Dinero fácil (22 page)

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Authors: Jens Lapidus

BOOK: Dinero fácil
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Paola no mentía. Era verdad que no sabía dónde estaba el cabrón de Jorge.

Mierda.

La dejó sentada en la tapa del inodoro. Paralizada.

Fue a la plaza de aparcamiento medio a la carrera. Entró en el coche. Cerró la puerta con un golpe fuerte. Iba a ver a la hermana de Mahmud.

Mrado sentía el estrés. La vio nada más llegar, sentada con una Pepsi-Cola delante. El garito árabe estaba hasta la bandera. Dos mujeres con velo con al menos ciento cuarenta niños ocupaban la parte posterior. En la anterior había algunos vikingos que se recreaban en la Suecia multicultural. La hermana de Mahmud alargó la mano. Significado: quiero mis dos mil. La tía dócil la vez anterior. Ahora: un problema de actitud considerable.

Mrado suspiró. Pensó algo que le sorprendió a él mismo: demasiados don nadies adoptaban una pose de tipos duros. Se lo había encontrado con frecuencia. Borrachos vikingos en paro, porteros con escasa formación académica y macarras bravucones de Rinkeby hacían el gilipollas. ¿Eso les protegía? ¿Les permitía no sentirse escoria? Esa tía era una perdedora evidente. ¿Por qué lo intentaba siquiera?

Se sentó.

—Niña, vamos a esperar con el dinero. Lo tendrás pronto. Cuéntame ahora lo que te ha dicho.

Antes de que ella llegara a decir nada él presintió la respuesta.

—Mi chico, él sabe nada.

—¿Qué quieres decir? Conocería a Jorge.

—No, ellos no hay relación.

Se estaba irritando. La tía no podía hablar claro, joder. Alguien debería denunciarla por uso indebido.

—Espabila. Claro que sabía quién era Jorge. Piensa. ¿Qué ha dicho?

—¿Qué pasa? Tú crees yo no recuerdo. Ahora vengo de ahí. Ya he dicho, ellos no hay relación.

—¿Quieres tu pasta o qué? ¿Sabía quién era el latino o no?

—Él sabe. Él dice, el fugar más grande que él oye hablar.

—Querrás decir la fuga. ¿Dijo la fuga?

—Joder, hablas mucho. Mi chico ahí no. El no en motivación.

—Tía, si quieres la pasta tendrás que hablar de manera que se te entienda. —Mrado estaba perdiendo la paciencia. Empujó la silla hacia fuera. La indicación: espabila o me largo.

—Él en otro sección. Motivación no. Está en otro sitio. ¿Entiendes?

Mrado entendía. Se deprimió. La hermana de Mahmud era un asco. En Österåker había dos secciones. Una para los internos que querían poner sus vidas en orden; motivarles para que dejaran las drogas. Aprender las reglas de la sociedad. Programas pedagógicos, talleres, psicología de mierda y terapia de parloteo. Por supuesto que Jorge había estado ahí, en la llamada sección de motivación. Entonces lo que ella decía cuadraba: su puto chico no sabía
zilch
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.

Capítulo 19

Se fue a otra casa. Se alojó ahí dos días. Y ahora estaba cambiándose de nuevo. Se trataba de mantenerse en movimiento.

Caminó durante tres horas. Quería alejarse de la zona en la que había estado; la colaboración entre vecinos, su peor enemigo. Su aspecto de negrata, una amenaza. Entran en la casa de una familia y de repente todos los desconocidos con pelo oscuro de la zona resultan sospechosos. Un milagro que hasta entonces nadie le hubiera parado en el camino para preguntarle quién era y qué hacía ahí.

Soplaba un viento frío. Mediados de octubre no era su época del año favorita. Pero Jorge-boy había sido previsor. El jersey de punto y la cazadora de invierno le mantenían caliente. Le dio las gracias a Myrorna.

Se desvió del camino grande. En una señal leyó: «Dyvik, tres kilómetros». Camino más pequeño. Aún ninguna casa. Bosque de abetos por todos los lados. Siguió andando a paso ligero. Hambriento. Cansado. Se negaba a desesperarse. J-boy: aún en ascenso. Hacia el exterior. Hacia delante. Hacia el éxito. Radovan se inclinaría ante él. Le daría un pasaporte. Pasta. Posibilidades. Se largaría a Dinamarca. Quizá invertiría algunos miles en farla. Trapichear. Ganar guita. Marcharse. Quizá a España. Quizá a Italia. Se compraría una identidad de verdad. Volver a empezar de cero. Hacer de camello importante con sus amigos malos de Suecia. Contactar con sus antiguos colegas del barrio, todos menos Radovan estarían a la luz de su brillo. El imbécil yugoslavo le rogaría poder participar en los negocios del rey de la farla, Jorge.

El camino iba cuesta abajo. El bosque se abrió. Vio casas. A la izquierda, un granero con dos tractores verdes para el desguace en el exterior. Más allá, caballos. Mal asunto. Alguien vivía en ese sitio. Siguió andando. Encontró otra choza. Se metió.

Una cocina pequeña, un salón y dos habitaciones, en una de ellas una cama doble, en la otra una cama individual. Hacía frío. Encendió la calefacción. Se dejó la cazadora puesta.

Sacó de la bolsa la comida. El frigorífico y el congelador, desconectados, una buena señal de que habían cerrado la casa para el invierno. Se frió dos huevos, cortó gruesas rebanadas de pan. Puso los huevos encima. Miró en la despensa. Casi vacía: una caja de bombones Aladdin pasados de fecha, dos latas de tomate triturado y alubias. No valía para nada.

Se sentó en el salón. Abrió las puertas de una rinconera pintada con flores recargadas en rojo y azul; hasta arriba de botellas de alcohol. El gordo. La mayor potra de la ciudad.

Pasó de la seguridad. Jorge-boy iba a pasarse una tarde muyyyyy agradable. Sin refrescos. Sin hielo. Sin fruta ni licuadora para hacer combinados. A la puta mierda. Los hombres de verdad beben a palo seco. Jorge preparó una cata de whiskys para él. Puso cinco vasos en la mesa del salón. Sirvió cinco tipos diferentes. Cogió los de nombres más sospechosos: Laphroaig, Aberlour, Isle of Jura, Mortlach, Strathisla.

Se comió los bombones Aladdin revenidos. Encendió la radio de un estéreo Sharp enorme. Se iluminó una pantalla con dibujos y rayas amarillas e intermitentes al ritmo de las canciones. Muy de 1991.

Mortlach, el mejor. Se tomó un vaso más. Cantó las canciones de la radio. Intentó hacer gorgoritos como Mariah Carey.

Echó agua en un vaso y más whisky en el otro. Beber a palo seco no era lo suyo, pero qué coño. Se tomó el vaso de un trago.

Toda la casa le daba vueltas. Mal construida. Las esquinas torcidas. Las ventanas inclinadas. Se rió solo: el nuevo arquitecto urbano del campo. La borrachera le envolvió.

Alegría. Al mismo tiempo, el pequeño Jorgelito, tan solo.

Subidón de borrachera. Al mismo tiempo, debía estar alerta.

Se sentó en el suelo para mejorar la estabilidad.

De repente se acordó de algo en lo que no había pensado desde hacía mucho. Lo recordó sin ningún motivo en especial. Sencillamente, le apareció en la mente. Cuando él y su madre fueron juntos a la tienda. Quizá tenía seis, siete años. Paola ya estaba en casa y les esperaba. Estaba preparando la cena. Todo menos el arroz; no tenían suficiente en casa, así que Jorge y su madre tuvieron que ir a comprar. Rodríguez se negó a ayudar y Jorge no se atrevía a ir solo. Vio ante él la cara de su madre. Claramente, sus ojeras oscuras y las arrugas de la frente que hacían que pareciera como si siempre se estuviera preguntando algo pero nunca llegara a la respuesta. Él le preguntó: «Mamá, ¿estás cansada?». Ella puso la bolsa con el arroz sobre el asfalto. Le cogió en brazos. Le acarició el pelo y le dijo: «No, Jorgelito, si dormimos bien esta noche mañana estaré muy descansada. Todo saldrá bien».

Jorge alargó el brazo para coger la botella. Se sirvió más Mortladh.

La habitación daba demasiadas vueltas.

Se levantó.

Perdió el control

Aterrizó en el suelo.

Tres días más tarde. Jorge tenía serios problemas. La comida se había acabado hacía veinticuatro horas y sólo le quedaban cuatrocientas coronas. No tenía fuerzas para hacer abdominales. No tenía fuerzas para caminar hasta otra casa. Lamentablemente no se podía vivir de whisky y agua.

Necesitaba ir a una tienda y comprar.

Necesitaba conseguir pasta. La pregunta: ¿Aceptaría Radovan su propuesta? Si no, la necesidad de guita aumentaría todavía más.

Pero lo peor: se sentía muy solo.

Necesitaba hablar con alguien; verse con algún viejo amigo o familiar. Contacto humano.

¿Había llegado ya al límite?

Tenía que ir al centro. Comer. Conseguir pasta mientras esperaba para llamar al yugoslavo. Así estaban las cosas.

Jorge miró los mapas de la librería. La escala era malísima. Miró las páginas finales de la guía de teléfonos local; quería saber cómo volver a la casa cuando su misión en la ciudad estuviera concluida. Buscó Dyvik.

Pensó en robar un coche.

Capítulo 20

Sin duda era la fiesta de todas las fiestas; el sarao privado más caro y prestigioso del año.

JW se imbuyó en la sensación con varios días de antelación. Era deslumbrante, alocada, lujosa. Sobre todo, era puñeteramente jet-set.

Carl Malmer, alias Jet-set Carl, alias el príncipe de Stureplan, cumplía veinticinco años e iba a dar una fiesta a lo grande en su piso de tres dormitorios y salón de ciento cincuenta metros cuadrados. El piso estaba en la calle Skeppargatan
y
la azotea estaba reservada desde hacía meses.

Las pibas más guapas estaban reservadas; los hijos de las mejores familias, invitados; los pijos más guais, componentes incuestionables de la fiesta. JW fue con Fredrik y Nippe. Habían tomado una copa antes en casa de Fredrik. Eran las once y media. En el vestíbulo había percheros atestados y un chico negro enorme sin chapa de portero pero con aspecto inequívoco: chaqueta de cuero negra, jersey de cuello alto, vaqueros oscuros. Fredrik se rió:

—¿Tienen portero en una fiesta privada?

El portero comprobó sus nombres en una lista y asintió con la cabeza.

Colgaron los abrigos y entraron.

Calor, aroma de perfume, ruido de fiesta y olor a
«eau
de pasta» les golpearon tan deliciosamente como a la entrada de los mejores garitos de Stureplan. Se deslizaron entre unas chicas menores de edad que parecía que acababan de llegar, se arreglaban el maquillaje delante del espejo de la pared del recibidor. Nippe babeaba; no podía evitar empezar a ligotear con las chicas. Fredrik preguntó por Carl. Alguien señaló hacia el interior de la cocina. Arrastraron a Nippe con ellos.

La cocina tenía por lo menos cincuenta metros cuadrados. Una de las encimeras convertida en bar ocupaba el centro de la estancia. Dos chicos con bandanas preparaban las bebidas. Era una locura la de gente que había. La música de los altavoces: The Sounds. En medio de todos estaba de pie Jet-set Carl en persona con un esmoquin blanco y una sonrisa deslumbrante.

—¿Qué tal, tíos? —Carl les abrazó y les dio la bienvenida. Les presentó a las dos chicas con las que estaba hablando. Superpibones de marca mayor. Fredrik charló y Nippe hizo su numerito para ligar. JW miró a su alrededor con aspecto aburrido. Se trataba de mantener la imagen, no se le podía notar lo impresionado que estaba.

Pensó: Carl tiene que ganar un pastón con sus fiestas y la actividad del club, casi más de lo que se saca con la coca. La parte de la cocina estaba recién decorada. Boffi, diseño italiano para los que pueden permitírselo. Superficies de trabajo de Corian con tiradores de armarios alargados y discretos. Horno de acero mate, Gaggenau; cuatro quemadores de gas y una parrilla integrada. El monomando y el grifo de cromo de líneas limpias como un cuello de cisne sobre el fregadero. El frigorífico y el congelador eran metalizados, tamaño americano, con tiradores redondos y anchos. A la izquierda del frigorífico había una bodega de puerta transparente llena de botellas. La cocina daba casi más puntos de adulto que tener hijos.

En la muchedumbre, mezcla correcta de famosos A, B y C. JW observaba el conjunto de personas: Bingo Rimér, la princesa Madeleine con acompañante, Peter Siepen, Fredrik af Klercker, Mi-ni Andén, Emma del reality
Supervivientes,
Runar Søgaard, Daniel Nyhlén, Felipe Bernardo, Mikael Persbrandt, Ernst Billgren, E-Type, Sofi Fahrman, Jean-Pierre Barda, Marie Serneholt, Michael Storåkers.

En medio de todos ellos se veía a Leif Pagrotsky.

Nippe fue absorbido por la muchedumbre, desapareció para mezclarse con la gente. Fredrik encendió un cigarrillo.

Jet-set Carl se volvió hacia JW.

—Me alegro de verte. No habías venido antes, ¿verdad?

—No, pero tienes un piso la hostia de bonito.

—Gracias. Me gusta mucho.

—¿A cuántos has invitado esta noche?

—A muchos, también he reservado la azotea. Arriba ya hay seguro ciento cincuenta personas, va a ser lo más. Tienes que subir a verlo, la comida está allí. Más tarde también van a pasar cosas en la azotea.

—¿Qué dicen los vecinos?

—He reservado habitaciones en el Grankan para las familias del piso de al lado y del piso de abajo. Estaban totalmente encantados.

—¿Quién no lo estaría si le invitan a una noche en el Grand Hotel? ¿Están bien las cosas?

—Claro. Qué genial que pudieras conseguirla con tan poca anticipación. Está en el dormitorio.

—¿Ha llegado Sophie?

—Sí, mira en la terraza.

JW le dio las gracias y se escabulló. Era estupendo que él y Carl estuvieran empezando a desarrollar una relación.

Salió al vestíbulo, hizo una seña con la cabeza al portero y subió por las escaleras.

La azotea parecía un bosque de setas metálicas, calefactores de gas para hacer más agradable el fresco aire de octubre. Carl no se había arriesgado lo más mínimo: una tercera parte de la terraza la ocupaba una carpa. Pero esa noche no llovía. Las setas de metal lanzaban calor y las chicas estaban cómodas con sus tops mínimos y sus joyas. JW buscó a Sophie con la mirada. La aglomeración aumentaba. En unos altavoces enormes sonaba el último éxito de Robyn.

En medio de la masa humana había una decena de chicas que intentaban conseguir que la gente se animara a bailar. Quizá era demasiado temprano, en una hora la terraza haría explosión. La gente sólo necesitaba beber más y una raya de coca.

La comida estaba muy bien presentada. Se habían dispuesto pequeñas porciones en cucharas, una minitosta con foie, nata agria con caviar de corégono y cebolleta, revuelto de patatas con un poco de caviar ruso. Sólo había que coger la cuchara de un solo bocado, echarla en un recipiente que había en la mesa y luego elegir una nueva cuchara de
gourmet.
Más adelante había platos con un soporte para la copa de vino. El bufé consistía en brocheta de pollo marinado con lima, tabouleh y salsa de chile agridulce. El personal del
catering
trabajaba con eficacia. Rápidamente se reponían las cucharas con nuevos bocados, el recipiente se vaciaba al mismo ritmo y las copas se rellenaban.

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