Detrás de la Lluvia (44 page)

Read Detrás de la Lluvia Online

Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
6.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Eso hizo un amigo por usted?

—Sí.

—Tuvo que ser un gran amigo para decidirse a cometer un asesinato —dije, y de nuevo nos miramos a los ojos.

—Mi mejor amigo.

—Dijo que el mejor fue Carlos.

—Otro más cercano que él —aseguró iluminando su rostro con una sonrisa desafiante.

Consideré que el momento era adecuado, así que miré a Rosa, que me entendió.

—Ese amigo de usted, Carlos, no vive en Méjico, ¿verdad? —dijo como de pasada, hechizando al hombre.

Capítulo 61

Con gran ilusión nos pusimos a caminar, pero nos perdimos en el primer recodo del sendero.

JOSÉ ELGARRESTA

Villablino, León, febrero de 1939

La alarma se encendió en las instalaciones de la mina. Los mineros corrieron al túnel de entrada. Esperaron. Poco después, la noticia.

—¡Derrumbe en la galería cinco!

—¿Quién estaba en el tajo? —preguntó el ingeniero director.

—El turno correspondía a los gemelos, a José Pérez, a Esteban Gómez...

—¿Qué se sabe?

—Nada aún. Ya está allí la brigada de salvamento. Tenemos que esperar.

Una hora más tarde ya sabían quiénes estaban atrapados.

—¿Por qué les llamáis los gemelos?

—Se les identifica más rápido porque son iguales y siempre van juntos —dijo el encargado general—. Pero no son familia ni tienen la misma edad. Carlos es un año más joven.

—Son un tanto raros, ¿no?

—¿A qué se refiere?

—Bueno, ya me entiende.

—Nada más lejos. Es pura amistad. En esta guerra hemos visto ejemplos semejantes. Estos muchachos hablan poco con los demás pero no desdeñan una ayuda. De hecho, cuando no están de turno suelen formar parte de la brigada de salvamento, voluntarios.

—No parece que tuvieran mucha mina.

—Llevaban un año aquí, pero uno ya trabajó en las cuencas de Asturias. No son nuevos. Conocían los riesgos.

Llovía tenazmente y toda la zona estaba enlodada. A través de los dardos de agua se veían bajar pequeñas cascadas por los montes. Todos los hombres sin turno de trabajo esperaban noticias fumando mecánicamente, sin hablar apenas, ecuánimes ante la desgracia reiterada. Sabían que bien poco valía una vida en las minas. Y más en esos tiempos. Desprendimientos, accidentes mecánicos o de circulación en las galerías, fracturas craneales, explosiones de grisú, caídas, asfixia por gases, enfermedades pulmonares por la silicosis... Siempre acechando, siempre cobrándose vidas.

Tres horas después subieron a ambos mineros, uno muerto, el otro herido no de gravedad. El ingeniero acudió al botiquín de urgencias junto al encargado. El superviviente era Carlos Rodríguez y estaba siendo curado de sus magulladuras. Tenía un ojo tumefacto, un labio partido y le sangraban la cabeza y las manos. El practicante le limpió y restañó las heridas. Luego colocó un vendaje y aplicó pomada y esparadrapos en los cortes de la cara. Finalmente le vendó las manos. Carlos explicó que el derrumbe fue repentino y que él pudo salvarse gracias a un hueco.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó el ingeniero, intentando no parecer acostumbrado a las tragedias.

—Bien, físicamente.

—Has demostrado una gran entereza mental. No es fácil estar sepultado más de tres horas.

—Lo difícil es haber sobrevivido con casi ausencia de aire —señaló el enfermero.

Carlos no hizo ningún comentario. Su mirada indicaba que había caído en un ámbito cerrado para ellos.

El médico vino de Ponferrada para certificar la muerte de José Manuel González. En el informe señaló fractura craneal y hemorragias como causas.

—¿Qué familia tenía? —formuló el ingeniero.

—Unos hermanos en Mieres —dijo Carlos.

—Habrá que decirles algo.

—Yo me encargo, y de sus cosas, si me da unos días libres.

—Claro. Cúrate esas heridas y descansa. Cobrarás los días de ausencia. —Miró su hinchada cara y le dio la sensación de que había escondido sus ojos—. ¿Seguirás con nosotros cuando te restablezcas o regresas a Asturias?

—Me quedo aquí. Ye una buena mina.

El entierro fue al día siguiente en el cementerio de Villablino. Caía una lluvia mansa y pertinaz, y todos los presentes iban en sus chubasqueros. El cura hizo un discurso rápido mientras un monaguillo le cubría con un paraguas. Carlos y otros dos compañeros palearon la tierra empapada sobre el féretro. Formaron un túmulo en el que fueron naciendo pequeños regueros disgregantes. Luego la comitiva se disolvió con cierta prisa hasta desaparecer como hojas de otoño navegando en el viento. El fallecido no tenía mujer ni hijos. Sólo ese amigo que permanecía quieto, solo, indiferente a la lluvia como si el tiempo no le importara.

Capítulo 62

Necesito que me veles cada noche

en mi blanco ataúd de hábitos y zarzas.

Cada mañana para honrarme

con guirnaldas sencillas de tu huerto.

Regrésame a mi nombre

a la dócil revelación de estar viva

sin que yo me dé cuenta.

CECILIA QUÍLEZ

Blanca, Murcia, septiembre de 2005

Blanca es una pequeña población emplazada en la fértil huerta de la Vega Alta del Segura y arrimada a un enorme macizo pétreo donde persisten las ruinas de un castillo. Se accede desde la cercana autovía de Madrid a Murcia por una estrecha carretera que serpea entre calcinadas llanuras. El río Segura la cruza por el lado oeste y está rodeada por elevaciones despejadas de arbolado y sin casi vegetación. Antes de iniciar mis pesquisas exploré el lugar para situarme, como hago siempre. Desde un entramado puente de hierro miré discurrir las mansas aguas. Reconozco que me encantan las poblaciones con ríos. Tienen algo, ya sean grandes ciudades o villorrios, que las diferencia por su aire evocador. Uno se asoma a un río y ve las luces, eléctricas o de las estrellas, lavándose en el constante discurrir. Allá van las aguas camino de otras, dulces o saladas, llevándose los suspiros de tantos soñadores de lugares lejanos. ¿Quién no ha navegado con la imaginación por las aguas de un río en busca de remedio a la impaciencia?

La plaza de la Iglesia está cercada de casas de fuste, unifamiliares, de varias alturas y cuidadas fachadas. Llamé a la puerta grande de una de ellas, de tres plantas balconadas, que hace esquina. No tardó en abrirme una señora de rasgos mezclados, en la cincuentena. Se me quedó mirando y tuve la impresión de que esperaba mi llegada; mejor dicho, la llegada de un forastero.

—Pregunto por el señor Gino Maccione.

—Aquí no vive nadie con ese nombre.

Era una mentira inútil porque en el Consistorio me habían indicado esa casa.

—Quizá pueda decirme dónde puedo encontrarle.

—Pierde su tiempo, señor. Ya le he dicho...

—Disculpe, ¿quién es usted?

—La sirvienta, el ama de casa.

—¿Podría anunciarme a los dueños?

—No están. Fueron a Campoamor a pasar unos días.

—¿En qué sitio exacto? Necesito verles.

—Lo siento. No puedo decirle nada más. Vaya usted con Dios —dijo antes de cerrar la puerta en mis narices.

El bar Dulcinea está en la calle principal del pueblo, a unos doscientos metros de la plaza. Apenas había clientes a esas horas. Me senté en una mesa junto a la pared de cristal. El hombre, de unos cincuenta años, vino con la amabilidad característica de la gente murciana. Cuando volvió con el café ya tenía yo colocado mi bloc sobre la mesa y simulaba estar concentrado en escribir.

—Un pueblo muy bonito.

—Y tranquilo, señor. ¿Viene de vacaciones?

—Lo voy a considerar. Soy escritor y un ambiente como éste me parece ideal.

—No lo dude. Aquí el único ruido es el piar de los pájaros.

—Blanca. Curioso nombre.

—Sí, es mejor que el que tenía antes. —Le miré—. Cuando el dominio de los musulmanes se llamaba Negra.

—Un cambio drástico —dije, tras un obligado silencio ponderador—. Intento ver al señor Gino Maccione pero no me ha sido posible.

—¡Ah!, el viejo profesor italiano. Una de las personas importantes del pueblo. No pudo resistir la pérdida de su mujer. Estaba muy enamorado de ella.

—¿Me dice que está muerto?

—Oh, no. Sólo que no pudo seguir viviendo donde lo hiciera tantos años con su mujer. Se le caía la casa encima.

—¿Vivían solos?

—Con tres hijas, casadas. Marisa, Raquel y Esther, francesas. Bueno, las dos últimas. Marisa nació en España aunque las tres se criaron en Francia. Todas con hijos. No crea que les sobraba mucho sitio.

—¿Siguen todos en la casa?

—No, sólo Marisa y su marido. Tienen cinco hijos que trabajan y viven fuera de aquí. Vienen a menudo. Y las hermanas viven una en Madrid y otra en Santander. Todos los veranos se dejan caer.

—Caramba, es usted una enciclopedia. No será también de la familia.

—No —rio—. Esta es una comunidad pequeña. Conocemos vida y milagros de cada vecino. ¿Por qué busca a don Gino?

—Un amigo suyo me dijo cosas de su pasado que creo pueden dar lugar a una buena historia.

—¿De veras? El ha vivido siempre de forma discreta desde que compraran la casa en el 75.

—Es rasgo de quienes hicieron cosas notables en su juventud. Y ahora, ¿podría decirme dónde puedo encontrarle?

Capítulo 63

En un cofre de plomo

guardo hebras doradas

que nadie va a quitarme si no quiero.

Yo mando en lo que encierra la muralla.

CARMEN JODRA DAVÓ

Gringorovo-Orléans, mayo de 1942

En la estación de Gringorovo los vagones de ganado habilitados se fueron llenando con los mil trescientos veinte hombres escogidos para el Primer Batallón de repatriados. Casi un año después de la llegada. No llevaban armas, pero muchos cargaban con algún objeto de recuerdo, distraído de los lugares ocupados. Habían entrado en combate tarde, pero todos llevaban en sus mentes los horrores vividos y, la mayoría, cicatrices en sus cuerpos. El contingente lo componían mutilados, convalecientes, casados, mayores de treinta años y los reclamados policialmente, además de varios «indeseables», término aplicado a los sospechosos de agitación política debido a su pasado izquierdista. Y también casi todos los jerarcas del partido azul supervivientes, que meses atrás se apuntaron deslumbrados a esa aventura quebrada. Viendo su clara espantada, Carlos se preguntaba si alguno de ellos estuvo físicamente en las trincheras de la guerra española. Porque todas las guerras eran iguales: la muerte como guión y colofón. Si hubieran estado no habría prendido en ellos la hipnótica llamada que les hizo dejar sus cómodas vidas en busca de una gloria no garantizada.

El Voljov se había transformado. Ahora era un río mucho más alto y sus aguas habían invadido las riberas centenares de metros. Las placas de hielo se desprendían para lanzarse al fuerte flujo y diluirse camino del norte hacia el lago Ladoga. El deshielo traía sonidos aletargados durante el feroz invierno y descubría más testimonios de las despiadadas batallas. Cadáveres sin rostro, los uniformes en jirones por la hinchazón tremenda, flotaban junto a los grandes bloques blancos, troncos de árboles y animales reventados. De repente a Carlos le pareció que aun sin vida los soldados seguían contendiendo; los españoles y alemanes intentando alcanzar Leningrado para tomarla y los rusos tratando de impedirlo. Incluso creyó oírlos gritar mientras giraban y chocaban en la veloz corriente.

El tren partió y muchos rostros expresaron la satisfacción por el retorno. Era un tipo de alegría diferente a la de un año antes, aunque igual de incontenible. El no haber muerto y la primavera que entraba por las puertas del vagón hicieron que muchos volvieran a cantar las viejas canciones, aunque con distinto sentimiento que durante el viaje de ida. Entre ellas, la que sonaba en todos los frentes de Europa, la alemana
Lili Marleen.

Vor der Kaserne, Vor der grossen Tor

Stand eine Láteme, Und steht sie noch davor...

Hablaba de un soldado que se despide de su novia, Lili Marleen, a la puerta del cuartel bajo la luz de una farola. Ya en el frente piensa en su amada sin cesar y se pregunta quién será, en el caso de no regresar, el que la bese junto a la farola.

Había muchas canciones que recordaban a la tierra, a la familia y a la novia añorada. Pero el pulso arrastrado de la melodía alemana y el lamento profundo del enamorado para con esa muchacha sin rostro de nombre tan sugerente, que quizá no volvería a ver, hermanó a millones de jóvenes combatientes. Carlos vio llorar a algunos soldados en sus asientos. Posiblemente de alegría o por haber recibido noticias de que la novia ya no lo era. Cerró los ojos y vio a Cristina. De ella no se despidió bajo una farola, sino en una nada romántica estación de metro después de viajar juntos a la gloria. Pero tuvo la misma angustia que el soldado alemán de la canción. Tanto la recordaba que a veces sentía resquebrajarse su confianza. Había leído sobre amantes que languidecían en la lejanía y dejaban que les abandonase la vida, como el sol cuando se rinde ante la noche. Pero él quería vivir, volver a sentir la frescura de los labios apenas besados. Y sin embargo ella estaba cada vez más lejos porque él no podía regresar a España.

De forma distraída topó con los ojos de Luis. Recordó al cabo Alberto Calvo y lo último que le dijo en los sótanos del monasterio de Otenskij.

—Quise matarte varias veces, Dios me perdone.

—¿Por qué quisiste matarme?

—Cabrón de mí. El inspector Perales dijo que eras un criminal y que habías matado a cuatro personas. El sabía dónde estabas y había dado orden de atraparte pero prefirió actuar por la vía rápida. Me prometió una buena cantidad si acababa contigo. Contactó conmigo durante un permiso. Prometió también, y esto fue lo que más me decidió, que sacaría a mi padre de la cárcel de Porlier, donde permanecía por haber luchado con la República. —Hablaba entrecortadamente, entre toses. Consciente de su gravedad parecía tener prisa en aliviar su conciencia antes de cruzar el umbral misterioso—. No me aclaró el porqué de sus prisas. Y no hice preguntas cuando me dio un generoso anticipo. Sólo pensé que matarte sería un acto de justicia por el que obtendría, además, las ayudas que tanto necesitaba mi familia.

La vida se le escapaba junto a la sangre.

—No sé qué le hiciste a ese tío, pero me mintió. Te he visto en estos meses y no puedes ser un criminal. Necesito tu perdón. Estoy intentando compensar mi conducta hacia ti. Alguien se comunicará contigo en algún momento. Hazle caso y no te dejes coger.

Other books

Dead In The Morning by Margaret Yorke
Blessed Are Those Who Mourn by Kristi Belcamino
Those Angstrom Men!. by White, Edwina J.
Reckless by Lizbeth Dusseau