Días de amor y engaños (40 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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—¡Cómo debe de odiarme!

—No pienses en eso. Victoria, quiero hacer el amor. Vamos a nuestra habitación, aunque sólo sea un rato.

—Tengo miedo.

—Ya no hay nada que temer. Necesito estar contigo, tenerte.

—Está bien.

Fueron a su habitación alquilada. Estaba como siempre, con las gallinas picoteando en el patio y los ruidos de la casa que llegaban amortiguados hasta la parte de atrás. Hicieron el amor buscando consuelo el uno en el otro, traspasándose fuerza. Luego se quedaron trabados en la cama, reposando.

—Cuéntame de qué tienes miedo.

—No lo sé. Lo peor ha pasado, pero a veces me despierto en plena noche y pienso que nada de esto es verdad.

—¿Y te angustia comprobar que sí es cierto?

Victoria sonrió tristemente. Lo besó en la boca. Santiago le susurró:

—¿Sabes qué llevo en el bolsillo de esos pantalones que han quedado ahí tirados? Nuestros billetes de avión.

—¿En serio están ahí?

—Los llevo siempre encima. ¿Quieres verlos?

—¿Para qué?

—Para que compruebes que todo es real.

—Ya sé que todo es real.

—El que tiene miedo soy yo. Tengo miedo de perderte en el último momento.

Se incorporó. Se quedó mirándolo a los ojos.

—Me voy a marchar contigo, Santiago, y si tú quieres, voy a pasar el resto de mi vida a tu lado. Nadie va a cambiar eso, ¿comprendes? Nadie.

Santiago notó casi físicamente que su cabeza se aligeraba de fantasmas y lo invadió una calma tan perfecta que sólo tuvo ganas de dormir.

Darío llamó a la puerta tres veces. Sólo a la tercera le abrió Victoria. Se había retrasado pensando estúpidamente que se trataba de Ramón. El chico la miró, pasando por alto la cara de susto.

—Perdone que la moleste, pero he estado llamándola por teléfono y no respondía, y como tampoco la he visto últimamente por la colonia...

—Lo siento, Darío, debía de estar despistada.

—Sólo quería darle este papel. Es una convocatoria de reunión para todas las señoras.

—¿Con qué motivo?

—Ahí lo pone. Es para una campaña de solidaridad o de caridad; no sé, doña Manuela les dará toda la información. Mañana a las once, ¿podrá asistir?

—Sí, supongo que sí.

Cerró la puerta y fue a la cocina. Era verdad que llevaba varios días comportándose como una proscrita. Había contestado con negativas a las invitaciones de Manuela para jugar al tenis y sólo respondía al teléfono si sonaba según la contraseña pactada con Santiago. Apenas si salía de casa, porque, en el fondo, temía encontrarse con Paula. Dejó la convocatoria sobre la mesa, suspiró con preocupación. No podía seguir mostrándose como avergonzada de que la vieran, era indigno. Pero exponerse a una situación violenta la hacía refugiarse entre sus cuatro paredes seguras. En realidad, había estado esperando una visita de Paula, incluso había previsto estrategias para responder sus reproches o aplacar su ira. Pero Paula no había aparecido, por eso le resultaba cómodo atrincherarse y esperar a que llegara el momento de huir. Eso era justo lo que Santiago había querido evitar, pero cualquier solución que llevara a un intento de pacificación por su parte se estrellaba contra la lógica. ¿Qué podía hacer, intentar un diálogo civilizado, con qué argumentos, y en qué tono: de mujer a mujer, de amante a esposa? ¿Pedirle perdón? Intuía que esos esfuerzos no harían más que degenerar en situaciones melodramáticas que podían caer con facilidad en la violencia o el absurdo. Estaba convencida de que no le quedaba más remedio que aguantar como estaba, y sólo en caso de que fuera Paula quien quisiera hablarle vería cómo actuar. Si llovía sobre ella un chaparrón de insultos o ironías, debería soportarlo con mansedumbre. Pocas más alternativas se le ocurrían.

Leyó el papel. ¡Dios, una nueva fiestecita de Manuela a cuenta de la caridad! Eso le indicaba que no se había enterado aún del
affaire.
De haber sido así, la creía con el suficiente criterio como para no organizar ningún tipo de sarao. Y bien, quizá allí estaba la ocasión en la que Paula se acercaría a ella para hacerle saber lo que pensaba. Pero no asistir a la reunión era dar un paso más. Ya no sólo evitaba el encuentro, sino que se escondía, y eso era algo que no debía permitirse a sí misma. Se había enamorado de un hombre que tenía una esposa legal, ése era su crimen. Un crimen, por otra parte, más nominal que auténtico, puesto que Paula ya no amaba a su marido. Estaban entre adultos, y cada uno debía enfrentarse a sus propios problemas. Las circunstancias dolorosas u ofensivas que conllevaba aquel amor eran algo que todos tenían que asumir. Iría a la reunión, por respeto a sí misma. Sólo era cuestión de alcanzar un estado de serenidad duradero y dejarse llevar por los acontecimientos. Los hechos se producirían sin que ella intentara variarlos. Nunca había creído en ningún tipo de destino prefijado, pero aquélla era una posibilidad que empezaba ahora a considerar. La hacía sentirse mejor, exonerada de terribles culpas, libre para poder ser feliz.

En la gran sala del club social se veían dos mesas largas perfectamente preparadas con un servicio de té. El cocinero se había esmerado con las pastas secas y el plum-cake. Como fastuoso colofón, una enorme tarta Sacher presidía el centro. A Manuela le gustaba que todo fuera abundante y tuviera un toque internacional. No se puede decir a la gente que se siente a pensar sin haber llenado el estómago de cosas selectas que ayuden a encontrarle placer a la vida. Sin embargo, en aquella ocasión, quería que fuera muy evidente que se trataba de una sesión de trabajo; de modo que primero merendarían y luego se sentarían a deliberar. Darío, libreta y bolígrafo en mano, era el único varón presente. Parecía importante que aquella reunión tuviera un carácter formal que distinguiera aquella actividad de cualquier otra fiesta. Darío tomaría notas sobre la sesión, y Manuela estaba dispuesta a contribuir a la idoneidad del ambiente leyendo un par de párrafos que había redactado sobre la necesidad de ser huéspedes solidarios con aquel país. Se sentía contenta, investida de razón, más ligera, como si al final fuera a ser verdad lo que las monjas del colegio tanto le habían repetido durante los años de su educación: ayudar a los necesitados proporciona una gran alegría interior. Pues bien, la cosa funcionaba, por ella no iba a quedar, estaba dispuesta a aportar su grano de arena incluso si los planes que salieran de aquella reunión comportaran un montón de trabajo personal.

Fueron llegando las esposas y se sirvió el té. En cuanto hubieron acabado con el refrigerio y antes de que se formaran grupos absorbidos por la conversación, Manuela les indicó cómo debían sentarse en corro y pidió silencio, dispuesta a leer su breve discurso de introducción.

Mientras leía, Victoria la miraba fijamente, era el único modo de evitar coincidir con la mirada de Paula, que no se apartaba de ella. Tras haber pronunciado la oradora las primeras frases, Paula levantó un dedo, interrumpiéndola:

—Perdona, Manuela, quiero hacer una pregunta. ¿No has previsto que nos sirvan una copa?

La anfitriona se quedó callada, con expresión de perplejidad. Intentó sonreír.

—No, Paula, no se servirá nada más; pero en cuanto acabemos la reunión el bar estará abierto, como siempre.

—¡Protesto enérgicamente! ¿Cómo se supone que podemos ser solidarias con nadie sin tener el alma lubricada con los elixires que fomentan el amor universal? Para practicar la caridad hay que estar un poco eufórico. Yo en cuanto oigo decir que un semejante pasa privaciones en seguida necesito un chute de alcohol para recomponer mi sensibilidad. Es el único modo en que puedo sobrellevar tanta desdicha ajena.

Un silencio viscoso se extendió por la sala. Cuando Paula la interrumpió, Manuela había tomado la rápida decisión de ser diplomática y paciente, pero de pronto sus buenas intenciones la abandonaron. Un rubor intenso le subió a las mejillas y sintió una furia difícil de controlar. Se quitó las gafas de lectura con un gesto enérgico.

—Paula, discúlpame, pero me parece que no tienes ningún derecho a monopolizar el tiempo de esta reunión. Todas nos ocupamos de otras tareas, algunas han dejado a sus niños pequeños para venir aquí. De manera que cuanto antes acabemos, mejor. Tú podrás beber la copa que te parece tan indispensable y nosotras volver a nuestros asuntos.

Hizo ademán de reemprender la lectura, pero Paula la interrumpió de nuevo:

—¡Cierto, pero si se me había olvidado que estoy entre damas de buen corazón! Todas volcadas en sus familias y sus ocupaciones... sólo hacen un alto en el camino cuando las reclama la caridad. Espero que sepáis disculpar mi distracción.

Se oyeron chasquidos de lengua y murmullos de desaprobación. La voz de Manuela ganó en autoridad y dijo secamente:

—Es suficiente, Paula, déjalo de una vez.

—¿Os preocupa la pobreza de esta gente, queridas compañeras? ¿Qué vais a hacer esta vez para combatirla: un baile de debutantes, una obra de teatro aficionado? ¡Ah, sois un encanto, todas tan educadas y tan hipócritas, grandes actrices! Preguntadle a Victoria si no es una gran actriz. Ella puede interpretaros el papel principal de la función. Ha sabido disimular perfectamente mientras le robaba el marido a otra mujer en presencia de todos. Un comportamiento ético y solidario, ¡sí, señor!

Victoria se puso en pie. Estaba pálida. Hizo el gesto de marcharse, pero Paula la atajó, levantándose también:

—No hace falta que te vayas, no te tomes tantas molestias. Quédate, estar entre hipócritas es un buen lugar para ti. Ya me iré yo, yo sí sobro en esta asamblea.

Salió caminando a pasos largos e impetuosos, dejando tras de sí un grupo que no lograba sobreponerse a la escena. Susy fue corriendo tras ella. Manuela, inmóvil, con los papeles de su discurso en una mano y las gafas en la otra, no sabía cómo reaccionar. Victoria, en silencio, también abandonó el recinto. No hubo ni siquiera un murmullo, sólo silencio consternado. Por fin Manuela, dejando de lado el tono de «convocante oficial», dijo con voz algo trémula:

—Amigas, no sé qué decir. Hemos pasado por unos momentos muy tensos. Creo que será preferible que pospongamos la reunión hasta que estemos todas menos conmocionadas.

Aquella entrada pareció devolver la palabra a las esposas y, por primera vez, se oyeron susurros y comentarios por lo bajo. Manuela se secó una gota de sudor, dobló cuidadosamente los papeles de su parlamento, preparado con inútil esfuerzo, y pensó con encono: ¡tormenta de cerebros, en mal momento se le había ocurrido congregar aquella malhadada reunión!

¡Menuda movida! Aunque era de esperar, aquel jodido asunto tenía todas las piezas de una bomba de relojería que en cualquier momento podía explotar. Y había explotado en el momento más espectacular, con doña Manuela al frente y toda la panda de esposas. Después de la primera impresión lo primero en que pensó Darío fue en las implicaciones que el escándalo podría tener para él. Primero la agresión en El Cielito y ahora esto. Ya estaba todo expuesto a la luz pública y, encima, en plan culebrón. ¿Qué le pasaría a él? No en vano había servido de intermediario a los amantes. De momento, se habían desencadenado los grandes truenos, pero luego acabarían sabiéndose los detalles de la historia, y ahí aparecería él como urdidor y único responsable de los encuentros eróticos y, encima, como encubridor de toda la historia. Por fortuna, don Ramón no parecía un hombre muy temperamental, ya que a su propio rival lo había despachado sólo con una hostia. No creía que fuera a saltarle al cuello. Pero de las iras de la esposa engañada no lo libraría ni Dios. ¡Menuda era! En realidad, siempre le había dado miedo, por imprevisible y porque no parecía importarle un carajo lo que pensaran los demás sobre ella. Sí, seguro que le montaba un número glorioso, y a tenor de cómo había actuado en la reunión, buscaría una ocasión pública para atacarlo. ¿Qué haría, llamarlo alcahuete delante de todo el mundo? Eso era demasiado suave. Como probablemente habría bebido, iría más lejos. A lo mejor lo abofeteaba. Tampoco era descartable que lo interrogara estando los dos solos: ¿dónde estaba la habitación en la que se encontraban, con qué frecuencia lo hacían? Los cónyuges abandonados suelen regodearse en su desgracia, quieren conocer los detalles del engaño, como si eso les gustara. Lo había visto en películas y libros, incluso algunos amigos suyos a quienes habían dejado sus novias por otros eran curiosos con los detalles y no paraban de preguntar, para atormentarse mejor. Se le venía encima una bonita situación de la que no le iba a ser fácil salir, porque, lo acusaran de lo que lo acusaran, no podría defenderse, sino callar y otorgar, aguantar el maremoto y a ver qué pasaba. ¡Vaya manera más tonta de meterse en un lío! Porque todo aquello le pasaría una factura más seria, ¿o es que pensaba que oficialmente las cosas iban a quedar así? Lo más probable era que doña Manuela pusiera el grito en el cielo cuando se enterara de su participación activa en el adulterio, y claro, le daría cien veces la tabarra a su marido para que tomara medidas, y las medidas no podrían ser otras que mandarlo de vuelta a España, o incluso algo peor, como echarlo de la empresa por inmoral. Ya encontrarían una excusa apropiada para que no se tratara de un despido improcedente: inmiscuirse en los asuntos privados de los jefes o algo así. En realidad, todo aquello no eran alucinaciones que estuviera sufriendo, fruto del miedo o la inquietud, sino probabilidades muy cercanas a cumplirse. Se preguntaba qué era lo que debía hacer: si quedarse quieto esperando que cayera sobre él la lluvia enfurecida o adelantarse a los acontecimientos y tomar las riendas de la situación. Pero tomar las riendas no podía consistir más que en largarse, pedir el finiquito y volver a España. Y esa opción era ruinosa, no cobraría indemnización, y los ahorros que tenía atesorados no llegaban para comprar el piso que quería Yolanda ni ninguno que se le pareciese. ¿Y cómo iba a presentarse ante ella sin la pasta necesaria y habiendo perdido el empleo? Maldijo para sus adentros de mil maneras diferentes. Eso era para los que no creían que existía la mala suerte. Pues sí que existía, sí. Él era un ejemplo de ello. Total, ¿qué había hecho de malo? Nada, intentar ser amable y cumplir con todo lo que le pedían. Ése había sido su error, nunca había impuesto su voluntad, y todo el mundo se creía con derecho a tirar de él hacia donde les diera la gana. En el fondo, era culpa de las mujeres. Siempre había cumplido sumisamente todos los planes que su madre había trazado para él. Luego se había visto sometido al capricho de las esposas de sus jefes, ¡lo cual ya era el colmo! Hasta su propia novia le tenía listo el futuro sin haber contado con su opinión. Al analizar el origen de sus desdichas aparecían siempre las mujeres, las dichosas mujeres. No tenían freno en su ansia de dominio, en sus caprichos, en su frivolidad, en sus ganas de tocar los cojones. Se pasó las manos por la cara con un gesto agónico. De cualquier manera, aquellos pensamientos desesperados no le servían de mucho, nada era una ayuda en aquellos momentos. Tomó la determinación de darse un respiro en el único lugar donde parecían aceptarlo tal como era. Además, no resultaba mala idea permanecer al margen hasta que se fueran apaciguando los ánimos. Salió de su habitación mirando hacia todas partes, y cuando estuvo seguro de que el jardín estaba despejado de residentes, subió a su coche y se encaminó a El Cielito.

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