Detrás de la Lluvia (46 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Cuando en el Tercio su capitán le habló de la orden de aprehensión, ¿sospechó por qué le buscaban?

—No. Me lo dijo por carta Alfonso, tiempo después.

—Si usted no era culpable, ¿por qué no se presentó?

—No estaban los tiempos para caer en manos de la policía. Entonces, cuando a algún mando policial se le metía en la cabeza inculpar a alguien de algo, no tenía dificultad en obtener la declaración de culpabilidad. Disponían de métodos muy persuasivos. Podían conseguir que declarara lo que ellos deseaban. Así resolvían todos los casos porque siempre atrapaban a los autores de los crímenes, aunque en muchas ocasiones fueran inocentes. Comprenderá que, sabiendo cómo era Perales, procurara no facilitarle la tarea.

—Usted comprobó la constancia de ese policía. Aun sin saber el parentesco con los dos hermanos, ¿no le extrañó tan permanente fijación, incluso tras saber que pagó por matarle?

—No, dada la personalidad del sujeto. Había sido desobedecido y burlado. Me enteré de que fue uno de los primeros miembros de la Brigada Político-Social creada en ese año 41. Quería una hoja brillante en su expediente. Cumplía con la función que le fue asignada en la vida. Yo debía ser capturado vivo o muerto, como en los
westerns.

—Y sus primos, ¿tanto se podía robar en la estación?

—Tanto como en cualquier sitio si se dan las circunstancias y se tiene formada una organización montada sobre sobornos. Ahora, en el pasado y en el futuro. La delincuencia es congénita de la sociedad humana.

—Supongo que el botín estaría a la altura necesaria como para que el asesinato tuviera justificación.

—En las personas normales no cabe tal justificación. Pero hablamos de mentes criminales, gente predispuesta a ello. Además, en aquellos años la vida de un obrero valía poco para algunos.

—¿En qué consistía el material robado?

—Bueno. Todo aquello susceptible de ser alzado con rapidez y de fácil transporte. Debo recordarle que Atocha era una estación con una enorme actividad, un centro económico y laboral de gran importancia. A diario se descargaban más de trescientos vagones de mercancías, aparte de las líneas de viajeros. Figúrese el tránsito y el trabajo.

—Supongo que los trenes de viajeros estarían separados de los de mercancías.

—En la parte central, la que va pegada a Méndez Álvaro, había seis vías para Gran Velocidad destinadas a viajeros. Hacia la avenida de Barcelona, más allá de un barranco, estaban las vías de Pequeña Velocidad, la mercancía de detalle. Pero también en los trenes de viajeros ponían algunos coches para mercancías menores, aparte de la paquetería y equipajes en consignación.

—¿Quién hacía la descarga?

—Aunque la compañía disponía de mozos, eran las contratas ferroviarias quienes se encargaban de eso y de las cargas.

—¿Quién controlaba todo eso?

—En primer lugar los encargados de las contratas, que eran varias. Atendían a un montón de mozos porque había trenes de hasta sesenta vagones, imagínese el espacio lineal que ocupaban. Por parte de la compañía había un factor encargado de las descargas, que tenía varios factores ayudantes para clasificar la documentación y contrastarla con la que manejaban las contratas.

—¿Los factores estaban presentes en las descargas?

—No habitualmente. Era un trabajo aburrido y repetido. Se fiaban de los encargados contratistas, salvo que hubiera incidentes.

—¿Qué hacían con las mercancías?

—Las más grandes se las llevaban directamente los consignatarios. Las otras se depositaban en almacenes para ser entregadas o repartidas en su momento. Lo que venía en trenes de viajeros, como maletas, baúles y paquetes, se quedaba en consigna, en otros grandes almacenes separados. Aquí los controladores encargados se llamaban factores de circulación.

—Parece que todo estaba debidamente vigilado.

—Sobre el papel. Los robos se hacían una vez que las mercancías pasaban a los depósitos de detalle o al de consigna.

—¿Exactamente qué robaba la banda?

—En detalle, muchas cosas. Vino, cemento, frutas, aceite de oliva y para máquinas, café de Portugal, huevos, frutos secos, calzado de calle y de casa, maquinaria menor, rollos de tela para trajes, prendas de vestir...

—Eso parece difícil de manejar.

—No, si se tiene una red. La banda tenía sus propias camionetas y actuaba durante las madrugadas. Pero era en consigna donde más artículos de valor obtenían. No puede imaginarse la de bultos que se manejaban. La nave siempre estaba llena porque, aunque la mayoría de los envíos salía en una o dos fechas, cada día venían más en una rueda inacabable. Abrían las valijas y cajas, sacaban prendas y cuantos objetos de valor hubiera y luego las cerraban y volvían a precintarlas. No todas se desvalijaban, desde luego, pero sí las suficientes para mantener la actividad. Era perfecto.

—¿Eso funcionó mucho tiempo?

—No sé si ocurría antes pero la banda de referencia empezó a actuar obviamente desde el término de la guerra, con el control militar del país. En esos años no existía la Renfe. Operaban varias compañías ferroviarias siendo las más importantes la MZA, la de los Caminos de Hierro del Norte de España y la de Ferrocarriles del Oeste y Andalucía. La red estatal fue creada en 1941, pero no empezó a actuar como tal hasta 1945. Tuvo un trabajo inmenso, no sólo para hacer un balance del estado de las vías, trenes y estaciones, sino para clasificar al personal. La nueva reglamentación los unificó en nuevas categorías, pues hasta entonces cada compañía tenía las propias, que diferían unas de otras. Fue un largo proceso que necesitó ese tiempo. La regulación total impondría un mayor control, lo que llevaría a la inevitable extinción de los robos en escala. Supongo que Perales y sus primos apreciarían esa realidad y trataron de activar sus operaciones para sacarles el máximo jugo en los breves años que durara. Pero al desaparecer los primos, el negocio secreto de Perales terminó abruptamente. Y eso es lo que nunca perdonó mi infatigable perseguidor.

—Entiendo que la constante gravitación de ese hombre sobre usted le llegaría a desesperar.

—Sí, en ocasiones. No me dejó hacer una vida normal. Pero con el tiempo todo se atenúa. Luego tuve compensaciones. Es una regla de vida. Unas veces te quita y otras te da.

—No es una regla. Hay quien sólo tiene desgracias en su vida y otros lo contrario.

—No me puedo quejar. Desde mi atalaya busco la riqueza de mi soledad, donde se vuelven a vivir los recuerdos y donde el alma se ensancha. ¿Ve este paisaje? Es una invitación a lo trascendental.

Le observé con atención y empezó a germinar en mí una sospecha. Tendí las redes.

—Habla del alma. Nunca entendí no ya de su existencia sino de la importancia que se le da, fundamentalmente por la Iglesia.

—¿Por qué no lo entiende?

—Eso de que es la depositaría de la resurrección, todas las almas apretujadas en el cielo esperando les llegue el día de instalarse en cuerpos nuevos.

—Téngala entonces como la definición científica de materia intangible.

—Siempre he sentido decepción por la importancia que los filósofos y teólogos han venido dando al alma, que en sí misma es sólo la sustancia que da vida a cualquier cuerpo animal, cuando lo importante del hombre es su intelecto.

Noté que lograba abrir brecha en su impasibilidad.

—Continúe.

—Cuando muere un gran pensador, pongamos un científico o un creador de arte, o cualquiera que destaque del nivel general, con él desaparecen muchas más cosas de las que ha realizado y dejado escritas o plasmadas. Años de estudio e ilustración, proyectos no puestos en práctica, un mundo ilimitado de ideas y sensaciones no expresadas aún... Todo ese bagaje irrepetible se pierde. Creo que si algo hay que guardar para esa resurrección final debería ser el cerebro de esos hombres, no su alma. Recuperar esos conocimientos sería lo beneficioso para esa nueva Humanidad, puesto que esa sabiduría de miles de años no habría que volver a aprenderla.

—Hay mucha razón en su argumentación. En todo caso, la inteligencia no está reñida con el alma. Son cosas distintas y no tienen por qué ser contradictorias en ese escenario final.

De repente noté que su mirada se alertaba. Estuvo un rato mirándome como si cayera en la cuenta de que había sido lo suficientemente incauto como para perder su disfraz. Comprendió. Le costó trabajo volver a tomar la palabra.

—Estoy seguro de que intenta decirme algo.

—Sí, que usted no es Carlos Rodríguez. En realidad es José Manuel González, el hombre del que nunca se supo desde que su hermano mayor lo echara de casa hace tantos años.

Capítulo 65

Puras Deus non plenas adspieit manus.

(Dios mira las manos limpias, no las llenas.)

PUBLIO SIRO

Águilas, Murcia, septiembre de 2005

Mi hombre permaneció imperturbable, como si llevara largo tiempo esperando ese momento.

—Admiro su voluntariedad en mantener abiertas sus dotes de observación. Es un tiro al azar. Seguramente es ésa su forma de actuar.

—A veces. Pero en esta ocasión creo haber dado en el blanco.

—Cree usted. Quizá la impresión le vino de algún comentario inocuo de Jesús.

—No. El me dijo que usted había muerto. Aun dando por hecho que la edad hace que todo se acepte como inevitable, no le noté muy apesadumbrado. No le creí, pero no confiaba en encontrarle. En realidad no le estaba buscando. José Manuel no formaba parte de mis impulsos.

—Entonces, ¿cómo se le ocurrió semejante cosa?

—No habla usted como minero. Su discurso es profundo, meditado, como el de un filósofo. Y además, está la cicatriz de su pierna. Recuerdo lo que me dijeron, el costurón que le produjo aquella rotura de pierna cuando de niño escapó con su amigo Jesús. Até cabos. No ha sido difícil. Soy detective.

—¿Qué empeño tiene usted en esto?

—Ya le dije. Me siento incómodo cuando me intereso por algo y no queda resuelto a mi satisfacción. Por otra parte, ¿y qué si es usted José Manuel? No es un delito ni un acto reprobable. No se enriqueció al cambiarse por Carlos, nadie resultó perjudicado. ¿No le parece que podría ser hora de ensanchar su espíritu? Seguro que no contó a nadie el proceso mental que le llevó a tomar esa decisión. Lo tiene dentro, golpeándole.

—Para nada. Soy un hombre feliz. ¿Usted lo es?

—Sí, y no tengo secretos.

—¿Qué pretende sacar de todo esto? ¿La venta de la historia a alguna revista sensacionalista?

—Si ésa es la impresión que le doy es que he perdido fiabilidad. Lo siento. No tiene sentido que sigamos. Es mejor que me marche —dije, levantándome.

—Espere. Contésteme. ¿Por qué cree que debo ir más allá de lo contado? ¿Qué reportará a mi tranquilidad?

—Durante varios años usted hizo hábito de la confesión. Con seguridad lleva mucho tiempo sin expresarle a nadie sus más recónditas sensaciones. Puede seguir así. O quizás es momento de renovar el aire que custodia sus recuerdos.

Se levantó sin aparente esfuerzo, como si tuviera los huesos elásticos. Se acercó a una ventana y miró a través durante largo rato, dándome la espalda. Luego retornó a la silla.

—Un hombre que estuvo a punto de morir en mi búsqueda no puede tener bajos instintos —dijo, sin licenciarme de su mirada—. Bien. Soy José Manuel González. Cabe volver a preguntarle. ¿Y ahora qué?

—No tenga preocupación. Como cuando creí que era Carlos. Todo seguirá lo oculto que usted desee.

—Es tranquilizador saberlo. Aunque no le veo predispuesto a dejar las cosas sin más.

—Le aseguro que es una sorpresa para mí. Ni por asomo imaginaba este hallazgo. Pero dado que ha ocurrido, sí me gustaría conocer más cosas de su vida.

—No tiene por qué aceptarlo, don Gino —dijo Jeliko mostrando su intención de llevar su protección al extremo.

—No pasa nada. Me fío de este hombre —dijo José Manuel, después de indagar en mis ojos.

—Gracias. ¿Qué sucedió con el verdadero Carlos?

—Le atrapó un derrumbamiento en una mina. Estábamos juntos. No pudo salvarse. Pero vive en mí. —Y por un momento noté gran intensidad en su mirada, como si hubiera más de dos ojos mirándome.

—Dejó usted el seminario y parece que nadie supo nunca el porqué.

—Por qué, cuándo y dónde sería la pregunta correcta. —Su mirada se volvió opaca mientras escarbaba en sus recuerdos—. Fue en febrero del 38, en Valdediós, precisamente adonde había llegado para continuar mis estudios. Estaba más obligado que convencido, pero me quedaban pocas salidas. Además, tenía que aclararme del todo después de dolorosas experiencias. Intentar atrapar la gracia o descartarla para siempre. El seminario estaba funcionando con normalidad desde poco después de terminada la guerra en Asturias y todo parecía haber recobrado la beatitud. Yo procuraba centrarme en el aprendizaje. Pero allí, en octubre del año anterior, había ocurrido un hecho terrible. Un batallón del Ejército nacional cayó en la maldad pura. No me lo podía creer. El testigo confidente estaba aterrorizado cuando me lo contó. A escondidas me mostró el terreno donde enterraron a las víctimas. ¿Cómo podían cometerse tales atrocidades y en un lugar sagrado? Se dice que Dios nunca está de vacaciones. Entonces, ¿cómo permitió tal brutalidad en un templo dedicado a Él, en un valle que incluso lleva su nombre? Con lúcida claridad sentí de golpe que no podía pertenecer al mundo de la Iglesia porque los religiosos responsables del convento sabían lo sucedido y lo ocultaban, destacando sin embargo, y como una justificación general, los asesinatos cometidos por los rojos, que no fueron pocos y muchos de ellos también injustificables. Y hasta allí llegué en mi intención de encontrar el camino hacia Dios. Volví a Pradoluz, a casa. Fue cuando mi hermano mayor me echó.

—¿Tan duro fue como para tomar tan drástica decisión, su rotundo cambio hacia un futuro incierto?

—Sí, lo fue. Luego puedo contárselo y usted juzgará.

Cada vez que rememoraba algo se quedaba abstraído, como si volviera físicamente al lugar de los hechos. Le acompañé unos momentos en el silencio.

—En cuanto a la religión, me parece que no lo dejó del todo. Veo una talla en esa repisa.

—¿Sabe? Nadie lo deja del todo aunque viva en el ateísmo. Es algo así como volver a casa. Hemos nacido inmersos en la religión cristiana. Con los años de vigor la despreciamos. Pero está ahí, latente siempre, esperando la oportunidad de instalarse de nuevo en nosotros.

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