perdición, y por más que se esforzase por mantener los ojos abiertos, al final el sueño la vencería. Su única opción era jugárselo todo a una carta e intentar salir al jardín. Después de todo, Evelin quizá no había pensado en esa posibilidad y había vuelto a la cocina para seguir zampándose todo lo que encontrase.
Bajó el resto de los escalones de piedra que llevaban al sótano. Al menos tenía espacio para moverse. Avanzó entre el montón de cosas acumuladas durante décadas y vio un viejo bate de béisbol. Lo cogió; quizá pudiera servirle de arma. Las telarañas le rozaban la cara, y había tanto polvo acumulado que tuvo un acceso de tos. De pronto tropezó con una caja de vino vacía e intentó sujetarse de un antiguo colgador de ropa, pero se partió en dos y Jessica cayó al suelo causando estrépito.