Días de amor y engaños (49 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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—Señora Paula, le habla el sargento Contreras, del cuerpo policial de Oaxaca. Tenemos a la señora, sana y salva. Ahorita la acabamos de rescatar. Dígame sólo dónde está usted.

—Quiero oír a la señora o a su esposo.

Distinguió claramente la voz de Adolfo, excitada:

—Paula, por Dios, todo ha salido bien. Manuela está con nosotros. ¿Dónde estás tú?

Interrumpió la comunicación. Apagó el móvil. El guía lo tomó de su mano.

—Yo guardaré el celular. Ándele, nos vamos.

En la calle estaba el todoterreno del guía. Subieron a él.

—Deme la plata —dijo.

Se la dio. Se encaminaron hacia la montaña y avanzaron, avanzaron. Los signos de civilización iban desapareciendo. Sólo el paisaje de México, enorme, excesivo, y el sol. En un recodo el guía tiró su teléfono por la ventanilla. Ella no se inmutó. El guía no tenía ninguna casa en el campo, lo sabía bien. Dejaron el coche al comienzo de un camino de tierra y comenzaron a subir a pie. La hizo detenerse junto a un gran árbol que, flanqueado por peñascos, constituía un refugio natural. «No es la primera vez que este hijo de puta trae a alguien aquí», pensó.

—Ya ve, ésta es mi casa en el campo. Muy linda, ¿verdad? Y ahora sí nos vamos a divertir usted y yo, pero diversión auténtica, no como la de aquel día.

Le desgarró la blusa. Le succionó un pezón hasta hacerle daño, se lo mordió. Su boca era fría y húmeda como un caracol. Luego la hizo arrodillarse delante de él y se quitó la cazadora, fue abriéndose lentamente el pantalón mientras le sujetaba la cabeza. Y bien, allí estaba, colocada en el cinturón, hermosa y accesible. Mucho más fácil de lo que había creído, pensó. Miró la pistola, la cogió. Era el momento de decidir sobre quién disparaba: ¿sobre el mexicano, sobre sí misma? Sonrió felizmente. El eco de un tiro rebotó contra las piedras y luego hubo paz.

No quiso que el taxi lo dejara justo enfrente de la puerta y le pidió al conductor que parara a unos quinientos metros. Caminaría. Era ridículo, después de que todo el mundo lo había visto mil veces en El Cielito, ahora le entraban los escrúpulos. Pero no le apetecía que el taxista se quedara cotilleando en la entrada, y mucho menos que a lo mejor viera algún recibimiento cariñoso que las chicas pudieran hacerle. Cuestión de estilo.

Pagó y caminó despacio. Sus dos maletas no pesaban demasiado, pero en ellas llevaba todo lo que tenía. Estaba seguro de que no necesitaría mucho más. Se necesitan muy pocas cosas para vivir. En el bolsillo llevaba la última carta de Yolanda, su adiós definitivo.

Apretó un poco el paso. Ya estaba llegando. Una gota de sudor le cayó por la cara. Paró un momento para secársela y al dejar de caminar pudo oír la música de guitarras que desde El Cielito llegaba hasta él. Eso lo hizo sonreír.

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