Detrás de la Lluvia (48 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Estuve analizándolo. Llevaba años fallando a mi mejor amigo. Además, de tarde en tarde en mi interior aparecía el centelleo, aquello que prendió mis ojos con el vibrar de lo ignoto. Y también estaba Cristina. Como la mujer de mi amigo, ella tampoco reclamaba nada aunque yo sabía de sus nostalgias.

—Bien —me decidí—. Buscaremos ese tesoro. Volveremos a la tierra amada donde no podemos vivir.

Nunca vi tanta alegría en su rostro. Ese inmenso hombre se transformó de pronto en aquel chiquillo que recibió su paliza y la mía por seguirme en pos de un sueño. Pero, ¿cómo entrar en el país y cómo acceder a la cueva? Sabíamos que toda la Cordillera Cantábrica estaba sometida a una gran vigilancia por las fuerzas policiales españolas debido a la acción de los maquis. Tendríamos que esperar a que desapareciera esa situación de excepción, en la que los guerrilleros seguían embarcados por la creencia de un triunfo final cuando los aliados ayudaran a expulsar a Franco. Pero las realidades políticas estaban en su contra. Era cosa de tiempo que fueran eliminados. En cuanto a entrar en el país lo más aconsejable sería hacerlo por las fronteras normales, legalmente. Analizadas todas las posibilidades nos pusimos en marcha. Yo tenía pasaporte y documentos, todos falsos, que me identificaban como ciudadano italiano, nacido en la Lombardía, y que me fueron facilitados por la organización a la que pertenecía el que escapó conmigo cuando en el 42 regresábamos como repatriados de la División Azul. Era factible porque yo hablaba italiano. Con ese nombre he seguido desde entonces. Jesús conservaba su vieja cédula española y el documento francés de estancia como refugiado político. Yo podía pasar por la aduana española pero él no. Así que recurrimos a la organización que, obviamente, ya no se dedicaba a la lucha contra los nazis. Los supervivientes, acostumbrados a estar al otro lado de la línea, siguieron en la falsificación y en la venta de armas cortas. Esa gente trabajaba muy bien. Tenían un enorme archivo. Los nombres que ponían eran de personas de edades semejantes que realmente habían existido y que formaban parte de los miles de desaparecidos en toda Europa por la guerra; gente que, al no dar señales de vida durante años, se suponía que yacería en fosas comunes. El pasaporte que prepararon a Jesús mostraba incluso sellos de entradas y salidas a Bélgica y Holanda y estaba rozado para darle la vejez necesaria. Para entonces Jesús hablaba bien el francés por lo que no había incongruencia.

El siguiente paso fue presentarnos en las oficinas de la Compagnie Maritime Française, una de las navieras de prestigio. Nos hicimos marineros simples. Empezamos en los cargueros de vapor, ejercitándonos en ese oficio nuevo hasta que llegara el momento. Ya podíamos entrar en España sin más riesgo que el improbable de topar con alguien conocido. Simplemente había que tener gran paciencia y convicción, lo que no nos faltaba.

El tiempo pasaba y los maquis aguantaban, si bien cada vez más acosados. En 1951 el Régimen dio oficialmente por eliminada la guerrilla y con ella la situación de inseguridad en todas las poblaciones montañosas de Asturias y León. Ya podíamos llevar a cabo nuestros planes. Y fuimos en busca del tesoro.

—¿Puedo saber en qué consistía?

—Monedas de oro.

—¿En serio? ¿Me está diciendo que encontraron monedas de oro?

—Doblones —continuó él, imperturbable ante mi incredulidad—. Evidentemente, el valor intrínseco del oro era importante. Pero cuando llevé una pieza a un notable anticuario de la place Vendôme de París y me enteré de que el valor numismático era no solo superior sino inestimable, quedamos impresionados porque superaba con creces nuestros cálculos. Así supimos que las 6.851 monedas encontradas habían sido acuñadas en la ceca del Nuevo Reino de Granada, ahora Colombia, sobre 1630; que pesaban alrededor de 6,600 gramos de ley de 22 quilates y conservación flor de cuño, y que estaban recortadas a la forma hexagonal, no en cordoncillo, lo que garantizaba, además de otros detalles técnicos, su antigüedad y autenticidad.

—¿Cómo fue la aventura de encontrarlo? ¿Estaba en esa cueva, según señalaba la gaceta?

—Más tarde le daré los detalles, si lo considera necesario. Lo importante es que conseguimos esa fortuna.

—Me imagino que sería obligado declarar la procedencia de las monedas.

—No había leyes en esas fechas sobre los derechos de propiedad de tesoros encontrados. Ahora son los países los que tienen esos derechos. Si se encuentran en tierra, el Estado es el propietario exclusivo. Si es en el mar, las naciones que quieran exhibir su jurisdicción deben consultar registros en los archivos, a no ser que se encuentren en pecios hundidos fuera de las veinticuatro millas, zona de soberanía que las leyes conceden a cada Estado. Por otra parte, cuando encontramos el tesoro la vida era más fácil en muchos aspectos. Los viajes por avión eran poco usados, por caros. El barco y el tren eran los habituales y nadie registraba los equipajes porque no existía la droga ni el terrorismo como actividades. —Se tomó un respiro—. Los tesoros, fuera en lingotes, joyas o monedas, pertenecían a quienes los encontraban aunque lo normal era que no lo hicieran público. En cuanto a la numismática, si bien incipiente y sin la categoría de ciencia, ya estaba extendida en los países anglosajones y en Francia. Por eso la satisfacción del anticuario al ver la primera pieza.

—¿Cómo fue la transacción? Tantas monedas...

—Cuando le dijimos la cantidad casi se desmaya. Se mostró cauteloso, diría que tembloroso. Dijo que volviéramos al día siguiente. Tenía que contactar con alguien ya que el asunto era de gran envergadura. Ese día nos apostamos Jesús y yo en un lugar de la plaza desde bien temprano para vigilar los movimientos por si era una trampa y acudía la policía. Tal fortuna podía sugerir un robo y quizás el hombre tuviera reparos en entrar en algo cuya procedencia ignoraba. Si ello ocurría caeríamos en una situación de enorme gravedad ya que seríamos investigados a fondo y descubrirían nuestros secretos. No fue así. Probablemente porque el comprador tendría luego impedimentos legales para adquirir las piezas codiciadas. A las diez en punto un Rolls se detuvo, salió un caballero y entró en la tienda mientras el auto se alejaba. Ese hombre era un coleccionista. Le recuerdo como si lo tuviera delante. Tenía una pátina acorde. Casi exquisito en el vestir. El mismo parecía una bien conservada antigüedad. No le diré los movimientos pero sí que se quedó con todas las monedas menos veintiséis. Un juego de arras para Jesús y otro para mí.

—¿Consideraría una indiscreción preguntarle lo que ese hombre les pagó?

—Nos dijo que el valor de subasta o mercado podía estar sobre los sesenta dólares, unos veintiún mil quinientos
anden francs
la pieza. Redondeando, ciento cincuenta millones de francos viejos. Cerramos por un total de cien millones de francos, unos once millones y medio de pesetas.

—Caramba. Eso era mucho dinero entonces.

—Lo era.

—¿Lo pagó de golpe, en metálico?

—En metálico, pero no de una vez. Hicimos varias entregas.

—¿Qué hizo él con las monedas?

—Lo ignoro. No volvimos a verle. Al principio me interesé por las noticias numismáticas y las subastas de monedas. Ninguna era de las nuestras. Luego dejé de interesarme. Supongo que las conservaría.

—¿No sintió curiosidad por saber cómo llegaron esos cofres a la cueva, y quién pudo llevarlos?

—La tuve al principio, pero luego lo dejé estar. Eso es tarea de investigadores y yo no lo soy. Ni les voy a dar oportunidad de averiguarlo.

—¿Cómo pasaron el dinero a España?

—De la forma más sencilla. En las maletas. No nos miraron en la aduana.

—Está claro que volvieron con la amnistía del 79.

—Volvió Jesús, ya con su verdadero nombre rescatado, su pasaporte expedido por el Consulado Español. Yo lo había hecho en ocasiones, con mi mujer, de turista, con mi nombre italiano.

—Lo ha conservado siempre. ¿Por qué no recuperó el suyo verdadero cuando la democracia puso punto cero en la convivencia?

—¿Cuál de ellos? Los dos están en mí pero llevan muchos años escondidos. Gino me ha acompañado la mayor parte de mi vida. Le he tomado cariño. No podría abandonarle ahora, además de que no tendría sentido. Carlos desapareció en 1942 y José Manuel tres años antes. Tanto tiempo. No. —Se ratificó con un gesto de la cabeza—. No puedo renacer a estas alturas.

—¿Desde su huida en Orléans en el 42 estuvo todo el tiempo en Francia hasta la liberación de París?

—Sí. Al principio hubo muchos grupos guerrilleros tanto en la zona ocupada como en la de Vichy. Actuábamos por cuenta propia, desconectados unos de otros. Cayeron muchos, entre ellos mi guía en esas actividades, Luis Carmona, y cambiamos de grupos. Quien nos unificó fue Londres, a través de sus mensajes radiados y los comandos enviados en vuelos nocturnos. Al final se creó el Consejo Nacional de la Resistencia y todos estuvimos integrados en una única red.

—¿Cómo asumió el pasar de estar luchando junto a los alemanes a combatirlos?

—Lo acepté como algo inevitable. Aunque le parezca mentira casi nunca he decidido mi destino. Otros tomaron esa tarea por mí, salvo en contadas ocasiones. Supongo que eso les habrá ocurrido a otros.

Contaba sus vivencias con un tinte de nostalgia, como si al rememorarlas estuviera desprendiéndose de ellas y nunca volviera a recuperarlas. No me era fácil desasirme de esa influencia y tuve que respetar las necesarias pausas, algunas de minutos.

—¿No pensó, en su momento, en pasar a España y actuar con los maquis de su tierra?

—Nadie me invitó a hacerlo, quizás en la creencia general de que era primordial acabar primero con los nazis, lo que facilitaría las cosas con España. Pero dudo que hubiera aceptado volver con ese objetivo. Se me habían quitado las ganas de estar en escenarios bélicos, una casi constante maldición desde julio del 39. Y menos después de vivir la liberación de París.

—¿A qué se refiere? Aquello debió de ser muy emocionante.

—Lo fue. Y también terrible. Vi a mujeres y hombres abalanzarse sobre soldados alemanes indefensos que se habían rendido. Los despojaban de sus pertenencias y luego los mataban fríamente a golpes de adoquín o pateados. Algunos de esos alemanes eran adolescentes, casi niños, llegados hacía poco para cubrir el vacío dejado por los soldados muertos. Sin duda inocentes de actos punibles. Su único delito consistió en vestir el uniforme alemán. Recuerdo sus miradas antes de morir. Las llevo, como tantas otras cosas, clavadas en mis sensibilidades.

Volvió a interrumpirse. Yo había quedado vacío de preguntas. Pero él continuó desmenuzando sus experiencias, con la morosidad de un beso de enamorado. Parecía decidido a aprovechar la oportunidad, consciente de que quizá no podría explayarse con nadie más. Fue casi un monólogo, largo, detallado. Hasta que llegó el momento en que sus palabras se agotaron. Lo comprendí por el silencio sobrevenido. Temí que hubiera sido demasiado. Me puse en pie. El abrió un cajón, sacó una cuartilla y una estilográfica Montblanc, y escribió.

—Si quisiera saber algo más, escríbame a esta dirección y, claro, a mi nombre italiano. Me gusta la comunicación postal. Es más entrañable.

—Bonita pluma.

—Sí —dijo melancólicamente—. Un recuerdo de un oficial alemán.

Se levantó. Por la ventana miré al mar, que se resistía a vestirse de sombras. Los bañistas habían desaparecido y el paisaje volvía a ser como al principio de los tiempos. José Manuel y Jeliko me acompañaron hasta la carretera, donde esperamos al taxi. El hombre tenía algo en el rostro, no la expresión de cuando le conocí.

—Gracias —dijo al darme la mano—. Vuelva a vernos.

—Lo haré.

Entré en el coche y miré por la ventanilla trasera. Los vi empequeñecerse en la distancia hasta desaparecer en una curva.

Epílogo
Uno

Cartas de muerte llegaron

la muerte detrás del yugo

cartas del mismo patrón

con un sello de verdugo.

MANUEL GERENA

Valdediós, Asturias, octubre de 1937

El IV Batallón de Montaña Arapiles n.° 7, perteneciente a uno de los dos regimientos de la VI Brigada Navarra, había llegado el día
2Z
al monasterio cisterciense, habilitado como centro hospitalario por la Consejería de Sanidad del Gobierno republicano en octubre del 36, justo un año antes.

Todo el personal sanitario, de mantenimiento y cocinas, así como los enfermos crónicos y otros con neurosis y trastornos mentales producidos por los duros combates, procedían del Hospital Psiquiátrico de La Cadellada de Oviedo, centro que hubieron de abandonar cuando se convirtió en objetivo de la artillería nacionalista. Al llegar a Valdediós, la mayoría se había afiliado al Socorro Rojo Internacional, Sección Villaviciosa.

Cuando la tropa invasora se presentó, todos se echaron a temblar. Ese batallón en concreto venía precedido de una fama de extrema crueldad desde que las cuatro Brigadas Navarras vencedoras de Bilbao avanzaran por Santander y pasaran a Asturias eliminando, no sin esfuerzo en las montañas del Mazuco, cualquier foco de resistencia con su artillería ligera y sus bien entrenadas unidades. Hablaban de que el día 19, y tras enconados combates, habían tomado Cereceda y otras poblaciones, capturando a una compañía de jóvenes milicianos reclutados a la desesperada. Todos ellos fueron pasados a bayoneta, una forma de ejemplo para aterrorizar a los empecinados en mostrar resistencia armada.

Ahora estaban allí las cuatro compañías, algo diezmadas. Unos setecientos hombres envalentonados por las victorias, descansando y alimentándose con generosidad mientras ocupaban los aposentos que en su día tuvieron los seminaristas. Todos los empleados se desvivían tratando de aplacar el desprecio y el rencor que notaban en las miradas de los mandos. Además, confiaban en que por ser personal civil sin participación en hechos de guerra, simples funcionarios dedicados a la cura y cuidado de enfermos, no serían sometidos a las represiones y violencias que sabían estaban ocurriendo en toda Asturias.

Habían pasado cinco días desde su arribo. Tras instalarse, hubo misa mayor oficiada por el capellán de la unidad. Había que restituir al lugar la devoción perdida en los años rojos. Luego, toda la plantilla fue agrupada. Alguien llegó de Oviedo con una lista, de la que un oficial citó a cinco hombres, que se llevaron detenidos a Villaviciosa, según dijeron. Fueron momentos de intensa inquietud mientras leían los nombres. Eran compañeros desde hacía meses y, dada la impunidad con que actuaban las fuerzas represoras, cualquiera de ellos podía ser llamado también. Pero no hubo más citaciones. La tropa ya estaba haciendo los preparativos para marchar en uno o dos días hacia el Musel, donde embarcarían para acudir al frente del Ebro.

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