Días de amor y engaños (39 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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¡Joder, allí estaban los ingenieros, todos menos don Ramón! ¡Y eso que los lunes no solían pisar El Cielito! Daba lo mismo, como solía concluir siempre en aquellos casos, estaba fuera de su horario laboral. Se dirigieron a una mesa y los saludó levantando la jarra de cerveza. Por fortuna, nadie se acercó a la barra a tomarle el pelo haciéndose el simpático. Perfecto, siguió charlando con Rosita sin preocuparse más de su presencia. Pero, para su sorpresa, una hora más tarde entró Ramón Navarro y, contra toda costumbre, se sentó a su lado. Al principio creyó que sólo iba a pedir una bebida para llevársela a la mesa de sus compañeros, pero no fue así. Pidió, en efecto, un tequila y se sentó para, aparentemente, degustarlo en amable conversación. Rosita se retiró.

—¿Qué tal, Darío, cómo va tu vida?

—Pues ya ve, echando una canita al aire.

—Es lo mejor que puedes hacer, muchacho.

O estaba volviéndose loco o el ingeniero se encontraba bastante bebido. Le extrañó sobremanera, era el menos bebedor de todos, pero luego pensó filosóficamente que siempre existe una primera vez, o al menos una excepción. Continuó desgranando tópicos que dieran la impresión de estar manteniendo una charla animada.

—Ni que lo diga, don Ramón, correrse una juerga cada tanto es básico, por lo menos mientras siga estando soltero.

—¿Y después te portarás bien?

—Desde luego. Esto lo tomo como una especie de vacaciones previas al matrimonio. Porque yo nunca he sido un juerguista, no vaya usted a pensar. En España lo máximo que hacía era tomar una copa muy de tarde en tarde con los amigos. Debe de ser este país, que pone la sangre caliente.

Vio cómo su interlocutor se quedaba callado, mirando fijamente el interior de la jarra como si fuera una bola de cristal que fuera a revelarle el futuro. Entonces se levantó y se dirigió a la mesa donde estaban sus colegas. Una vez allí, se plantó ante Santiago y se quedó mirándolo sin pronunciar palabra. Santiago se puso en pie y, en ese momento, sin un solo grito, sin una sola emisión de voz, recibió un tremendo puñetazo en la cara que estuvo a punto de derribarlo. Hubo un estremecimiento general y los clientes de El Cielito fijaron la vista en la escena. Darío, paralizado por lo que acababa de presenciar, se quedó inmóvil en la barra, con los ojos redondos e inexpresivos como dos relojes. Desde allí contempló cómo Adolfo y Henry se levantaban inmediatamente y sujetaban a Ramón, aunque éste no hizo ademán de intentar nuevas agresiones. Santiago se limpió la boca, y en un tono de voz tranquilo se dirigió a Ramón:

—Por favor, escúchame, te ruego que hablemos.

Estas palabras tuvieron la facultad de volver a excitar al receptor, que intentó abalanzarse sobre Santiago, pero fue sujetado por Henry y Adolfo. Éste se volvió hacia Darío con cara furiosa y le hizo una seña enérgica para que acudiera. El joven lo hizo, pero Ramón estaba cada vez menos combativo y no fue necesaria una tercera persona para inmovilizarlo. Entonces, el jefe, intentando que su voz sonara imperativa pero no se oyera demasiado en el local, resopló:

—Señores, ya es suficiente. No quiero ni un gesto más. Esto se ha acabado. Y si tenéis que hablar ya lo haréis otro día y en otro lugar. Ahora nos vamos.

Sujetando aún a Ramón, Henry y él comenzaron a caminar hacia la salida, pero era un simple acompañamiento porque ya no forcejeaba para soltarse. Adolfo le dijo a Santiago en voz baja:

—No tardes menos de una hora en volver al campamento.

Éste asintió, recogió una de las sillas, caídas durante la confusión del momento, volvió a sentarse y miró a Darío, que seguía perplejo.

—¿Te importa traerme una cerveza, Darío? O mejor trae dos y te sientas un rato conmigo.

Tenía sangre en el labio. Darío se lo hizo notar con un leve gesto. Los clientes mexicanos, que habían dejado cualquier actividad para observar qué sucedía, reemprendieron sus partidas de cartas, sus charlas y sus tragos sin el menor signo de haber sido interrumpidos. Darío fue a la barra, y Rosita, mientras le servía las cervezas, le preguntó en un susurro:

—¿Qué ha sido todo ese alboroto, mi amor?

—Nada —respondió él—. Un malentendido entre españoles.

—¡Jesús!, ¿eso fue un malentendido? ¿Y qué hacen ustedes cuando nomás se pelean? ¡Para que luego se diga que los mexicanos somos arrebatados!

Henry y Adolfo dejaron a Ramón en su dormitorio del campamento. Lo ayudaron a tumbarse en la cama. Probablemente se mostraba más borracho de lo que en realidad estaba porque se sentía avergonzado por su proceder en la cantina. Salieron y respiraron el aire fresco de la noche. Adolfo se limpió el sudor de la cara con un pañuelo.

—¡Joder! —exclamó por lo bajo.

Luego se sintió en la obligación de explicarle al americano algo de lo que estaba pasando.

—Verás, la historia es complicada y...

—No te esfuerces, conozco la historia.

—¿La conoces?

—Susy los vio besándose hace tiempo.

—¡Claro, naturalmente, ni al diablo se le ocurre liarse con la mujer de un compañero en un lugar tan cerrado como éste!

—Al parecer, tampoco estaba en sus planes llevarlo en secreto muchos días.

—Sí, ya lo sé.

—Pero está claro que deberían haber evitado todas estas complicaciones.

Adolfo miró a Henry e hizo un gesto vago con la cabeza. Guardó silencio mientras pensaba: «No sé si es por ser americano o por ser joven, pero es evidente que este tío no sabe que el amor no se evita a voluntad del usuario.»

En seguida quedó probado que las sospechas de Manuela eran la pura realidad. De todas sus disponibilidades de ayuda, lo único que parecía interesar a la cooperante de la ONG era la capacidad que tuviera para recaudar dinero. Lo demás: trabajo, organización o ideas, fue despreciado, ni siquiera contemplado por aquella férrea mujer. Es más, tuvo la desfachatez de soltarle que las intervenciones de tipo amateur estaban vetadas en su entidad, ya que lo habitual era que los voluntarios puntuales no hicieran más que incordiar. Se quedó un tanto despagada ante tan desabrida contestación, aunque la hubiera intuido ya. En fin, pues lo sentía en el alma, pero limitarse a hacer una colecta económica entre las familias de la colonia quedaba descartado. ¿Qué gracia tenía una cosa así? Ella quería que la gente del grupo se sintiera partícipe de un bien social en aquel país de acogida. Pero recolectar dinero no era un empeño muy elaborado. Además, no podía obligar a las familias a que soltaran la pasta sin más. Muchos de los residentes estaban ahorrando, por eso habían aceptado aquel trabajo en el extranjero, para hacerse con unos ingresos mayores que en España. No eran potentados. De modo que pegarles un sablazo en nombre de la caridad le parecía excesivo. Algunos se verían obligados a participar por ser ella quien lo organizaba. No, se haría a su manera, montaría una gran fiesta benéfica en la que los asistentes comprarían una entrada simbólica. Además, las instituciones también se unirían al evento aflojando la mosca a voluntad. El consulado español en Oaxaca, la empresa constructora, el banco local con el que trabajaban... La cooperante se quedó un momento pensando en esa posibilidad. Luego sacó lápiz y papel y se puso a hacer números sin el menor recato.

—Puede ser —afirmó—. Si logramos alcanzar esta cantidad que le escribo aquí, la fiesta podría llegar a ser rentable.

—Habrá que organizarlo bien, sacar invitados hasta de debajo de las piedras. Yo creo que haciendo las cosas con un poco de inteligencia... Déjame que hable con todas las esposas de la colonia para ver qué ideas pueden aportar. Haremos una
brainstorm
y veremos qué sale de ahí.

—De acuerdo, Manuela, tengo que marcharme. Llámeme cuando las cifras empiecen a cuadrarle.

Ni siquiera le había dado las gracias. La observó mientras iba hacia la puerta. Tenía una figura decididamente hombruna. Al menos, las monjas misioneras presentaban un aspecto mucho más encantador con sus hábitos blancos y las angelicales tocas. Pero todos estos tipos de las ONG... en fin, se suponía que ése era el signo de los tiempos. Suspiró y fue a prepararse un té. Se encontraba cansada. ¿Estaba perdiendo su sempiterna vitalidad? En verdad ya no era joven, y aunque aún demostraba buen ánimo, enfrentarse a una tarea complicada le hacía plantearse dudas sobre su resistencia. Antes nunca le sucedía eso, antes hubiera abordado los trabajos de Hércules sin pestañear. Pero cada vez su empuje decrecía, y se veía obligada a hacer verdaderos actos de voluntad. Y total, ¿para qué?, nadie parecía valorar sus desvelos. Sus hijos raramente la llamaban por teléfono y la gente de la colonia había acabado por considerar normales todas las tareas que ella ejercía con ahínco. Incluso Adolfo se había acostumbrado a verla como un motor que no tenía por qué dejar de funcionar. Pero las máquinas también son humanas, ¡hasta los motores necesitan gasolina, qué demonios!, y un engrasado periódico, y una limpieza general. Pero a ella se le exigía darlo todo de sí misma y no desfallecer en ninguna ocasión. ¿Qué iba a hacer, sin embargo, quedarse en un rincón lamentando su mala fortuna? ¡Ni hablar, eso no lo haría nunca! Había conocido a demasiadas mujeres que lloriqueaban por las esquinas y se quejaban de todo. Una cosa debía tener clara: siempre había sido consecuente consigo misma. Durante toda la vida había creído cumplir con su obligación, y la satisfacción que le proporcionaba ese sentimiento había sido suficiente hasta aquel momento para mantenerla en pie. Las cosas no tenían por qué cambiar. Claro que un poco de reconocimiento ajeno no le hubiera venido mal... pero si nadie estaba dispuesto a dárselo, tendría que seguir adelante sola.

Suspiró profundamente y apuró el último sorbo de té. Bien, empezaría por comentarle a Darío el asunto de la reunión de mujeres. Necesitaba al muchacho para los detalles logísticos. Intentaría presentarle las cosas como si sus opiniones fueran de verdad cruciales para el proyecto. No se le ocurría otro modo de conseguir que aquel chico se movilizara mínimamente. Era un típico sujeto de su generación, siempre arrastrándose por los acontecimientos como si llevara montones de piedras en los bolsillos. ¡Si ella se hubiera permitido esa pasividad!, ¿dónde estaría ahora?, ¿quizá en el mismo sitio? Quería pensar que no.

Darío la vio llegar con la delicuescente impresión de que los extraterrestres lo visitaban, y no pudo desprenderse de esa idea mientras ella le hablaba de la necesidad de solidarizarse con los campesinos autóctonos, gentes desfavorecidas a quienes debían ayudar. Pero su extrañamiento llegó al colmo cuando oyó lo de la
brainstorm.

—¿Y qué es eso de una
brainstorm,
doña Manuela?

—Es un término inglés que define una especie de reunión sobre un tema concreto y en la que todo el mundo expone sus ideas. Literalmente significa «tormenta de cerebros». ¿Ves la relación?

—Pues no sé yo si una tormenta es lo más aconsejable en las actuales circunstancias.

—Ya, para ponerte a ti en funcionamiento haría falta un huracán, o un tifón. Pero quiero que tengas presente que se trata de algo de la máxima importancia y que lo tomo como un empeño muy personal. ¿De acuerdo?

—Sí, doña Manuela, lo que usted me diga.

—Convoca a todas las esposas de los mandos intermedios y a las de los ingenieros también. Mañana a las cinco de la tarde. Le dices a Pancho que prepare bebidas frías y calientes en la sala del club. ¡Ah, y bocadillos y snacks!

Aquella mujer estaba como una chota. Con todo el cristo que tenían organizado y a ella sólo se le ocurría organizar fiestecitas de caridad. Aunque lo más probable era que aún no se hubiera enterado de nada. En cualquier caso, a él le traía sin cuidado. Si quería tormentas, las tendría, ¡ya lo creo que las tendría!, y con abundante aparato eléctrico, además.

Santiago hablaba todos los días por teléfono con Victoria. La animaba, le decía que todo iba bien. ¿Era todo perfecto? Se marcharían de allí sin que él tuviera un trabajo seguro, pero eso no tenía demasiada importancia, encontraría otro trabajo, sin duda alguna. Las cosas nunca están absolutamente en orden antes de que uno tome una decisión de cambio. Primero hay que tomar la decisión y luego los detalles van cogiendo forma paulatinamente. Procuraba ir dejando los asuntos de la obra en buen estado de revista, para que su sustituto no se encontrara con problemas. Había intentado hablar un par de veces con Ramón, pero él lo rehuía abiertamente. No sabía con claridad qué pensaba decirle, pero hubiera articulado algún tipo de petición de excusas, jamás una explicación. Por suerte, a Ramón no había vuelto a darle por ponerse violento. A Victoria no le había comentado el incidente. Sus conversaciones telefónicas iban sólo encaminadas a que ella se sintiera reconfortada, a que pasara del mejor modo posible aquellos extraños días de tránsito. Pero Victoria estaba triste. Había comunicado la noticia a sus hijos, y la conmoción del momento había acabado por deprimirla. La verdad era que él no se encontraba tranquilo. Tenía cada vez más miedo de que ella no tuviera la fuerza suficiente como para superar todo aquello y se volviera atrás. Tanto era así que había comprado ya los billetes de avión que los llevarían a España, en un acto semiconsciente de forzar un poco más la irreversibilidad de sus planes.

Ella seguía negándose a que se vieran en su habitación alquilada. Era absurdo, como si en aquellos momentos en que ya todo se había hecho público hubiera decidido guardar fidelidad al esposo abandonado. Pero él necesitaba verla, y aquella tarde logró forzar una cita en San Miguel.

En cuanto la vio llegar se tranquilizó por completo. Estaba preciosa. ¿Cómo era posible que su belleza no le hubiera llamado la atención desde el principio? Se había enamorado de ella sin que su aspecto físico contara en absoluto. Tenía unas ojeras pronunciadas y se había adelgazado bastante, pero su hermosa boca se abrió de par en par para sonreírle. Se abrazaron con mayor intensidad que nunca. Emocionados, casi no podían hablar.

—¿Estás bien? —preguntó él tontamente.

—Quiero que nos vayamos pronto.

—Todo va perfectamente. Estoy completando los últimos detalles de mi trabajo en la presa para dejar arreglado todo lo que depende de mí. Es cuestión de unos pocos días más. ¿Ya has aclarado todo con Ramón?

—No ha vuelto por aquí ni me ha llamado. Supongo que no quiere verme, y debe de considerar que aún no es momento para tratar temas de tipo legal.

—Ya los trataréis, si no ahora, más adelante. Mi caso con Paula es más urgente. Tendrá que marcharse de la colonia, sólo está aquí en calidad de esposa.

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