Días de amor y engaños (21 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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—¿Te parece que este cuadro es adecuado? —preguntó señalándolo.

—¿Y por qué no?

—Ya te imaginas qué uso le van a dar a esta habitación los que la alquilan.

—¿Tú viniste hoy para hacerme ofensas? Primero te molestaban mis familiares, luego los chanchos y ahora la Virgen. Pues esta Virgen no les puede hacer ningún mal; a lo mejor los protege.

—De acuerdo, no me marees. Si el cuadro los pone nerviosos, que le den la vuelta. Toma, aquí tienes dos mensualidades adelantadas. Cuéntalo.

—No lo voy a contar. Yo me fío y nunca te ofendo.

—Bueno, pichona mía, tampoco ahora vamos a enfadarnos tú y yo por una tontería.

La hermosa mexicana le dejó admirar la sonrisa de sus dientes blanquísimos. Lo abrazó, zalamera.

—Anda, ven, vamos a ver si la cama está buena para este huésped que me trajiste.

—¿Con tu madre y tu abuela en la casa? ¡Ni loco!

—Están muy lejos de aquí. Además, a ellas no les importa, ya les conté que eres una buena persona. Anda, ven.

Le mordisqueó con habilidad el lóbulo de la oreja, lo chupeteó suavemente, como si fuera un caramelo. Darío sintió cómo un escalofrío ralentizado descendía por su espina dorsal. Soltó un leve gemido. Luego, antes de entregarse por completo, se reprochó su debilidad, que le haría volver a la colonia en una enloquecida carrera contra el tiempo.

Hacía mucho que follar no le apetecía. Si Santiago tenía o no amantes era algo que prefería no averiguar. Las tendría, por qué no. Hacía casi un año que apenas la tocaba. Habían hecho el amor alguna vez, pero ella no había sentido nada, y tampoco se había esforzado por aparentar que lo sentía. El sexo era un juguete que había perdido sus atractivos. ¿Cómo seguir entusiasmándose con un artilugio del que conoces a la perfección todos los resortes? Podría haber buscado otros hombres, probado alguna perversión, pero no le apeteció, demasiado trabajo. Se miró en el espejo del lavabo y se dedicó una sonrisa despreciativa. En cualquier caso, uno de los elementos inevitables para follar era ella misma, y ya no se gustaba. También conocía en exceso su cuerpo, sabía de memoria el mecanismo, el crujido de las válvulas y el chirrido de los tornillos. El cuerpo femenino en general le producía un horror creciente, aunque fuera joven y bello. Le desagradaban los muslos, el vientre, la ridícula parafernalia de las tetas. Era algo sin la menor nobleza, sin ninguna armonía. Parecía haber sido esculpido con materiales sencillos y baratos: arcilla, cuerda, paja. Pura labor de artesanía, botijos destinados a ser rellenados de leche alimenticia, cómodos cestos panzudos para contener fetos. Un cuerpo destinado a utilidades domésticas. Durante una temporada había intentado asistir a un gimnasio, pero tuvo que dejarlo, no soportaba ver a tantas mujeres desnudas en los vestuarios. Sufría continuos impactos visuales cuando topaba con ellas en la ducha. Daba igual qué edad tuvieran; lo ofensivo de su desnudez no era la decadencia, sino la estructura, la materia. Siempre había deseado ser un hombre, pero sin la brutalidad y la simpleza que un hombre posee. Hubiera querido pertenecer a un tercer sexo. Un sexo con sólo atributos mentales, fraguado con ideas difusas e irrealizables. Allí habría encontrado un lugar. Hubiera ambicionado que algún asunto, quizá la literatura, la mantuviera tan pendiente del trabajo que le impidiera pensar en sí misma. ¿Existía ese paroxismo de dedicación a una causa? Sin duda; algunos científicos consagran su vida a una molécula. Año tras año, la persiguen y se olvidan de comer, de dormir. Esa puta molécula, inclemente y esquiva, los mantiene a salvo del mundo real, de los deseos, del deseo, del cuerpo, de los cuerpos, de las desviaciones de su mente. Viven felices en su burbuja de ansia por saber.

Se necesitaban demasiadas cosas para escribir buenos libros, pensó: inteligencia, cultura, conocimientos técnicos, talento, inspiración, voluntad, pasión, y disposición para llegar hasta el borde de uno mismo y de sus obsesiones. Se necesitaba ser valiente hasta dejarse la piel, hasta entregarse por completo en aras de una maldita religión de la que ni siquiera nos han sido revelados los principios. Sólo entonces se olvidaba uno del cuerpo y de sus estúpidas necesidades.

A menudo escuchaba las sonatas de Beethoven, los conciertos para piano. A veces acompañaba la audición con un poco de alcohol, el justo para que la percepción de los sentidos fuera la adecuada. Ponía el volumen de la música a toda potencia. Escuchaba. Aquello era lo que deseaba para sí, tener aquel chorro de fuerza creadora, aquel vendaval, aquella pasión. Arrancar de sí misma materiales preciosos como aquéllos, poder desangrar las vísceras de lo humano en un río desbocado, en una ola arrasadora. Nunca había deseado nada con una fuerza tan violenta. Ante aquella grandeza todo se volvía pálido: el amor, los hijos, la paz de lo cotidiano, las puestas de sol. Pero no había aparecido el talento con el que se articula algo así. Las palabras no llegaron, no vinieron, no se presentaron reconocibles o enmascaradas. Y no sabía conformarse con las pequeñeces que salían de su pluma. ¡Dios, había sido víctima de la más despiadada crueldad! Podía reconocer la cima hasta donde quería ascender, notar incluso el aire puro de la cúspide, el frío intenso y turbador que casi te impide respirar, pero se veía clavada en la pendiente, sin ánimos siquiera para subir un paso. Lo hubiera dado todo por estar al menos unos instantes en aquella máxima elevación, allí donde explotan los pulmones de dicha creativa. Lo hubiera dado todo. De hecho, todo lo había dado, a cambio de nada.

Hacía una de esas deliciosas noches mexicanas que elevan el ánimo: cielo estrellado, aire acariciante y olor a flores. La iglesia semiderruida estaba llena de luces que le daban un aspecto esplendoroso. Grandes ramos de gardenias habían sido colocados en los laterales del escenario, y sobre las enormes mesas redondas de manteles blancos había velas encendidas. Ramón empezó a tararear la música que sonaba en el ambiente mientras se acercaban. Ella casi no podía respirar porque sabía que iba a verlo y no estaba segura de poder guardar la compostura. En seguida lo descubrió entre la gente: alto, bronceado, los ojos azules, las espaldas anchas. Se percató entonces de que era guapo, pero ¿qué sentido tenía que fuera o no un hombre atractivo? Lo quería, lo quería desesperadamente, hubiera corrido hasta donde se encontraba sólo para estar a su lado, para quedarse allí sin hablar, notando el calor de su cuerpo. Ni siquiera lo deseaba, se conformaba con verlo, estar con él, sentir que compartían el mismo espacio y que el mismo aire llenaba sus pulmones. Quererlo tanto le provocaba dolor físico. Se aproximaron a los grupos que bebían y charlaban, aún de pie. Ramón se paró a saludar a alguien y Santiago fue directo hacia ella. Pensó que iba a caerse al suelo, incapaz de controlar la situación. Estaba aturdida, estaba enloquecida, sentía una fuerte tensión en la nuca. Se dieron dos besos protocolarios, pero ella notó un roce incandescente. Advirtió la fuerza de sus manos apretándole los brazos, con una presión intensa. El pecho le reventaba. Junto a aquel sentimiento amoroso torrencial estaba la sorpresa. Aquel hombre era un desconocido para ella; no hacía sino unos días ambos podían estar juntos de modo distendido, pasear con tranquilidad. Él era uno más entre los residentes de la colonia. Y ahora, su simple presencia le aceleraba el flujo sanguíneo, le impedía razonar. ¿Qué había sucedido? Y, sobre todo, ¿cuándo?, ¿cuándo habían dejado de ser personas normales para convertirse en dos fuerzas que se atraían con aquel empuje? Lo miró un momento a los ojos intentando transmitirle todo su amor.

Victoria, era Victoria, estaba completamente seguro, la mujer del ingeniero Ramón Navarro. Joder, menuda historia! Llevaba razón Santiago Herrera cuando se lo dijo: se iba a armar una buena. Y no parecía que se propusieran ser muy discretos, ¡cómo se habían mirado! Claro que él estaba sobre aviso, pendiente de lo que hiciera Santiago, quizá por eso se había dado cuenta. En cualquier caso, había pensado que no iba a ser fácil dar con la enamorada misteriosa y lo había adivinado a la primera de cambio. Aquella mirada no ofrecía duda. ¡Victoria!, ¡joder, Victoria!, nunca hubiera dicho su nombre si le hubieran preguntado por sus sospechas. La más discreta, la más silenciosa, la que parecía más mosquita muerta. Nunca le daba la lata con peticiones o exigencias. Ahora que lo meditaba, no era una mujer fea en absoluto, de hecho, podía afirmarse que físicamente estaba muy bien, aunque ya no era una niña. No sabía por qué razón se le había metido en la cabeza que se trataba de una chica más joven que el ingeniero Herrera. Pero no, ésta era de su edad; tenía hijos mayores en España que habían venido a visitarlos una Navidad. ¡Para que te fíes de las mujeres!, todas son engañosas, cuanto más pacíficas parecen... Seguro que Paula, la mujer del ingeniero Herrera, con todo lo tremenda que aparentaba ser, a lo mejor no se comía ni una rosca y hacía tantas cosas raras sólo para escandalizar. ¡Las mujeres! Lo asaltó la idea desasosegante de Yolanda sola, a su aire, tan lejos de él. Bien, que hiciera lo que quisiera; finalmente no estaban casados aún. Sólo esperaba que una vez que lo estuvieran ella le fuera fiel; de lo contrario, lo tomaría muy a mal. Como lo tomaría Ramón si se enterara de lo de su mujer. Victoria, ¡era increíble, una mujer con una cierta edad y la vida cómodamente organizada! ¿Cuándo consigue uno olvidarse del amor y del sexo, por fin? Seguramente nunca. Una putada. ¿Y qué pensarían hacer aquellos dos, largarse juntos o sólo dedicarse a follar durante una temporada en la casa que él les había buscado? A lo mejor todo era culpa de aquel país, del aire cálido, de la falta de moral de la que hacían gala los nativos. Si todos hubieran estado en España, nunca se les hubiera ocurrido dedicarse al desenfreno, ni siquiera él hubiera pasado media vida en El Cielito. Si bien, en el fondo, daba igual, ¿acaso era él un defensor de la castidad? ¡Al carajo!, pensó, y fue raudo en interceptar a uno de los camareros que se paseaban con bandejas llenas de vasos de whisky.

Se acomodaron en las mesas para cenar. En la de las autoridades estaban el alcalde de San Miguel y algunos concejales, los ingenieros y el director, un Adolfo que exultaba en aquellas ocasiones. Le gustaban las fiestas. Su esposa, sentada junto al alcalde, charlaba animadamente con él. Llevaba un vestido de seda rojo quizá impropio para su edad, pero que la convertía en una llamarada vistosa y atractiva. La orquesta de mariachis atacó por primera vez la alegre música de los corridos. Apareció un nutrido grupo de danzantes. Empezaron a evolucionar en corros que serpenteaban. Victoria y Santiago apenas se miraban. Era lo único que podían hacer, cenar como todo el mundo y sonreír. Pero Victoria no tenía hambre, el gusto por la comida era una sensación que había desaparecido de su cuerpo desde que se enamoró.

Susy y Henry, desplazados de la mesa de autoridades por los concejales, se ubicaban con los mandos intermedios. Eran los más jóvenes, y el rígido protocolo no escrito de la colonia lo señalaba así. Susy iba vestida de blanco. El pelo rubio y corto junto a un vestido virginal la hacían aparecer como una vestal de aire moderno. Henry, tan rubio e incontaminado como ella, hablaba y reía con unas funcionarias mexicanas.

La cena consistía en un bufet caliente del que cada invitado se servía. Una gran olla de frijoles negros humeaba junto a las ensaladas de aguacate y el asado de cerdo. El ambiente estaba lleno del apetitoso olor de las tortas de maíz. Victoria sintió que le flaqueaban las piernas cuando se dio cuenta de que, tras ella en la cola, esperaba Santiago su turno con un plato en la mano. Éste le sonrió, le pidió con la mirada que se tranquilizara.

—Una fiesta magnífica —dijo.

Ella musitó, incómoda y tímida:

—Magnífica, sí.

—Ven, vamos a pedir un poco de asado.

La tomó del codo dirigiéndola hacia la parte del bufet donde un camarero cortaba generosas tiras de carne dorada. Cuando recibían su ración, le dijo en voz baja, sin perder la sonrisa cortés:

—El lunes, a las tres de la tarde, te espero en la iglesia del Perpetuo Socorro de San Miguel. ¿Podrás ir?

A Victoria la voz no le salía de la garganta. Hizo un esfuerzo en el que creyó desfallecer. Sin mirarlo a la cara contestó:

—Creo que sí.

—Si surge algún imprevisto, no hay manera de avisarnos. Si yo no pudiera ir sería por una urgencia inaplazable del trabajo. Quiero que lo sepas. Si tú cambiaras de opinión...

Lo interrumpió con una firmeza que la sorprendió a sí misma:

—No cambiaré de opinión, nunca. Si no voy será por una razón de vida o muerte.

Santiago sonrió. Victoria notó que se sentía aliviado por el suspiro profundo que emitió. La invadió una oleada de euforia; y lo mismo debió de sucederle a él, porque dirigiéndose al joven camarero le dijo casi con una carcajada:

—¡Sírvanos, estamos dispuestos a devorar lo que sea!

Regresaron a la mesa, cada uno por su lado. Todo había cambiado, ahora Victoria se sentía llena de fuerza, decisión y coraje, de alegría. El enamoramiento hacía que detalles sutiles arrastraran consigo los estados de ánimo, haciendo que se desplazaran de un extremo al otro con increíble radicalidad. Comprendió que estaba metida en aquel amor hasta el cuello, que no podía ni quería volver atrás. Comprendió también que en todo aquel proceso, tomara la dirección que tomara, debía ser extremadamente fuerte. Ahora sí podía mirar a Santiago a través de la mesa sin miedo. Era un hombre hermoso, de una belleza rotunda y varonil. ¡Cómo podía no haberse dado cuenta hasta aquel momento! Observó que, cuando bajaba los ojos, sus párpados de piel sin broncear contrastaban con la cara. La línea densa del nacimiento de las pestañas rubias le pareció lo más sexualmente atrayente que había visto jamás. Lo deseó con locura. La música y el vino no hicieron sino incrementar su deseo. Acariciarle el pecho, beberse aquellos párpados de niño. La euforia no le había hecho recuperar el apetito, apenas si podía comer; pero Santiago comía con una hambre de lobo, con delectación. Comprobar eso la hizo reír de placer.

Manuela se encontraba feliz. Aquella guelaguetza o como demonio se llamara estaba resultando un éxito. La gente parecía contenta, hablaba y comía, disfrutaba del espectáculo de los bailarines, que no descansaban ni un momento. Aquello corroboraba su teoría una vez más: cuando un grupo humano se halla lejos de su patria, las fiestas son absolutamente necesarias. Incluso su propio marido le había echado en cara que tantos saraos podían interpretarse como una frivolidad, pero ella sabía muy bien lo que se decía. Antes de que el desánimo y la sensación de extrañamiento hagan mella entre las personas, es imprescindible dotarlos de una vida social intensa. Eso suple el entramado de pequeñas relaciones que todo el mundo tiene en su lugar de residencia y que se extiende más allá de amigos y parientes, llegando hasta el quiosquero donde uno compra el periódico todas las mañanas. Sí, nadie podía negarle unas ciertas dotes para la psicología, incluso una innegable habilidad para el estudio sociológico. Además, con aquella guelaguetza mataban dos pájaros de un tiro, ya que las autoridades de San Miguel también quedaban satisfechas con aquel acto de convivencia. Aspiró el aire de la noche y le dio un sorbo profundo a su cerveza mexicana, chispeante y ligera como la luz. Se sentía bien con aquel vestido que había comprado en un viaje al Distrito Federal. Puede que fuera demasiado llamativo para su edad, pero aún podía llevarlo. ¿Por qué no?, sus carnes continuaban siendo firmes y a su marido le gustaba, o al menos eso creía, porque, de hecho, él ya nunca alababa su aspecto. Tenía demasiado trabajo, sólo era eso. ¡Ah, qué importante era eso, un marido cómplice con el que poder contar! Era una mujer afortunada y a menudo daba gracias a Dios por ello. ¡Con tantas cosas como se veían en los últimos tiempos: esposas abandonadas, matrimonios que sólo se mantenían juntos por interés, mujeres solas...! Dios se portaba bien con ella. Dios estaba presente también aquella noche, en aquella música inspirada, en las faldas de colores de las chicas que bailaban. Hasta Paula, en cuya formalidad no confiaba demasiado, daba esa noche muestras de moderación. Claro que a lo mejor estaba bajo el influjo de alguna resaca anterior. ¡Con aquel marido tan atractivo que tenía! Hay quien no sabe valorar los dones que le han sido concedidos, y de ese modo difícilmente puede mantenerlos intactos a lo largo de los años. Observó a Paula intentando que no se notara. Comía desganadamente y lanzaba miradas alrededor con idéntica apatía. Parecía pensar. «La mujer libre piensa», se dijo, y hubiera dado algo por saber en qué.

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