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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

Días de amor y engaños (42 page)

BOOK: Días de amor y engaños
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El mexicano la miró a los ojos después del discurso. Sonrió con la malicia que le proporcionaba tragar la bilis del diablo. Aceptaba el reto, estupendo, y todo lo que viniera después.

—No es necesario que compren nada, señoras, en mi casa tengo buen tequila y buen mezcal también. Y té y café, y hasta galletas.

—Las galletas puedes ahorrártelas.

Susy se rió a grandes carcajadas de borracha. Paula pensó que el aire fresco de la calle la despejaría. No perdería el sentido, resistiría.

Caminando por la calzada vacía parecían trasgos. Tres tristes trasgos. O quizá criaturas de distinta raza y especie. Nada que ver entre sí, nada que ver con el resto del mundo. Iban callados, concentrados en andar sin tropezar, sin trastabillar, sin hacer eses. Sonaba, como siempre, música en alguna parte.

Llegaron sin novedad a la guarida de la fiera. La recordaba perfectamente. Vasos, cojines en el suelo. La fiera encendía dos velas. Era el colmo de la delicadeza, el anfitrión ideal.

—Supongo que guardas algo de material.

—¿Quieren ustedes coca o algo más fuerte?

—La coca bastará.

—Me encantaría invitarlas también a eso, pero deben de comprender que tratándose de mi negocio...

—Los negocios son los negocios. No te preocupes, llevo dinero.

—Si no lleva hoy, ya me lo dará.

—He dicho que llevo dinero. Trae para ti también, queremos invitarte.

Se levantó, pero en aquel momento llamaron a la puerta. Nunca se estaba tranquilo en ese país. Vio de refilón que eran tres hombres. No los dejó entrar. Le hablaban en voz baja y tono urgente. Él les dio unas indicaciones precisas y firmes, les hizo un gesto con la cabeza y los hombres se fueron. Luego desapareció y regresó con varios sobrecitos en la mano.

—De la mejor calidad, eso ustedes ya lo saben.

Susy esnifó de modo maquinal. Paula absorbió el polvo como absorbe su último aire un ser agonizante. Pensó que Dios existía. Ahora ella estaba iluminada y sabía lo que tenía que hacer. Se acercó al guía mexicano cabrón puerco demonio hijo puta y le desabrochó el cinturón. Al principio, él reaccionó instintivamente parándole la mano con violencia, pero Paula lo miró fijamente a los ojos y por fin él se dejó hacer. Lentamente fue tironeándole los pantalones hacia abajo. De pronto, el mexicano la cogió con brusquedad, le tiró del jersey, se lo quitó. Ella empezó a hurgarle en los botones de la camisa. Se estaban desnudando el uno al otro como en una pelea encarnizada. Ahora se habían quedado desnudos, en el suelo. Susy miró en silencio. El mexicano estaba lamiendo despacio el sexo de Paula. Ésta llamó con voz ronca, vacilante:

—Ven, Susy, ven aquí.

Susy se desnudó. No podía quitar los ojos de ellos, estaba hipnotizada. El mexicano tenía la piel morena, sin vello. Se acercó. Paula le dijo:

—Tócalo, tócalo a fondo.

Susy se arrodilló y le acarició al mexicano la espalda suave. Él no se volvió siquiera. Paula se impacientó.

—Así, no. Métele los dedos, méteselos.

Susy, como una zombi, negó con la cabeza mirando el trasero pequeño y musculado del hombre.

—No, no puedo.

Paula se incorporó, tiró del pelo del mexicano hacia atrás, lo apartó de su vulva. Empujó a Susy para que ocupara su lugar. El hombre no rechazó ese cambio, abrió el sexo de Susy con las manos y lo recorrió de arriba abajo, moviendo la lengua lentamente. Susy empezó inmediatamente a gemir. Él no, ni Paula, ambos estaban callados. Paula se aplicó a hacer lo que antes había ordenado. Se chupó dos dedos y los deslizó dentro del hombre. Él se estremeció pero continuó su labor con la lengua, con los carnosos labios. Su respiración se volvió lenta, fatigosa. Se incorporó y buscó con prisa el centro de Susy, la penetró. Paula había ido tras él, no lo soltó, no dejó de trabajar su ano rítmicamente. Dijo entre susurros:

—Grita un poco, muchacho, grita.

De la boca del mexicano no salió ni un sonido. Paula elevó la voz, lo sodomizó con gran violencia:

—¡Grita, grita, cabrón!

Entonces sí, entonces él se arqueó como un gato y subió por su garganta el sonido de un animal, el grito de una fiera antes de morir. Susy soltó un gemido, Paula se apartó, se recostó de lado adoptando una postura fetal en la que permaneció quieta, sudando.

Los hombres volvieron a la colonia al caer la tarde, como todos los viernes. Manuela esperaba con impaciencia, y en cuanto oyó un ruido en el jardín salió a abrir. Ni siquiera le dio un beso de bienvenida a su esposo. Sólo le tiró de la mano y lo condujo con prisas al salón.

—Siéntate —le ordenó con tono apremiante—. Espero que estés tranquilo y sin tensiones, porque te aseguro que vas a oír algo gordo.

Adolfo cerró los ojos un momento, presa de un cansancio mortal. Su mujer ya se había enterado, naturalmente; si en algún momento había albergado la esperanza de que no fuera así, demostraba estar loco. No se mantiene en secreto una cosa semejante, y menos en un coto cerrado como el de la colonia. Se preparó para recibir el chaparrón con el que sin ninguna duda iban a obsequiarle.

—¿Recuerdas la reunión que convoqué el otro día, aquella en la que debían surgir ideas para la fiesta de la ONG? Bueno, pues sucedió algo impensable: Paula acusó a Victoria públicamente de haberle robado a su marido y ella no lo negó.

Hizo una pausa, esperando la reacción sorprendida o escandalizada de Adolfo, pero éste se limitó a pasarse la mano por la cara con bastante parsimonia. Al fin dijo desmayadamente:

—Sí, me lo imagino.

—¿Cómo que te lo imaginas? ¿Lo sabías ya?

—Santiago deja la obra y vuelve a España.

—¿Con ella?

—Sí, con ella. ¿Qué hay para cenar?

—Vamos a ver, Adolfo, ¿es una broma? Están sucediendo cosas terribles, tú las sabes y no me las cuentas, y ahora, cuando por fin abres la boca, se te ocurre preguntar por la cena.

—¿Y qué quieres que haga?

—No sé, por lo menos comentar conmigo los acontecimientos. Además, deberías hacer algo. Tú eres el ingeniero jefe y en cierto modo todo el mundo está bajo tu responsabilidad.

—Repito la pregunta: ¿qué quieres que haga?

—¡Algo! Aquí se han disparado las habladurías y han ido incrementándose durante toda la semana. Las esposas están inquietas, se ha alterado el clima de armonía general.

—Si todas os ocuparais de vuestros asuntos no sucedería eso.

—¡Bonita respuesta! No vivimos en una gran ciudad, sino en una pequeña comunidad donde todos nos conocemos. Es inevitable que la gente esté trastornada y revuelta. Esos dos deberían haber pensado qué estaban haciendo antes de embarcarse en una historia semejante.

—Esos dos, como tú dices, se han enamorado.

—De modo que te parece bien.

—¿A ti te parece mal?

—A mí en estas circunstancias me parece que cometen una grave falta de respeto hacia sus parejas, incluso también hacia el resto de los residentes. ¡Incluso frente a sí mismos! Si se han enamorado, que se aguanten y esperen hasta que la obra acabe o que se den cuenta de que se puede luchar contra ese tipo de sentimientos cuando uno está casado y tiene algo que perder.

—Son sus vidas, no la tuya.

—Me dejas de una pieza, Adolfo, de verdad.

—¿Se puede saber por qué?

—Cualquiera que no te conociera creería que apruebas esta historia.

—¿Y tú me conoces, Manuela?

—Llevamos más de treinta años casados. Tú dirás si te conozco.

—Me conoces y piensas que rechazo el amor de esa pareja.

—Escúchame bien, Adolfo, seamos realistas...

—¡No!, escúchame tú a mí. Estoy cansado de ser realista, práctico, de tener los pies en el suelo, de vivir de acuerdo con las normas de mi educación, mi ambiente, mi posición social. Todo eso que a ti se te da perfectamente, ¿no es cierto? Llevamos toda la vida comportándonos como personas razonables y todo es perfecto, pero ¿no se te ha ocurrido pensar alguna vez que yo puedo tener dudas de si me amas o no?

—¡Adolfo, eres mi marido!

—¡Exacto!, y en ocasiones tengo la sensación de que cualquier otro podría estar en mi lugar. Lo importante parece ser formar una familia, tener respetabilidad, ocupar un puesto en la sociedad. Pues ¿sabes qué te digo, Manuela?, que yo admiro el coraje de esos dos para romper con todo y marcharse juntos. Me parece que tienen suerte de haberse enamorado con tanta pasión. En fin, que los envidio, que cuentan con mi apoyo.

—¡Pues tienen que irse; cuanto antes, mejor!

—¡Se irán cuando quieran, no antes!

—No te reconozco, de verdad.

—Eso es porque hace tiempo que no me miras, Manuela. Me voy al club, si no te importa cenaré allí. Estoy de mal humor y no vale la pena que sigamos discutiendo.

Se levantó y comenzó a caminar, pero sin la fuerza que se acumula tras una discusión acalorada, sino con pasos cansinos, como si un gran peso le lastrara las piernas. Manuela se volvió para que su marido no la viera llorar. Lo que le caía por las mejillas no eran gruesos lagrimones cargados de pesar, sino pequeñas y picantes lágrimas de rabia. ¡Después de toda una vida tener que oír algo así, con las veces que ella había callado pudiendo haber hablado, con todos los sacrificios que había hecho en aras de la armonía y la paz! Por no pensar en su propia anulación profesional al tener que seguir siempre a su marido a cualquier destino al que su trabajo lo llevara... y la educación de los hijos, ¿quién se había ocupado prácticamente a solas de la educación de los hijos, tan brillantes, tan integrados, tan normales y trabajadores? ¡Con las cosas que se veían por ahí!, chicos adictos a las drogas aun siendo de buena familia, o simplemente vagos, incapaces de hacer nada útil por la sociedad. Pero daba igual, a la hora de la verdad, aquel hombre por quien todo lo había dado veía a los... ¡adúlteros!, ésa era la palabra, actuando en una mala película romántica, y perdía el juicio como una colegiala. Lamentable, como si la vida matrimonial consistiera en miraditas y cariñitos, o sólo en sexo. Aunque, cuidado, si buscaba sexo, podía darse incluso el caso de que su marido hubiera estado frecuentando también como cliente aquel bar de chicas del que en su día le habló. ¿Era eso posible? No, un poco de calma, estaba poniéndose histérica. Su marido nunca se atrevería a una cosa semejante. No, sólo estaba pasando por una crisis estúpida, una de esas crisis que pasan los hombres de mediana edad y que a él le había llegado con retraso. ¡Una mujer dispuesta a dejarlo todo por él!, ése parecía ser el punto que los hacía suspirar. ¡Valiente injusticia, como si ella no hubiera hecho eso mismo todos y cada uno de los días que había durado su matrimonio!

Ramón no volvió a la colonia con los demás maridos, pero se presentó en su casa más tarde, cuando ya todos habían cenado y en todas partes reinaba el silencio. Victoria, que había suspirado de alivio al ver que su marido no estaba en la expedición de regreso, tuvo un sobresalto angustioso al oír la cerradura de la puerta que se abría. Y bien, ¿qué había esperado?, se dijo, ¿no volver a verlo más? ¿Esa era su madurez? Intentó sobreponerse a la sorpresa, pero no acertaba a saber cuál debía ser su actitud. Tampoco adivinaba cómo se mostraría él, qué le diría, si es que le dirigía la palabra. Se percató de que su marido había adelgazado visiblemente, tenía ojeras marcadas, estaba pálido. Eso no la ayudó a serenarse.

Dejó las llaves sobre la mesa, la miró, sentada en el sofá con un libro en las manos.

—¿Cuándo te vas? —fue lo primero que preguntó.

—Pronto, el martes de la semana que viene.

No hizo ningún comentario. Entró en la cocina y salió con un vaso de agua en la mano. Ella, de pronto, cayó en los aspectos prácticos que podía comportar aquella visita.

—Ramón, perdona, ni siquiera lo había pensado, si quieres quedarte tú en la casa este fin de semana yo me voy a un hotel. No me había dado cuenta, de verdad.

Él la observó con una sonrisa triste, pero rápidamente su rostro cambió, se volvió más animado y expresivo.

—¿Sabes lo que quiero, sabes lo que de verdad quiero? Que no te marches, cariño, que te quedes conmigo, como siempre hemos estado.

Victoria notó cómo una oleada de calor agobiante le subía a la cara. Bajó la vista y siguió oyendo aquella voz amorosa y reconfortante, un tanto forzada, extraña. Él prosiguió en el mismo tono:

—Anoche estaba durmiendo. De golpe me desperté y pensé: ¿de verdad se va a marchar mi niña? Pero si eso es imposible, es absurdo. Mi querida niña, mi esposa y compañera, mi gran amor no puede vivir íntimamente con ningún desconocido. Ha sido una pesadilla ya pasada. Es suficiente, Victoria, has vivido una aventura y yo lo acepto, incluso me parece bien; pero ahora tienes que olvidarte de esa historia. ¿No ves que es inviable? ¿Qué vas a hacer con un hombre al que apenas conoces? ¿Vas a echar por la borda todos nuestros años de matrimonio?

Victoria, callada, miraba al suelo. Ramón hizo una pausa, bebió agua.

—Tú y él no tenéis nada en común. Además, la relación con su mujer está destrozada. No te quiere de verdad, sólo eres la solución más fácil para él. Yo reconozco que en los últimos tiempos quizá no he estado todo lo atento que debería, que he dado demasiado por hecho nuestro amor. Pero eso no significa que no te quiera, lo sabes bien. ¿Cuándo ha sucedido algo grave entre nosotros? ¡Nunca!, ni siquiera discutimos con frecuencia como otros matrimonios. Todo ha sido siempre, ¿cómo decirlo?... ¡Modélico! Tenemos unos hijos estupendos a punto de independizarse, tenemos dinero suficiente, cada uno de nosotros ejerce con éxito su profesión. A partir de ahora todo será mejor, te lo prometo. Nos aguardan momentos magníficos.

Ante el silencio de Victoria, sus palabras se hicieron cada vez más precipitadas.

—Incluso te diré que esta crisis puede servir para reforzar nuestro amor. En cuanto acabe mi trabajo aquí, volveremos a España y reorganizaremos nuestra vida. Estaremos solos y libres, sin hijos, viajaremos, disfrutaremos de una segunda juventud. Es más, si quieres podemos marcharnos ya. Le diré a Adolfo que debo regresar por motivos personales. Me reintegraré a mi puesto en España. ¿Qué me dices, eh, qué te parece?

Victoria no respondía, no lo miraba.

—Victoria, ¿no me contestas?, ¿qué te pasa, mi amor?

Ramón vio cómo las lágrimas corrían por la cara de su esposa, que empezó a negar con la cabeza, incapaz de hablar.

—Vas a quedarte conmigo, ¿verdad? Dime que sí, Victoria, dime que sí.

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