Caminaba por los jardines de la colonia como sonámbula, pero con la rapidez que se exhibe cuando se va a un lugar determinado. De repente se encontró cara a cara con Darío. Lo miró como si estuviera sufriendo una alucinación. Darío parecía mohíno, cansado. Había pasado toda la noche sin dormir preparando las nóminas y temió que, como de costumbre, la mujer de su jefe se extendiera en explicaciones sobre nuevos proyectos para los que se precisaba su participación. No se encontraba con ánimos de escucharla y pensó que una buena estrategia era no dejar que empezara a hablarle.
—Hola, doña Manuela, ¿cómo está? Justamente voy a una reunión de trabajo con su esposo. Acabo de desayunar en el bar del club. ¡Buen café! Ya ve, aun siendo día de fiesta tenemos que trabajar un poco. Pero no se preocupe, la cosa no será demasiado larga, don Adolfo en seguida podrá volver a disfrutar de su domingo.
Añadió a sus palabras una estúpida risita. Sin embargo, la señora no parecía entender. Lo miraba fijamente como si se esforzara en averiguar quién era. De repente, sin ningún gesto indicativo de qué iba a ocurrir a continuación, Manuela cogió la cabeza del joven entre sus manos, acercó la cara y le dio un fiero, intenso y prolongado beso en la boca. Él, aterrorizado, se apartó bruscamente:
—Pero ¿qué hace, doña Manuela? ¿Se ha vuelto loca?
—Ojalá —dijo—. Ojalá.
Luego agitó la cabeza como si despertara de un sueño y se alejó casi corriendo. Darío se quedó solo en mitad del jardín, miró a su alrededor comprobando que nadie había contemplado la insólita escena, se restregó la cara con fuerza y exclamó en voz alta y desesperada:
—¡Esto ya es la rehostia, la rehostia! ¡No puedo más!
Adolfo estaba esperándolo en el despacho. Cuando el chico entró, aún con expresión aterrorizada, se compadeció de él. Quizá se había excedido en su severidad. Debía intentar ser de nuevo un jefe magnánimo. Finalmente un fallo lo tenía cualquiera, y Darío siempre había sido un excelente trabajador. Decidió no ser muy estricto en las reconvenciones que pensaba hacerle.
—Siéntate, Darío.
—Perdone que llegue un poco tarde, don Adolfo, pero me he acercado a desayunar y...
—No tiene importancia, hombre, un par de minutos nada más.
—Sí, pero yo sé que está enfadado y...
—Un momento, antes de empezar a hablar debo decirte que siempre he estado muy contento contigo. Te lo digo con sinceridad y ves que no me duelen prendas. Pero de un tiempo a esta parte, muchacho, tu trabajo ha empezado a resentirse de una cierta desorganización. Incluso podría decir de un cierto desinterés. A veces no estás en tu puesto cuando deberías, las cosas se retrasan... y el colmo ha sido lo de la nómina del mes. ¡Por Dios, Darío, somos un equipo, y la gente no ha cobrado por culpa de tu distracción!
—Ya lo sé, señor, ya lo sé. Ha sido imperdonable y me doy cuenta. Quiero, en primer lugar, darle el trabajo hecho, listo para firmar. Aquí tiene las nóminas. En segundo lugar, le pido disculpas de todo corazón. Y por último, don Adolfo, por último... bueno, por último quiero presentarle mi dimisión.
—¿Tu dimisión?, ¿qué coño significa tu dimisión?
—Pues que quiero irme de la obra, señor.
—Pero, muchacho, no sé si la empresa te va a admitir eso. Tu puesto en España debe de estar cubierto ahora.
—Me he expresado mal. Quiero irme de la empresa también.
Adolfo se quedó sorprendido. Se inquietó. Quizá habían estado pasando cosas que él desconocía. Tensiones entre empleados, algún enfrentamiento del que no había tenido noticia...
—¿Puedes darme tus motivos?
—Me han ofrecido otro trabajo.
¡Carajo con el joven Darío!, pensó Adolfo, realmente se necesitaba cuajo para estar tramitando sigilosamente un cambio de trabajo desde tanta distancia. Sus deseos de volver a España debían de ser intensos.
—Bien, veo que la competencia se mueve de prisa. Y tú también. ¿Es que no estabas a gusto con nosotros?, ¿tenías añoranza de España? Antes de irte a otra empresa deberías haber preguntado en la nuestra. Quizá hay algún hueco por ahí, quizá se puede revisar tu sueldo al alza.
—No, don Adolfo, he vuelto a expresarme mal. Ni me voy con la competencia ni vuelvo a España.
—¿Y entonces?
—Si me deja pasar a mi apartamento, voy en un instante y traigo dos cervezas.
—Adelante.
A Adolfo no le apetecía beber a aquellas horas de la mañana, pero estaba tan atónito que un momento de soledad le vendría bien para hacerse una idea de las cosas. Se había repuesto lo suficiente como para poner cara de póquer cuando Darío regresó con las botellas, pero su curiosidad seguía intacta. El chico sirvió despacio los dos vasos, él también necesitaba tiempo para pensar en su explicación.
—Verá, don Adolfo, es que yo... en fin, usted ya sabe que mi novia me está esperando para casarnos.
—Sí, claro que lo sé.
—Pues el caso es que ya no estoy seguro de querer casarme con ella, con ella ni con nadie, quiero decir. ¿Se imagina lo que debe de ser embarcarse en un matrimonio en el que ya no amas a tu mujer ni desde el principio? Porque la vida de casado debe de estar bien cuando hay sentimientos, de lo contrario... el matrimonio es una manera de vivir sin la mínima libertad que no tiene gracia: pagar hipoteca, no salir para ahorrar, cargarse con niños y responsabilidades para siempre... y acabar tus días aguantando en casa a tus nietos, a tu suegra o algo peor. Si no hay sentimientos que te compensen mucho... no le veo yo las ventajas, de verdad.
—¡Hombre, planteado así...!
—No puedo planteármelo de otra manera por más que lo intento. Y no deseo engañar a mi novia ni engañarme a mí mismo de por vida pensando que soy feliz cuando no lo soy. ¿Lo comprende?
—Lo comprendo. Ya no eres un niño, y supongo que lo has pensado con detenimiento.
—Le aseguro que me ha costado mucho tomar esta decisión.
—¿Y te quedas en México?
—Sí.
—¿Qué trabajo has podido encontrar aquí?
—Seré administrativo, lo mismo que he hecho siempre.
—¿En qué empresa?
—En El Cielito, señor.
—¡Joder! —soltó Adolfo sin poder contenerse.
—Es un negocio muy saneado, pero el dueño tiene un enorme follón en las cuentas. Quiere que yo se las lleve y empezar a pagar sus impuestos, cosa que no ha hecho jamás. Sabe que yo tengo experiencia y me lo propuso. No me darán mucho, pero viviré en el local, con comida incluida. No tendré problemas de casa ni de mantenimiento, y mis necesidades son muy pequeñas.
—Sí, ya —balbuceó Adolfo.
—También ha influido en la decisión de aceptar el trabajo la cuestión de las chicas, naturalmente. Estaré acompañado y... esas chicas... bueno, no puede usted saber lo feliz que me hacen, el cariño que me dan.
—¿Alguna en concreto?
—Tres o cuatro más en particular. Yo las quiero a todas, y ellas me dan su amor sin egoísmo alguno, sin cobrar tampoco, por supuesto. Son dulces, agradables, no me exigen nada, no tienen malicia ni le piden demasiado a la vida. Allí estaré tranquilo: un poco de trabajo, una siesta, un ambiente acogedor... y sobre todo no hacer planes para el futuro. Con un poco de suerte, allí me moriré. No tengo más aspiraciones, ésa es la historia principal, que no tengo aspiraciones. ¿Le parece mal, señor?
—¿Qué te voy a decir, Darío? Es duro cortar con tu mundo, con tu familia, con el lugar donde naciste, pero... supongo que hacer lo que te propones demuestra también una gran valentía por tu parte.
—Gracias, tenía miedo de lo que pudiera decirme. Por supuesto puede contar con que le dejaré todos los papeles arreglados, y si me necesita unas semanas más, me quedaré.
Y bien, iba pensando Adolfo de regreso a su casa, aquel mosquito muerto de Darío había dado un paso crucial: cortaba amarras y adiós. De modo que no era sólo follar lo que lo hacía volver una y otra vez a El Cielito, había algo más. Se trataba de una locura, naturalmente, de una temeridad y una poca vergüenza, pero, en el fondo, ¿qué varón no había soñado alguna que otra vez con mandarlo todo al infierno? Aquel chico estaba despidiéndose de las incómodas imposiciones de la convivencia matrimonial, de las pequeñas miserias cotidianas, de la esclavitud de los hijos y las responsabilidades que comportan. Al mismo tiempo, renunciaba a esas cosas tan agradables de la vida corriente en familia: sentirse el dueño de un hogar, la piedra básica de un grupo humano con su misma sangre... sin olvidar la ambición profesional; aquel joven de aspecto frágil y algo atontado se había dado cuenta, sin embargo, de que medrar en el trabajo es pura vanidad. De hecho, por muy competente que uno fuera, nunca resultaba imprescindible en ninguna organización. Si un buen día dejabas de ser rentable, recibías una patada más o menos encubierta por parte de la empresa y en paz. Había algo de filosófico en la decisión de Darío. Y no porque irse a vivir a una casa de putas fuera muy filosófico en sí, sino por los matices de aceptación de una vida sencilla que llevaba aparejados aquel plan. Y además estaba el sexo, porque la vida sería sencilla pero no monacal, y vivir cambiando constantemente de mujer era una especie de sueño erótico universal. ¿Cuánta experiencia y goce sexuales se pierde un hombre casado inmerso en la sociedad convencional? ¡Mucha, por no decir toda! La esposa no siempre está por la labor, y la propia dinámica de la vida conyugal conduce a un cierto desinterés pasado el tiempo. ¡Por no hablar del trabajo! El desarrollo de la profesión es un auténtico inhibidor de la libido, el más potente que hay: la responsabilidad, las reuniones, los problemas diarios, las largas jornadas de estrés, las luchas internas de poder en la empresa... En todo este tráfago infernal, un hombre pierde horas y horas de dedicación al sexo placentero y exaltado. Más aún, pierde las ganas de ejercitarlo, lo cual ya es la última decadencia personal. No, en ningún caso podía concluirse que Darío estuviera loco. Tampoco su resolución comportaba un desdoro para su persona. En cierta manera, incluso lo honraba.
Sin embargo, entre unos y otros le estaban dejando la obra descojonada. Ahora se le presentaba el conflicto de tener que pedir un sustituto de administrativo a España, y ya iban dos, si contaba a Santiago a otro nivel. Cuando éstos llegaran, habría que esperar a que se aclimataran, enseñarles, irles exigiendo mayor rendimiento a medida que entraran en el trabajo... ¡Ah, si él también pudiera volar! Pero para él ya era demasiado tarde, sus alas habían sido cortadas hacía tiempo. Pensándolo bien, era como si el aire de México hubiera afectado emocionalmente a todo el grupo: Santiago huía con su amada, Ramón reaccionaba con increíble violencia, Darío hacía de su capa un sayo, y a la americana, tan morigerada, resultaba que le gustaba intrigar... Todos menos él, él parecía un capitán condenado a permanecer en su nave varada hasta el final. ¡Bah, la vida!, pensó, y recordó las últimas desavenencias con Manuela. A lo mejor no era ridículo ni desaforado plantearse un divorcio a aquellas alturas. ¿Qué ganaría con eso? ¡Estar solo y en paz durante su vejez!, únicamente preocupado por sus cosas personales, sin culpabilizarse por los demás, modelando sus días como le apeteciera, sin seguir unas indicaciones morales que ni siquiera comprendía del todo.
Sintió un gran alivio al comprobar que su mujer no estaba en casa. Fue a servirse una cerveza. Ahora sí le apetecía un poco de alcohol.
Henry leía un periódico americano junto a su esposa. Habían acabado de cenar y se sentaron en la terraza. La observó disimuladamente. Ni una palabra, no había abierto la boca durante toda la noche. Algo le sucedía, naturalmente, pero se preguntaba qué. No parecía estar afectada por ningún problema personal: ni llamadas extemporáneas de su madre, ni disgustos en la colonia... más bien daba la impresión de tener algo en contra suya. Mostraba un entrecejo ligeramente fruncido y las respuestas a sus preguntas, casi siempre monosílabos, sonaban a reproche soterrado. Se había vuelto un especialista en interpretar los silencios conflictivos de Susy. ¡Cuánta paciencia empleada en ella, cuánta paciencia, Dios! Nadie podía sospechar hasta qué punto había sido paciente en los años que llevaban de noviazgo y matrimonio. Siempre pensó que ella iría adaptándose a la vida de una mujer adulta, pero continuaba con su comportamiento histérico e infantil. ¿Era algo nuevo lo que estaba pensando? En absoluto, era el mismo problema, enquistado, siempre presente, que mediatizaba los hechos de sus vidas como una especie de omnipotente deidad. Y, sin embargo, hoy ese problema le parecía más fastidioso que nunca, más insoportable, más lacerante. El enamoramiento de Santiago y Victoria gravitaba sin duda sobre él, y no era el único, aquella novedad no había dejado a nadie indiferente. En el campamento se había creado un clima especial, todo se desarrollaba como de costumbre, pero se hubiera dicho que todos los hombres estaban afectados por una cierta inquietud, como si un cambio inminente los aguardara. Quizá la irrupción de una pasión de aquel calibre en un entorno tan pacífico generaba una especie de campo magnético de cuya influencia no se podía escapar. O era posible que sólo el aspecto morboso de la situación, con amantes casados liados con personas cercanas, fuera en realidad lo que los mantuviera a todos en un estado parecido a la alerta.
Aquella misma mañana había estado charlando con Santiago. Siempre habían mantenido una relación cordial, de modo que cuando él sacó a colación el tema de su enamoramiento no le extrañó en absoluto. «Intenta justificarse delante de mí», pensó cuando él empezó a hablar, pero luego se dio cuenta de que se trataba de otra cosa. Aquel hombre necesitaba confesarse con alguien, ser completamente sincero, e incluso era plausible que estuviera intentando advertirle de algo. De hecho, lo que le contó tenía similitudes inquietantes con su propio caso: una mujer obsesionada por sus problemas internos a la que no se puede ayudar y que acaba arrastrándonos a su abismo. La vida convertida en un infierno cada vez más terrible. Ésa era su historia con Paula, pero ¿acaso su matrimonio con Susan no empezaba a reflejar esa misma situación? Estaba casi seguro de que las palabras de Santiago pretendían hacerlo reflexionar. Le dijo: «No hay nada que se pueda hacer, ninguna influencia benéfica que se pueda ejercer. Al principio te mueve la esperanza de que irás sacándola del pozo con paciencia y amor. Más tarde, aun cuando has comprendido que nada puede cambiar, vives atenazado por la responsabilidad de no dejarla sola y te vuelves su protector frente al mundo. Sólo al final comprendes que todos somos adultos y que hay una sola vida que está a nuestro alcance. A ella y sólo a ella le corresponde abandonar su talante autodestructivo, pero si sucumbe, ésa será sólo su responsabilidad.» Si Santiago pretendía prevenirle, no era únicamente porque hubiera captado intuitivamente el paralelismo entre sus casos. Sin duda, Susy le había hecho confidencias a Paula y ésta se las había confiado a su marido. Sí, Santiago le estaba hablando muy claro, probablemente en un gesto de solidaridad masculina.