Después del silencio (57 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

BOOK: Después del silencio
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La madre de Evelin.

Ahora la mujer debe de ser una verdadera obra de arte de la cirugía: no le quedaba un centímetro de cuerpo que su marido no hubiese destrozado a mamporros y que los médicos no hubieran tenido que recomponer en el quirófano. El tabique nasal, las costillas, los dedos, las muñecas, las clavículas, los dientes… Una vez estuvo en el hospital con el bazo desgarrado, otras varias con contusiones cerebrales, o con el tímpano reventado, y una vez estuvo a punto de desangrarse porque él le clavó un cuchillo en el muslo. Supongo que los médicos intentaron que denunciara a su marido, pero ella nunca lo hizo. Así es este tipo de mujeres. Tengo muchas entre mis pacientes. Podrían llegar arrastrándose al hospital con una bala en el estómago y serían capaces de decir que el arma se disparó accidentalmente mientras la limpiaban.

Evidentemente, Evelin nunca me contó todo esto. Ella se limitaba a añorar el caserón viejo y romántico, con su bonito jardín, y no dejaba de repetir que su padre había sido un escritor genial pero desconocido. «Nunca tuvo demasiado dinero —decía—, y creo que por eso mamá cayó en la depresión».

¡Por favor! Por lo que sé, la mujer no tenía ninguna depresión. Tengo contactos en el campo de la psiquiatría, y he pedido informes. Mi suegra está en el manicomio. Mi suegro molió a palos su cabeza de chorlito y tuvieron que encerrarla para que no se convirtiera en un peligro público. Ya no sabe quién es, ha perdido la capacidad del habla y sólo masculla frases inconexas, y, si por ella fuera, prendería fuego a todo lo que se le pusiera por delante: casas, coches, árboles, animales… No deja de desvariar sobre la capacidad purificadora del fuego. Por suerte, ningún médico del mundo aceptaría sacarla de donde está.

Hace unos años —poco antes de que Evelin se quedara embarazada—, el bueno de Wilbert le hizo elaborar todo este asunto en sus sesiones, y entonces ella recordó el infierno en que creció. Mejor dicho, desbloqueó su memoria. Hasta la fecha siempre había dicho que pasó la mayor parte de su infancia en la cocina de su casa, lo cual significaba, en la práctica, que pasó allí todos y cada uno de los segundos que no estaba en la escuela. Hoy está gorda como una ballena, lo cual no deja de ser irónico, porque, como ya he dicho, cuando la conocí era bastante delgada, y en las fotos de su infancia parecía casi famélica. O bien apenas comía o bien tenía bulimia, cosa que sospeché durante un tiempo pero que —debo admitirlo— no era verdad.

En cualquier caso, el hecho de que la cocina uniera la casa con el jardín —muchas casas antiguas se construían así— parecía de vital importancia para ella. En sus sesiones con Wilbert mencionó muchas veces la relación que establecía entre sus estancias en la cocina y los románticos escalones de piedra que llevaban al jardín. Pero tardó años en reconocer que en el fondo esos escalones no eran sino el único lugar por el que podía escaparse cuando su padre se volvía loco y se abalanzaba sobre su madre, convirtiéndola en un pequeño ser miserable que no dejaba de gimotear y suplicar compasión. Entonces Evelin se quedaba temblando en la cocina, dispuesta a salir corriendo si las cosas se ponían demasiado feas, con la mirada puesta en los escalones del jardín.

Así fue en realidad. De pronto lo supo. Y a partir de ese momento tuvo que ingeniárselas para vivir con ello.

Durante un tiempo aumentó el número de sesiones con Wilbert, y las tomó tan en serio que hasta me planteé seriamente prohibírselas. No me habría costado nada convencerla —siempre ha sido una persona maleable—, pero la verdad es que estaba tan hecha polvo, se había quedado tan afectada desde que recuperó sus recuerdos y borró su mecanismo de represión, que pensé que el desaguisado debía arreglarlo la misma persona que lo había causado, esto es, el doctor Wilbert. Al fin y al cabo, ¿por qué demonios iba yo a tener que soportar a una mujer depresiva, chalada y siempre llorosa? Los recuerdos de su infancia y juventud emanaban de su interior como torrentes, y a veces hasta yo mismo me mareaba al oírlos. Por supuesto, yo sabía que el pasado de Evelin tenía que ser una cloaca, porque de lo contrario no habría sido tan tímida ni reservada ni habría estado tan dispuesta a interpretar siempre el papel de víctima, pero de pronto me dio mala espina. ¿Y si el charlatán de Wilbert no conseguía recuperar al menos en parte a mi mujer y la dejaba siendo la piltrafa en que se había convertido? ¡Dios sabe lo poco que me apetecía tener que soportar una copia exacta de su madre!

Sin embargo, y pese al dolor que le provocaba, era evidente que al enfrentarse a su pasado conseguía también cierta liberación, una especie de relajación, un menor agarrotamiento, y al final resultó que se quedó embarazada, después de años de soñar con ello. Se volvió loca de contento, y debo reconocer que al principio yo también me alegré. Nunca me había planteado seriamente la posibilidad de tener un hijo, pero tampoco tenía nada en contra. El problema fue que Evelin empezó a cambiar, y su evolución cada vez me gustaba menos: a medida que pasaban los meses y el bebé crecía en su interior, ella iba alejándose de mí. Fue como si el ser que aún no había nacido estuviera suplantándome y apropiándose de mi sitial, el de la persona de referencia para Evelin, el centro de su vida, el que le daba calor, el objeto de su amor y de su entrega y dedicación. Ella le cantaba canciones, hablaba con él y hacía verdaderas locuras, pero lo que más me molestaba era que ya no se preocupaba por mí. Hasta aquel día se había comportado como un perrito tímido y miedoso que tiene que estar siempre cerca de su amo, o sea de mí, y se comportaba en función de lo que yo quería o no quería cada día, de mi estado de ánimo. No hacía nada que pudiera molestarme. Adoptaba el comportamiento propio de una mujer que ha crecido en una familia marcada por la violencia.

Pero ahora, de pronto, era como si mi humor no le pareciera importante. En realidad apenas me prestaba atención. Pensaba en el bebé desde que se levantaba hasta que se acostaba, y yo perdí todo mi poder sobre ella. Me había quitado de en medio.

Evidentemente, me costó mucho aceptar aquella situación. Me sentía frustrado y en cierto modo inseguro, y tenía la sensación de que nuestra relación tomaba un rumbo muy negativo. Quién sabe lo que habría acabado sucediendo… Pero el destino acudió en mi rescate: al sexto mes de embarazo, Evelin perdió al añorado hijo.

Volvía a ser mía.

El problema es que nunca llegó a superar aquella pérdida. Al principio me pareció normal, pero al cabo de un año seguía tan desesperada como en los primeros días, los que siguieron a la intervención en la que le salvaron la vida a costa de liquidar al bebé. El día a día empezó a ser cada vez más complicado y menos divertido. Lloraba como una Magdalena y compensaba su dolor comprando y comiendo hasta reventar. Se plantaba frente a la nevera (la cocina la había recuperado, había vuelto a convertirse en su cuartel general) y se metía en el cuerpo todo lo que encontraba. O bien iba a las mejores tiendas de la ciudad y se compraba más vestidos de los que podría utilizar en su vida. En otras palabras: se volvió gorda y cara. Esto último no me preocupaba demasiado porque gano mucho dinero y en el fondo me gusta que mi mujer lleve ropa que se nota que ha costado una fortuna, pero lo que sí me molestaba —y aún me molesta— era que hubiera perdido el último ápice de belleza que le quedaba. Y no había modo de recuperarla. Se pusiera lo que se pusiera, su gordura estaba ahí. Todavía era sumisa y entregada, y por tanto un objeto fascinante, pero no hay que olvidar que soy un hombre: de vez en cuando también me gustaría disfrutar mirando a mi mujer.

Empiezo a estar preocupado.

Como acabo de decir, Evelin cambió mucho tras el fiasco del bebé, sobre todo desde el punto de vista externo, con el tema de las compras y la comida. Por supuesto, también sus depresiones se multiplicaron, aunque eso era de esperar. Pero desde hace medio año, quizá incluso más, hay algo nuevo en su actitud; algo que ni siquiera yo, que estoy más que acostumbrado a tratar con todos los aspectos de la psicología humana, me atrevo a valorar.

Podría describirlo diciendo que está preparando algo. Se le ha ocurrido una imagen, una idea, un pensamiento; ha imaginado algo, y ese algo se ha puesto en movimiento y ha enfilado su propio camino. Seguramente Evelin ya no puede controlarlo. Quizá ni siquiera pueda detenerlo.

Lo noto. Noto cómo ha cambiado su mirada. Percibo una diferencia en su tono de voz. Sí, casi puedo olerlo. Evelin tiene otro olor. Hasta ahora había olido a miedo, lo cual siempre me estimuló, pero de pronto hay algo nuevo mezclado en ese olor. ¿Quizá el inicio de una rebelión?

Pero «rebelión» y «Evelin» son dos conceptos incompatibles. De ahí que me sienta preocupado. Ciertos animales, si se ven continuamente presionados u obligados a alterar su forma de vida o presienten que van a caer en una depresión, acaban planeando su propio suicidio. Deciden dejar de vivir y mantienen su decisión con una voluntad inquebrantable. Dejan de comer y beber, se tumban en un rincón y esperan que les llegue la muerte. Pese a su falta de libertad, la privación de sus derechos y la opresión a que se los ha sometido, se erigen de pronto en dueños de sí mismos y de su autodeterminación, y recuperan su dignidad. De algún modo, como por instinto, reconocen que, pese a la sensación de que no les queda ninguna salida, ése es el camino a seguir. Y así triunfan sobre sus torturadores. Les privan del poder que tenían sobre ellos.

Creo que a Evelin está ocurriéndole algo semejante. Es evidente que ya no espera nada bueno de la vida, y es posible que su mente haya tomado ya un rumbo que acabará provocándome un extraño dolor, y a ella la salvación. Quizá haya empezado a pensar que el suicidio la ayudará a acabar con su mayor problema (esto es, la vida), y de paso me daría una bofetada de la que tardaría años en recuperarme. Se trata de un pensamiento cruel y malvado que no me sorprendería nada en una personalidad como la suya. Me privaría de mi poder sobre ella. Ya no podría alcanzarla. Tendría que pasarme el resto de mi vida pensando que he fracasado, que no me queda ninguna opción, que no lograré que las cosas vuelvan a enderezarse.

Al final ganaría ella.

Ahora la observo con más atención que nunca, siempre con la mayor preocupación y cierta alarma. Lógicamente, no he dejado de indicarle quién es y qué es. Creo que no podría dejar de hacerlo. Quizá hasta sienta el gusanillo de tener que apurar al máximo esta situación. Estoy llegando al límite. Pero ¿dónde debo parar? ¿Cuándo dará ella ese paso que tanto temo pero al que estoy empujándola sin remedio?

¿Sentiré algún tipo de placer al pensar que fui el verdadero promotor de su desaparición? ¿Que el suicidio de Evelin quizá sea un homicidio? ¿Que el culpable podría haber sido yo?

Sé y puedo decir cosas que la sacan de quicio. ¿Debo pensar que al hacerlo estoy forzando su reacción?

Es todo tan imprevisible… tan complicado…

13

Había tenido acceso a los pensamientos de un enfermo mental y se había mareado al atisbar el precipicio que se abría a sus pies.

Estaba sentada a la sombra de un manzano, sobre la hierba, disfrutando de un maravilloso día de primavera en la campiña inglesa. Unas abejas zumbaban a su alrededor, y mariposas y mariquitas revoloteaban por el campo. Todo era tan perfecto que parecía irreal.

Pero el horror de lo que había leído le hizo esbozar una mueca de pavor.

Tim siempre se había metido con Alexander y Leon, y los había humillado y ridiculizado; había analizado sus defectos con verdadero placer y había hurgado en las heridas de quienes, en principio, eran sus mejores amigos. Había sido a veces cínico, crudo, brutal o simplemente malintencionado con ellos. Con una actitud marcada por la arrogancia, se había dedicado a sonreír con desprecio —que podía intuirse en cada una de las líneas que había escrito—, y había diseccionado el material que había desplegado ante sí. Si aún sentía algo por sus amigos, estaba claro que no era más que desprecio. Un desprecio hiriente y profundo, puro y duro, que sorprendía por la frialdad con que se manifestaba.

—No estoy segura de querer leerlo —le dijo a Evelin en cuanto ella le pasó la carpeta y se levantó para dejarla sola.

Pero Evelin había mostrado una decisión poco propia de ella, y no dejaba lugar a la réplica.

—Léelo. Al menos tú, léelo. Quiero que alguien se entere de cómo era.

—¿Ya lo has leído todo, hasta el final?

—No, pero ya tengo suficiente. Basta con leer las primeras páginas para saber cómo será el resto.

—¿Adónde vas?

—A recoger mis cosas. Hoy o mañana volveremos a Alemania, y te aseguro que no pienso regresar jamás.

—¿Aún tienes la llave? Además, la policía aún no nos deja entrar.

Para sorpresa de Jessica, Evelin, siempre tan obediente y sumisa ante las autoridades, se encogió de hombros y le respondió:

—¿Y qué? Quiero recuperar lo que me pertenece. La policía metió la pata conmigo y ahora tendrá que tratarme bien.

Se dirigió hacia la casa con pasos más decididos de lo normal, y Jessica pensó que al desenmascarar a su marido había cobrado fuerzas. La justicia que esperaba encontrar al ofrecerle aquella lectura le hacía tener más energía.

Ahora tenía claro que Tim había sido un psicópata. No se había equivocado con él, y ahora entendía a qué se debía esa desazón que sentía cada vez que él se le acercaba. Era un enfermo. Un loco obsesionado con las ideas más absurdas, un pobre chiflado poseído por la necesidad de manipular y dominar a los demás. Se tenía por un psicólogo insuperable, pero en realidad no era más que un hombre dominado por sus propias neuras, miedos y mórbidos deseos. No necesitaba amigos ni una pareja; sólo víctimas. Había formado un grupo a su alrededor y se había asegurado de que no podrían dejarlo. A esas alturas, Jessica estaba casi convencida de que Tim se había ocupado de potenciar aquella amistad tan agobiante, aunque de un modo tan sutil que apenas se había notado. Leon y Alexander habían sido los personajes perfectos para él; el alimento ideal para sus maquinaciones: Leon, dominado y reprimido por su mujer e incapaz de independizarse profesionalmente, y Alexander, quien a sus cuarenta años aún temblaba ante la figura de su padre y perdía a las mujeres que lo amaban.

Las víctimas perfectas, igual que Evelin. Personas que no lograban hacerse cargo de su propia vida. Tim se había recreado con ellos, les había salido al paso con consejos paternalistas o incluso con ayuda real, como en el caso de Leon, a quien le había prestado una importante suma de dinero, pero de la que se servía para recordarle que estaba en deuda con él. Recordó el primer día de aquellas vacaciones, cuando los vio pasear juntos por el parque. Leon hablaba apasionadamente (ahora sabía que era más bien desesperadamente) y Tim lo escuchaba en silencio y con expresión seria, sin responder con palabras tranquilizadoras o un gesto conciliador. Debió de pasarlo en grande. Quizá ni siquiera le importaba perder su dinero si la cosa seguía así.

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