Authors: Jens Lapidus
Podía esperar la llamada de Jorge, asustarle entonces. Amenazarle con hacer daño a su hermana/madre. Pero ésas no eran las órdenes de Radovan. Al contrario: buscar, hacer daño y dejar claro quién decide. Además, Jorge había roto con su familia. En ese caso no servían las amenazas.
Mrado dio un último trago a la cerveza. Pidió la cuenta. Pagó. Dejó propina. Mientras subía la escalera del sótano le vibró el bolsillo. Cobertura de nuevo. Un SMS. Cogió el móvil. No reconocía el número. Leyó el SMS: «Llámame a este número a las ocho. Rolf». El contacto en la pasma. El muy cobarde usaba el móvil de su hijo o el de su hija para ponerse en contacto con Mrado. El SMS: buenas noticias. Quizá Rolf supiera algo.
Eran las ocho. Mrado sentado en su coche en el exterior del club de lucha libre Pancrease, en la calle Odengaun. Llamó a Rolf. Meticuloso en no ser explícito con su nombre, el nombre de él u otros detalles. Como siempre, una llamada concisa.
—Hola, soy yo.
—¿Todo bien?
—Claro, ¿y tú?
—También, es que, eh..., he tenido un día difícil. Todo el día encajonado en un coche en el asiento del conductor. Tengo una contractura.
—Deberías entrenarte más. Salir a correr de vez en cuando y hacer cincuenta dorsales cada noche, y ya verías cómo te encuentras mejor. ¿Qué tienes para mí?
—He mirado un poco eso de lo que hablamos. La sección de la zona norte interrogó a un tío hace un mes. Sergio Salinas Morena, un camorrista de Sollentuna. Es primo del que buscas. No se consiguió nada, pero aparentemente era sospechoso de haber colaborado.
—Muy bien, muchas gracias. Iré a ver. ¿Es todo?
—Es todo. Hasta otra.
Mrado arrancó el coche. Condujo hasta el cruce de las calles Sveavägen y Odengatan. Giró hacia Norrtull. Esa noche no iba a haber entrenamiento en el club. Llamó a Ratko; necesitaba sus contactos en Sollentuna. Ratko estaba en casa de su chica en Solna. No parecía estar muy despejado para acompañarle de caza. Pese a ello, accedió a que le recogiera en la calle Råsundavägen. ¿Qué iba a hacer? La norma: cuando Mrado pide algo, hay que cumplir.
Fueron por la autopista E4 hacia Sollentuna. A Ratko no le sonaba el nombre Sergio Salinas Morena. Llamó a Bobban: él sí reconocía el nombre. Pensaba que el tío vivía en la zona de Sollentuna. No sabía más.
La carretera estaba mal iluminada. Ratko llamó a antiguos amigos de Märsta y Sollentuna, preguntó por Sergio. Mrado, sorprendentemente desconcentrado. No tenía fuerzas para escuchar la charla por teléfono de Ratko. Estaba cansado. Pensaba en Lovisa. Pronto sería la vista previa oral en el tribunal. Annika quería que ni siquiera se le permitiera ver a su propia hija cada dos semanas. Joder.
Volaban por la autopista. Mrado había conducido infinidad de veces con exceso de velocidad. Una ocasión la recordaba especialmente: cuando nació Lovisa. Cesárea inmediata. Había ido al hipódromo de Solvalla con unos colegas. Recibió una llamada de Annika, las contracciones le habían empezado pero no había roto aguas. Llamó al hospital. Le dijeron: Quédate tranquila hasta que las contracciones sean regulares. Mrado se quedó en Solvalla. ¿Por qué iba a ir a casa si aún no era el momento? Cuando se marchaba llamó a casa. No contestaba. Preocupación. ¿Se había marchado sin avisarle? En la mesa del comedor había una nota:
Me he ido al Huddinge. Era urgente.
Mrado volvió corriendo al coche. Arrancó a toda velocidad. Condujo a ciento setenta por hora hasta el hospital de Huddinge. Iba derrapando en las curvas. Se preocupó más de lo que lo había hecho en toda su vida. Recorrió a la carrera el largo sendero de acceso a la entrada principal del hospital. Cuando llegó, empapado de sudor, ya habían sacado a Lovisa. Su ritmo cardíaco había empezado a bajar, no había tiempo que perder. Antes de que la durmieran, Annika oyó cómo el cirujano decía al resto del equipo médico que tenían cinco minutos para actuar. De situación urgente a cesárea a vida o muerte. Mrado llegó tarde al nacimiento de su propia hija: nunca podría perdonárselo. Pero las dos horas siguientes fueron de las mejores de su vida; en una habitación contigua con Lovisa, tres mil trescientos treinta gramos, tumbada sobre su pecho. Ella presionó la cabeza bajo su barbilla. Rozó su cuello con su minúscula boca. Parecía estar tranquila. Annika aún no había despertado tras la cesárea. Sólo Mrado y Lovisa; como debería ser siempre. Como quizá podría ser si él tirara la toalla. Si se despidiera de toda esa mierda.
Ratko le dio un empujón.
—Eh, ¿no me oyes?
Ratko había obtenido lo que buscaba. Sergio Salinas Morena: trabajaba como mensajero, vivía en la calle Allevagen en Rotebro.
Mrado pisó a fondo. Dejaron atrás Sollentuna. Siguieron por la E4 hacia el norte. Giraron a la izquierda en la carretera de Staket.
El pulso aumentaba. La tensión crecía. Mrado, con ganas.
Salinas Morena vivía en el cuarto piso. Observaron las ventanas. Seis de las nueve ventanas del cuarto piso estaban iluminadas. Tres viviendas por planta. Al menos una ventana de cada piso estaba encendida. Con suerte habría gente en casa en todos. El edificio tenía un aspecto ajado. Estaba anocheciendo, sin embargo se veían los grafitis mal hechos. La pintura de los muros exteriores estaba desconchada.
Ratko se quedó en el portal. Mrado subió. Llamó al timbre y al mismo tiempo puso un dedo en la mirilla.
Una chica gritó algo en español desde el interior del piso.
No sucedió nada. Mrado volvió a llamar.
Abrió un chico. Mrado estudió al tío. Unos veinticinco años. Vestido con una camiseta negra con grandes letras impresas: texto blanco con letra gótica.
El Vatos Locos.
Vaqueros gastados. Pelo oscuro. Aspecto chulesco. ¿Se creía que estaba en Los Ángeles o qué?
Sergio miró interrogante a Mrado. No dijo nada. Arqueó una ceja. Significado: ¿Y tú quién coño eres?
Mrado observó el piso, más allá de Sergio. Un pasillo con tres puertas. Sonido de televisión desde alguna habitación. No se veía a la mujer que había oído a través de la puerta. En general, ajado y feo. Una alfombra sintética pelada en el suelo. Algunos pósteres en las paredes. Un huevo de zapatillas de deporte alineadas y tiradas por la entrada.
—¿Eres Sergio? ¿Puedo pasar?
—Eh, ¿quién eres?
Mrado pensó: Ahora no muestran ningún respeto.
—Eso podemos hablarlo dentro. ¿Puedo pasar? —Ni en broma iba a repetir la pregunta una vez más.
Sergio no se movió. Miraba fijamente.
Ninguno apartaba la mirada. El tío debió de entender que Mrado no era policía. ¿Entendía que Mrado era uno de los más temidos en los bajos fondos de Estocolmo? No estaba claro.
Al final, Sergio abrió las manos.
—¿Qué quieres de mí?
—¿Eres Sergio?
El tío dio un paso hacia atrás. Dejó entrar a Mrado. En el piso olía a cebolla quemada.
—Sí. ¿Y quién eres tú?
Mrado pensó: Qué capullo cabezón. No paraba de bravuconear.
—Digamos que no necesitas saber quién soy. Yo no necesito saber de ti más que si eres Sergio. Quiero una respuesta a una pregunta, luego me voy. ¿Dónde está Jorge?
La mano izquierda del tío se movió involuntariamente. Los músculos del cuello se tensaron.
El tío sabía algo.
—¿A qué Jorge te refieres?
—No te hagas más tonto de lo que eres. Tú sabes dónde está. Me lo vas a contar, quieras o no.
—No sé de qué me hablas.
—¿Exactamente qué palabra no has entendido?
—
Pendejo
*, ¿te crees que puedes venir a mi casa y decir gilipolleces?
Mrado, en silencio. Sólo miraba. El tío estaba loco, quizá el rey en su calle; un don nadie en el mundo real. ¿No lo pillaba?
Sergio empezó a gritar en español. De la habitación del televisor salió una chica con pantalones de punto y camiseta negra.
En español en el original. Sergio estaba flipando. Mrado estaba impasible, Sergio levantó los brazos. Se puso en posición de lucha con los puños cerrados. Una mano extendida, la otra en guardia ante la cara. La chica se acercó a Sergio. Dijo algo en español. Pareció intentar calmarle. Miró inquisitiva a Mrado.
Sergio gritó:
—¡Venga, croata gordo!
Mrado dio un paso más. Sergio le golpeó con el brazo derecho. El puño tembló un segundo antes. Lo suficiente para Mrado; paró el golpe. Bloqueó el brazo de Sergio. Presionó la mano de Sergio hacia atrás, la muñeca en un ángulo forzado. Forzó todo el brazo hacia atrás. Sergio aulló. Intentó golpear con su mano libre. Dio a Mrado en el hombro. Perdió el equilibrio. Cayó. La chica gritó. Mrado encima de él. Siguió presionándole la muñeca hacia atrás.
—Sergio, escúchame. Dile a tu chica que cierre el pico.
La chica seguía dando alaridos. Mrado se levantó, la cogió por los brazos. La empujó hasta el suelo. Ella se sentó con la espalda contra la pared. Intentó levantarse de nuevo. Sergio, aún en el suelo, le dio patadas en las piernas a Mrado. Le hizo daño. Su error: cabrear a Mrado. La chica fue hacia él. Él le dio una bofetada. Ella volvió a caer. Se dio con la cabeza contra la pared. Sonó como si alguien hubiera botado una pelota de tenis contra une caja de resonancia. Se quedó tumbada. El tío empezó a levantarse. Un caos de la leche. Mrado le golpeó en el estómago. El tío se dobló, la boca abierta. Le costaba respirar. La chica lloraba. Mrado se sacó del bolsillo de la chaqueta un rollo de cinta aislante. Había tenido la esperanza de poder evitar todo eso. Cogió la mano izquierda de Sergio, le apretó entre el pulgar y el índice. Debería de hacerle un daño de cojones. Le dobló el brazo hacia atrás. Se lo ató con cinta al otro brazo. Sergio daba patadas sin parar. Mrado le tumbó con cuidado, como en los entrenamientos en Páncreas a toda velocidad. Le ató los pies.
Sergio aulló:
—¡Cabronazo!
Mrado no hizo caso. Trabajó con eficacia. Ató a la chica. La arrastró a otra habitación. Joder, la situación se había vuelto más complicada/peligrosa de lo que había planeado. Llamó a Ratko, le pidió que subiera.
Se inclinó sobre Sergio:
—No hacía ni puta falta que pasara todo esto.
—
Pendejo
*.
—Parece que tienes un vocabulario limitado. ¿No sabes más tacos?
Sergio cerró el pico.
—Es sencillo. Sólo tienes que decirme dónde está Jorge. No vamos a entregarle.
Sin respuesta.
—Ya ves de qué tipo soy. No me voy a marchar de aquí hasta que hayas hablado. No te hagas el imbécil. ¿Por qué tienes que complicar la noche? ¿Por qué no me lo cuentas?
Ratko entró por la puerta. Cerró tras de sí. Miró la entrada disgustado. El calzado y la ropa por el pasillo. Los pósteres, arrancados. Un taburete volcado. Un latino cabreado y atado hecho un bulto en el suelo.
Mrado le dio una bofetada a Sergio. El efecto directo: la mejilla se le puso roja como una naranja sanguina. Seguía ofreciendo resistencia. Mrado le dio otra bofetada más. Le dijo que hablara. El latino siguió callado.
Jugaron al yugoslavo bueno y el yugoslavo malo. Mrado le dio tres, cuatro bofetadas. Le exigió a gritos que hablara. Ratko le dijo que no tenían intención de hacer daño a Jorge, que le desatarían, que le untarían si decía dónde estaba escondido su primo.
Sin respuesta.
Mrado cogió la mano de Sergio; parecía la mano de un bebé en la palma de la de papá.
Sergio, rígido. Tensaba la cinta.
Mrado le rompió el meñique.
Sergio aulló. Perdió la compostura. Su pose se vino abajo.
Gimoteaba. Lloraba.
Dijo entre lamentos:
—No sé dónde está. No tengo ni idea. Lo juro.
Mrado sacudió la cabeza. Cogió el dedo anular de Sergio con la mano. Lo dobló hacia atrás.
Mucho.
Casi hasta romperlo.
Sergio se derrumbó. Le salió a borbotones. Lo contó casi todo:
—Vale, vale, cabrones. Le ayudé un poco. Después de que salió. Estuvo en casa de mi tía. Se quedó allí cinco días. Luego se le empezó a ir la pinza. Se creía que la pasma estaba en la calle en cada coche que había aparcado. Estaba flipando. Me obligó a sacarle de ahí. Le dejé dinero. No sé adonde se ha ido. Jorge me ha traicionado. Me iba a untar por la ayuda. Y no he visto ni un céntimo. Vale menos que una bolsa con mierda de perro.
—Vale. Sabrás adonde le llevaste, ¿no?
—Joder, sí que lo sé. Se quedó en casa de un tío que se llama Eddie. Luego la policía me llamó para interrogarme. Entonces se largó de allí. Y juro sobre la tumba de mí padre que no sé adonde se fue. Lo juro.
Mrado miró a Sergio; no mentía.
—Bien. Ahora vas a llamar a ese Eddie. Le vas a decir que tienes que saber dónde está Jorge. Finge que todo va bien. Di que le prometiste ayudarle con algunas cosas. Y ojo, aquí mi amigo —Mrado señaló a Ratko— habla español. Así que nada de trucos.
Sergio cogió su móvil. Mrado le cogió la mano a Sergio. Le informó al latino:
—Una palabra sobre lo que ha pasado aquí y ya puedes olvidarte de la mano izquierda.
No contestaron en el primer número que marcó Sergio. Mrado comprobó la agenda del teléfono. Había tres números: Eddie móvil, Eddie casa, Eddie trabajo. Sergio probó con Eddie casa. Contestaron. Hablaron en español. Mrado intentó entender. Esperaba que no se le notara la mentira, porque Ratko hablaba español más o menos igual de bien que Sergio el serbio. Pero entendía palabras sueltas. La conversación por buen camino. Sergio anotó algo que le dijo Eddie en la parte de atrás de un sobre. Ratko sudaba. ¿Estaba nervioso? La chica estaba serena. Los vecinos, tranquilos. El tiempo se había parado.
Sergio colgó. Su cara no mostraba expresión alguna.
—Dice que Jorge desapareció de su piso el mismo día que me interrogaron. Dice que no sabe adonde fue. Que iba a dormir en parques o en albergues y luego conseguiría pasta.
—¿Cómo me puedo asegurar de que no mientes?
Sergio dio un respingo. Vuelta a la chulería:
—Si te quieres asegurar, tendrás que ir a Trygg-Hansa
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, gordo.
Mrado le volvió a coger el dedo índice.
Lo rompió.
—No me llames eso. Dame algo en lo que confiar o te rompo la mano entera.
Sergio gritó. Aulló. Lloró.
Tras unos minutos: se calmó. Parecía apático.
Habló en voz baja, entrecortadamente:
—Jorge le dio a Eddie una nota. En clave. Jorge y yo inventamos un código secreto. Hace unos meses. Eddie me lo ha leído. Podéis comprobarlo con él si no me creéis. Pero no me hagas más daño. Por favor.