No sabía qué pintaba allí. Su ánimo no estaba para fiestas. Desconocía el motivo, pero estar en compañía de gente le apetecía menos de lo habitual. Ni siquiera la bebida le parecía una ayuda para poder aguantar. Santiago le había pedido expresamente que lo acompañara. Había pensado que ya no contaba con ella para que oficiara como esposa, pero por lo visto no era así. ¿Aún no estaba desengañado por completo, no temía que ella montara un buen número en público, que se emborrachara como una cuba a ojos de todos, que vomitara sobre el ponche o algo peor? No, su marido era una especie de monje budista, un resistente pasivo de la condición matrimonial. Nada la afectaba, y lo que pudiera afectarla quedaba encerrado bajo la máscara de su estoicismo. Tenía un marido que era como una estatua de la isla de Pascua. Si por lo menos después de la fiesta hubiera podido largarse a tomar algo sola... pero nunca se había atrevido a dejar a Santiago así. Quedaba un último respeto. En cualquier caso, hacía años que pasaban tanto tiempo separados, que hubiera sido una absurda provocación largarse en los momentos de mutua compañía. Era lo último que le faltaba por hacer; no había dudado en molestarlo de otras maneras. A veces se había preguntado por qué él nunca reaccionaba en su contra. Tenía razones suficientes para haber sacado a la luz que su matrimonio se había convertido en una vía muerta. También ella podría haberlo planteado razonablemente en una conversación, pero no lo había hecho, tampoco él. Tenían miedo de las palabras, quizá porque recordaban el último resto del antiguo amor. Alguna vez uno de los dos debía tomar una decisión, era estúpido que ambos estuvieran velando un cadáver. Se llevó un cacahuete a la boca y empezó a renegar: ¿por qué los mexicanos tenían que echarle picante absolutamente a todo?
Cuando llegó el momento de los postres, los bailarines empezaron a requerir a personas del público para que se integraran durante unos pasos en la coreografía. Hubo aplausos y algarabía general. Al comienzo de la fiesta, Santiago había deseado que no se acabara nunca; mientras aquello durara, al menos podía verla. Pero desde que habían formalizado su cita miraba el reloj con impaciencia, ahora sólo le interesaba que el tiempo pasara de prisa para llegar cuanto antes al lunes. Sería duro esperar. Su relación con el tiempo se había convertido en algo conflictivo desde que estaba enamorado de Victoria. Durante la semana, las horas pasaban arrastrándose y lo encaminaban hacia un destino incierto. Volvería a la colonia, sí, pero eso no significaba gran cosa: ¿la vería?, ¿cuándo, en qué circunstancias, fugazmente, mucho rato, quién estaría presente?, ¿dispondrían de un instante para encontrarse a solas, aunque fueran tan sólo cinco minutos? Le resultaba muy difícil vivir con esas incertidumbres angustiosas. Era un hombre acostumbrado a vivir de acuerdo a un programa, y trabajaba con elementos tan sólidos como el hierro o el hormigón. Su tarea consistía en planificar lo que sucedería en los meses siguientes. Sin embargo, temía asustarla si intentaba concretar demasiado el futuro de ambos. Aunque no había más remedio que hacerlo; las cosas tienen una inercia hacia adelante, pero hay que empujarlas, siempre empujarlas. El verla tan segura aquella noche le había proporcionado una cierta serenidad. Levantó la mirada y allí estaba: respiraba el mismo aire que respiraba él, había comido la misma comida, tendría en la boca el mismo sabor. A algunas personas el amor los llenaba de dudas, a él lo llenaba de certezas. No dejaría marchar a aquella mujer, no renunciaría a ella jamás. Si la perdía, ¿cómo iba a continuar mirándose en el espejo todas las mañanas? Algunos hombres se refugian en el trabajo cuando no tienen amor, en sus ilusiones, en sus aficiones. Pero él nunca había perdido la esperanza, sabía que alguna vez aparecería aquella mujer que le devolvería la lógica a su vida. Sin esa esperanza era difícil vivir, sólo los imbéciles lo conseguían, sólo los cobardes. Había sido un hombre duro, con aguante, con calma. Había huido de la desesperación, pero ahora estaba seguro de que después de Victoria la tierra se acababa para él. Bebió vino, suspiró, sonrió. Era un hombre afortunado. Había tenido suerte en muchas cosas, ahora la tenía en todo.
Susy agrandó los ojos con sorpresa cuando un bailarín se puso frente a ella y la cubrió con su sombrero charro. La arrastró hasta la pista. Una chica del grupo le dio al pasar un pañuelo de seda. La danza consistía en moverse frente a su pareja pasándole el pañuelo primero por la cintura, después por el cuello. Debía atraerlo hacia su cara y, en el último momento, negarle un beso. Mirando a los demás, en seguida comprendió cuál era su papel y lo ejecutó con gracia y entusiasmo. La música tenía un ritmo vivo, palpitante. Se estaba divirtiendo, realmente lo pasaba bien. Aquello era justo lo que necesitaba: estar alegre, reír, no pensar demasiado. En la pirueta final, el intento de beso robado se convertía en un beso auténtico. El bailarín acercó los labios a los suyos y apenas la rozó con su bigotazo negro. Luego la acompañó hasta su lugar en la mesa y le besó la mano. Todos aplaudieron, ella también, se sentía feliz como una niña. Henry le palmeó la espalda:
—Lo has hecho muy bien, te felicito.
—¡Dios, estoy tan cansada! Aunque parezca mentira, hacer eso cansa.
—Parecía que hubieras estado toda la vida tomando clase de folclore mexicano.
—¡Siempre me ha gustado bailar! Creo que es lo que debería hacer, bailar todo el día, bailar.
—¿Y por qué no, querida?, ¡puedes hacerlo si quieres!
Miró a su marido, congelando la sonrisa. Insistía en tratarla como a una niña. ¿La pequeña Susy quiere bailar?, ¡música para ella! En ningún momento había pensado que tras aquellos deseos de felicidad momentánea podía existir algo más, una pena enterrada, un antiguo dolor, un deseo de atolondrarse, de enajenarse. De repente advirtió que alguien se acercaba a su silla por detrás. Era Paula. Hizo ademán de felicitarla y le dijo al oído:
—Has hecho el ridículo muy bien, querida. Parecías una turista histérica de gozo. Yo que tú me hubiera follado al bailarín delante de todo el mundo.
Le dio un besito y continuó su camino hacia el lavabo. Susy sintió ganas de llorar. La odiaba, odiaba a aquella borracha.
Los lavabos estaban junto a la cocina, en pabellones añadidos a la iglesia derruida. Paula lo vio en seguida, entre las sombras. Allí estaba el guía, con los ojos semiocultos por el ala del sombrero. Se dirigió directamente a él:
—¿Qué haces aquí, estás en todas partes?
—He venido conduciendo uno de los vehículos que trajeron a los invitados, señora.
—¿También trabajas como chófer?
—Todo el mundo me conoce y conozco a todo el mundo. Trabajo un poco en todo. Ya ve.
—Ya veo, sí.
Se apartó, dejándolo con una sonrisa irónica en el rostro moreno, imperturbable.
El alcalde de San Miguel les dirigió una alocución. Estaba encantado de que la colonia estuviera tan cercana a su población. La presencia de los ingenieros, sus distinguidas esposas y todos los demás miembros de la empresa de construcción habían traído animación y progreso al lugar. Constituía un honor para el pueblo recibirlos allí. Los aplausos subieron hasta las bóvedas del techo, donde anidaban muchos pájaros. Después habló Adolfo. Adolfo era tan severo como paternal. En sus largos años como jefe había acuñado una autoridad que se dejaba sentir desde las primeras palabras. Todos los miembros de su organización se sentían honrados por estar en aquel gran país. Los pájaros se movieron inquietos con la nueva ovación. Paula, que volvía del lavabo, dijo entonces en voz alta y clara:
—¿Cómo nos llaman a los españoles en México? Creo que gachupines, ¿verdad?
En la iglesia sólo había una vieja que barría el suelo junto al altar mayor. Sobre ella caía la única luz potente del recinto, el resto estaba en penumbra. Se sentó en un banco de la última fila. Oía el ruido de la escoba rascando sobre las losas de piedra. Citarse en una iglesia resultaba un tanto blasfemo. Ella no tenía fe religiosa. ¿La había tenido alguna vez? Ni siquiera estaba segura. Ahora se percataba de que existían muchas cosas sobre las que no había pensado. Había pasado su vida afanándose en los problemas inmediatos: sus hijos, las clases en la universidad, su marido... Y de repente surgían muchas preguntas nuevas a las que debía responder. ¿Estaba asustada, se sentía culpable? Alguna vez había llegado a creer que la infidelidad la hubiera hecho sentir como una especie de asesina tras cometer su delito. Pero no era así. No sentía culpa; al contrario, veía las cosas con una claridad que nunca antes había experimentado. Su vida anterior había transcurrido dentro de un cubículo cómodo, organizado férreamente con las reglas de otros. Pero eso también podía ser considerado como vivir en una prisión. Sonrió ante sus meditaciones, ¿estaba haciendo una pequeña revolución personal? No, simplemente se había enamorado, y debía hacer un esfuerzo por dejar de considerar esa circunstancia como una fatalidad cercana a lo terrible. Sentir amor era magnífico, ¿a qué negarlo? Desde hacía unos días había perdido el apetito y se despertaba todos los días de madrugada. En principio podía parecer algo desagradable e incluso morboso, pero la sensación de alerta y vitalidad que llevaban consigo aquellas mínimas privaciones arrasaba todo lo demás. Estaba feliz. De pronto se dio cuenta de que era casi la hora y Santiago aún no había llegado; pero no temió nada. La única certidumbre con la que contaba era que aquel hombre la quería. Un hombre del que lo desconocía todo: su pasado, sus gustos, sus circunstancias familiares. Un hombre con el que casi no había hablado. Un hombre con el que no había bailado ni comido en un restaurante. Un hombre guapo de manos fuertes que no la dejaría caer jamás en el vacío. La quería, no era necesario saber nada más. Aquel hombre había hecho desaparecer de su mente y su corazón años de convivencia con Ramón, de gestos amorosos entre ellos, de complicidad e intereses comunes. Todo. Como si no hubiera existido nunca, como si empezara a vivir de nuevo sin dejar nada atrás. Era tan injusto como ineludible, era así. Como todo el mundo, había oído y leído sobre la pasión, pero siempre le pareció algo que no iba con ella. Se describía como un sentimiento arrasador, fuerte, profundo, nefasto, en contra del cual es preciso estar prevenido, especialmente las mujeres, porque todo lo devora y al cabo de un tiempo desaparece, dejando sólo dolor. ¿Era eso lo que sentía ella, una pasión? ¡Dios!, se encontraba dispuesta a abandonarlo todo, no comía, no dormía, sentada en una iglesia oscura esperaba a un hombre para hacer el amor con él. Si aquello no era una pasión, no sabía qué podía serlo. Notó una fuerte presión en los hombros. Era la presión de sus brazos y significaba consuelo, amor, comprensión, protección infinita. No recordaba los rasgos de su cara, imposible representárselos. Se volvió con angustia, buscándolo, se puso en pie, lo abrazó. Protección infinita. Unos brazos hablan, proporcionan más información que las palabras.
La había visto al entrar: pequeña, frágil, sentada en el banco frío de aquella iglesia que de pronto se le antojó lúgubre, casi terrorífica. Era muy importante que Victoria no se asustara, que no se dejara llevar por las impresiones que surgirían de la inevitable sordidez de los encuentros clandestinos. Si hubiera sido posible, habría huido con ella en aquel mismo instante, la hubiera robado, raptado. Ambos con el pasaporte en el bolsillo y todo el tiempo por delante. Pero no cabía cometer el más mínimo error. Todo debía estar calculado, ser ejecutado a conciencia. No podía saber si ella era lo suficientemente fuerte para ocuparse en parte de los aspectos prácticos de la cuestión. No, sería él quien llevara la voz cantante. De momento resultaba imprescindible que no se dejara llevar por el miedo, por las enormes dificultades que se avecinaban. Ella tenía más que perder, estaban sus hijos. Cuando se abrazaron se sintió más seguro, todo el coraje que pudiera faltarle se lo infundiría él.
Viajando en el coche casi no se dirigieron la palabra, tampoco se miraron. La perspectiva les parecía tan extraña, tan asombrosa... al cabo de unos minutos estarían en una casa desconocida para ambos, haciendo el amor.
Por fortuna, al llegar no había nadie en el patio trasero, ni se oían voces en el interior. Darío había hecho muy bien su trabajo, el lugar parecía ideal. Vieron unos cerdos moviéndose, perezosos, por entre los árboles. Él le apretó la mano.
—No te preocupes por nada. La habitación ¡hasta tiene puerta! Nunca habrás visto lujo igual.
A Victoria no le pareció una habitación ni humilde ni lujosa. Simplemente no la vio. Cerraron la puerta. Se sonrieron, se abrazaron, fueron quitándose cada uno su ropa, despacio, sin la menor vacilación ni premura. Luego se trabaron en un nudo sobre la cama. Ella respiró por fin, tranquila, aspirando el olor del cuerpo de él, que le pareció a la vez nuevo y conocido. Notar el roce de su pene erecto contra sus piernas le pareció tierno y divertido. Santiago no buscaba placer, ni era capaz de pensar, sólo quería entrar en ella, perderse allí, permanecer. Aquél era el rincón caliente tras la lluvia y el frío, el fuego seco, el centro de todo. Victoria lo sintió dentro y fue como si por fin hubiera sanado una dolorosa herida abierta. Todo cobraba sentido, todo tenía nombre por primera vez. Nunca antes había hecho el amor, nunca, nunca. Santiago se ofreció, se entregó, lo dio todo. Ella lo oyó gritar.
Se quedaron entrelazados sobre la cama, envueltos en una paz que fluía de sí mismos. Entonces Victoria se echó a llorar. Santiago se incorporó y la miró a la cara. Le secó las lágrimas con la mano. Sonrió:
—¿Qué pasa, tan poco te ha gustado?
Ella lloraba y reía al mismo tiempo. Procuró que la voz no le saliera quebrada:
—Todo esto va a ser muy duro.
—Es verdad, será duro; pero no vamos a asustarnos. Piensa en el día de después, cuando ya haya pasado todo lo malo.
—Hablas como si se tratara de una mera gestión.
—Vamos a herir a otras personas, pero es inevitable. Y es cierto que debemos hacer gestiones, no queda otro remedio. He empezado a buscar trabajo en España, con toda discreción. Tendremos que marcharnos de aquí relativamente pronto. Quedarnos hasta que finalicemos la presa queda descartado. No podemos estar años en plan clandestino; yo no lo quiero, supongo que tú tampoco. Y una vez destapada la situación, es impensable seguir trabajando junto a tu marido, alquilar algo aquí para los dos... impensable. Pero no te preocupes, tengo muchos contactos, no será difícil encontrar un nuevo trabajo. Faltan ingenieros en todas partes.