Authors: Jens Lapidus
Mierda.
Quizá pudiera encontrar a algún
hacker
que lo pudiera solucionar, acceder al ordenador más buscado de Estocolmo en ese momento. Pero no en ese día. Iba a ver a Paola.
Estaba a punto de verla, la primera vez tras la fuga. El periodo más largo de su vida sin que se hubieran visto. Le había visitado en Österåker unos meses antes de pirarse. Se quejó de que se había vuelto un chulo. ¿No entendía el ambiente en el que se encontraba?
Jorge ya no se atrevía a robar coches. Tenía más miedo que nunca a los controles policiales. Antes de disparar al chulo y a la madame, si la pasma le hubiera pillado habría vuelto al trullo. Apenas le habrían añadido pena por la fuga. Lo había hecho muy bien, sin violencia, sin otros delitos, sin nada por lo que juzgarle. Lo peor que podía pasar: que tuviera que cumplir el tiempo que le quedaba sin libertad condicional. En cambio ahora, tras disparar en Hallonbergen con la escopeta de postas, era distinto. Si le cogían podría caerle cadena perpetua. Al menos doce años. Su anterior miedo a que le pillaran parecía ridículo. Esta vez iba en serio.
Sin embargo, cuando Paola le mandó un SMS no pudo mantenerse más en casa. Necesitaba tranquilidad. Necesitaba el contacto con su otra mitad.
¿Cómo había conseguido Paola su número de móvil? No conocía a nadie que se lo hubiera podido dar. Posiblemente Sergio. En ese caso era un peligro. Paola no podía tener ese número por su propia seguridad. Jorge tenía que cambiar de número.
Fue en transporte público. Incluso se compró un bono. Se había acabado el colarse.
Se bajó en la estación de Liljeholmen.
La estación de hormigón, renovada. Según Jorge: sin mejorar. El metro con el que había llegado se dirigía a Norsborg y él iba a Fruängen. Tenía que esperar cinco minutos.
Se quedó en el extremo del andén. Le gustaba esa zona. Los pocos metros a los que no solía llegar el tren cuando paraba. Territorio desierto, un apéndice abandonado, apartado, una zona olvidada de la jungla de Connex
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. Borrachos que se meaban sobre los raíles, bandas que robaban los móviles a los jóvenes, parejas que hacían el amor, ratas y palomas que se cagaban. Sobre todo, grafiteros que atacaban la tristeza del cemento con sus aerosoles. Los guardias de seguridad no se molestaban, las familias se quedaban en el centro del andén para evitar correr si venía un tren corto.
Llegó el tren que iba a Fruängen. Jorge se subió.
La voz del conductor sonó en los altavoces: Tren con destino a Fruängen. Jorge reconoció la voz, un agradable acento africano, había ido con ese conductor antes. Jorge se rió fuerte. Pensó: ¿Es Daddy Boastin
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el que conduce?
Hägersten, más exactamente, Västertorp, se aproximaba. Se veía la calle Störtloppsvägen cerca de la piscina. Pronto iba a poder ver a Paola.
El barrio obrero era un paraíso comparado con la barriada de Sollentuna de Jorge. El edificio de la piscina de tejas amarillas con esculturas de mármol en el exterior se levantaba como un acogedor punto de reunión en medio de todo.
Se dirigió al portal de Paola.
Marcó en la puerta el código que le había mandado en un SMS.
El ascensor no funcionaba. Subió las escaleras, pensó en JW. Era un buen tío. Un amigo. Jorge sentía la cercanía. Se había abierto hacía unos días y le había expresado su deuda de gratitud. Le había dicho al chico de clase alta: Nunca me había salvado nadie. Habría muerto allí. Vio que JW se daba por aludido: Si tú no hubieras venido.
Estaba en el último piso.
Esperó unos instantes.
Llamó a la puerta.
Y ahí estaba ella. Más de un año desde que se habían visto por última vez. Lágrimas en los ojos. Más guapa de lo que recordaba. Más gruesa.
Se abrazaron/estrujaron/lloraron.
Ella olía muy bien.
Se sentaron en la cocina en sus sillas de barrotes. Dos pósteres en la pared: uno del Che Guevara y el otro una pintura abstracta de Servando Cabrera Moreno.
Paola puso la televisión.
A Jorge le parecía que el pelo le destellaba. Totalmente negro, más oscuro que el suyo. Él volvió a mirarla a la cara. Había semejanzas con su padre. Pero algo iba mal. Pese a que las lágrimas ya se habían secado, ella parecía triste.
—¿Cómo está mamá? —El dialecto chileno, más fuerte que de costumbre, el sonido normal de la 5, un tono más suave que el español de España.
—Como siempre. Le duelen los hombros. Se pregunta lo que haces y por qué.
Puso agua en dos tazas. Echó una bolsita de té en una de ellas.
—Puedes decirle que estoy muy bien y que hago lo que tengo que hacer.
—¿Cómo que lo que tienes que hacer? Eres inteligente, podrías haber cumplido el tiempo que te faltaba y luego haber empezado a estudiar.
Sacó la bolsita de té. La puso en la otra taza. Por lo menos bastaba para dar color al agua.
Jorge opinaba que ella lo hacía todo muy lentamente.
—Venga ya, Paola, no vamos a discutir. He hecho mis elecciones. Todos no pueden vivir como tú. Yo os quiero, ya lo sabes. Díselo también a mamá.
—Yo acepto tus elecciones. Pero haces daño a mamá, eso lo tienes que entender. Ella pensaba que después del colegio te enderezarías. No es sólo que ella no entienda tu mundo. Aparte de eso, se entristece. ¿No puedes ir a verla?
—Ahora no es posible. Tengo que arreglar mi vida. Ahora no estoy a salvo. Ni un pelo.
Dejaron ese asunto. Paola se quedó callada un rato.
Luego le habló de sus estudios. Su vida: el novio, con el que no le iba bien; la implicación en la asociación de estudios de literatura; amigos que iban a participar en un intercambio en Manchester. Una vida ordenada. Una vida normal. A Jorge le resultaba ajeno. Le preguntó a Jorge por el pelo rizado, el color oscuro de piel, la nariz torcida. Él se rió.
—Ya sabes la respuesta. Estoy huyendo. ¿No me has reconocido?
Ella sonrió.
En la cabeza de Jorge: imágenes del pasado. Él y ella en el parque de atracciones de Liseberg cuando fueron a visitar a la hermana de su madre en Hisingen. Pasaron un día en Gotemburgo. Él tendría quizá siete años y Paola unos doce. Querían montarse en la montaña rusa de agua Flumeride, la atracción número uno, y habían mentido sobre la edad de él para que le dejaran subir. Los brazos de Paola alrededor de él en la barca de plástico que representaba un tronco hueco. Lentamente hacia arriba. Al oído, en español, para que los demás que iban en el tronco no entendieran, le susurró: Si no prometes ser bueno te suelto. Jorge aterrorizado. O quizá no, creyó entender. Se giró. Paola sonriendo; estaba de broma. Jorge se rió.
—Qué callado te has quedado. ¿Estás enfadado? —preguntó Paola.
—¿Te acuerdas de cuando fuimos a Liseberg? Nos montamos en el Flumeride.
De repente ella con voz seria:
—Jorgelito, en realidad, ¿de quién huyes?
Silencio durante un rato.
—¿Qué quieres decir? De la pasma, por supuesto.
—Hace unos meses me amenazaron en la universidad, y no fue la policía.
Los ojos de Jorge se ensombrecieron; no era por efecto de las lentillas.
El odio.
—Lo sé, Paola. No volverá a pasar. El que lo hizo va a recibir su merecido. Te lo juro por la tumba de papá.
Ella negó con la cabeza.
—No tienes que darle su merecido a nadie.
—No lo entiendes. No puedo vivir si los que te amenazaron no reciben su castigo. Toda la vida me han estado jodiendo. Rodríguez, las asistentes sociales, los maderos. Y ahora los cabrones yugoslavos. En Österåker aprendí a mantenerme en segundo plano cuando conviene pero a levantarme cuando hace falta de verdad. Yo soy alguien. ¿Lo sabías? Gano un pastón. Estoy yendo hacia arriba. Tengo una carrera. Un plan.
—Deberías volver a pensártelo una vez más.
—No quiero hablar de esto contigo. ¿No podríamos relajarnos sin más?
El acaloramiento se calmó tan rápidamente como había venido.
Hablaron de otro tema.
El tiempo pasó rápidamente. Jorge no se atrevía a quedarse mucho tiempo. Acabaron el té. Paola sirvió más. En esta ocasión una bolsita nueva. Con un poco de agua fría para que Jorge se lo pudiera tomar rápidamente.
En la entrada había una cómoda de Ikea que reconoció del piso en el que habían crecido juntos, en la calle Malmvägen. Botas de piel de tacón alto, zapatillas de deporte, mocasines y un par de botines Bally colocados en fila.
—¿Te puedes permitir comprártelos? —Jorge señaló los botines.
—Me los ha regalado el gilipollas de mi novio.
—¿Por qué?
Paola volvió a sonreír.
—No te das cuenta de muchas cosas, niño. ¿No me ves? No puedo llevar tacones altos. Voy a ser madre.
El metro solía adormecerle. No en esa ocasión. Iba a tope.
J-boy iba a ser tío.
¡Qué fantástico!
Necesitaba tiempo para asimilarlo.
Tenía que darle tiempo a atacar a ese cerdo antes de que Paola tuviera el niño.
Tenía que darle tiempo a ganar un pastón antes de que Paola diera a luz.
Su hijo iba a tener todas las ventajas que pudiera darle un tío forrado.
Su hijo iba a tener un tío que daba su merecido a los que hacían daño a la familia Salinas Barrio.
Las estructuras de blanqueo de dinero eran complicadas, pero JW había estudiado. Constantemente salían nuevas normativas, directivas de la UE, comisiones y comités. Colaboración entre bancos, instituciones financieras y emisores de tarjetas de crédito. Se reducían las cantidades mínimas a partir de las cuales había que informar, se aumentaban los cruces de datos, más investigación. La UE presionaba al departamento de Inspección de Hacienda. Hacienda presionaba a los bancos. Los bancos presionaban a sus clientes.
Cuando crecían las cifras no era posible mantenerse por debajo de los límites a partir de los cuales era obligatorio informar a las autoridades. Los sistemas bancarios estaban interconectados, un ingreso efectuado en una determinada cuenta en una oficina era visible en todas. Los registros electrónicos relacionaban las cantidades sospechosas.
Sin embargo, JW era un maestro en métodos de blanqueo. Había creado contactos, generado confianza y tejido soluciones. Su compañía sueca tenía personas de contacto en cada banco y cuentas propias con línea de descubierto. Las sonrisas y las explicaciones sobre una filial muy dependiente del metálico dedicada a los muebles ingleses antiguos deberían funcionar. Mientras se creyeran que se dedicaba a negocios serios, todo iría bien.
En su portafolios de Prada llevaba cien mil coronas mientras iba a ver a sus dos personas de contacto, una en el Handelsbanken, la otra en el SEB.
Había vuelto hacía una semana. La planificación era estupenda con dinero negro para ingresar y dos maneras de transferirlo a la isla. Una de las maneras: por medio de supuestos pagos por trabajos de marketing a la compañía británica que utilizaba su número de cuenta de la isla. A JW se le había ocurrido la idea a partir de los escándalos de los sobornos de Ericsson y lo inteligente era, por supuesto, que no se trataba de ingresos en cuenta, sino de pagos. Tenía mejor aspecto, nadie se extrañaba: un comprador de muebles ingleses claro que necesita promocionarse en Inglaterra. Las personas de contacto se lo tomarían como la cosa más normal del mundo. Y la otra manera, para diversificar sus métodos: empaquetar billetes de mil y enviarlos por correo a la Isla de Man. Luego encargaba a alguien allí que recogiera el paquete e ingresara el dinero en la cuenta de la compañía de la isla. Era más peligroso, pero no era posible viajar personalmente con mucho dinero en metálico. Los detectores de los aeropuertos saltaban directamente con los hilos de metal de los billetes.
Los bancos de Suecia no sospecharían de los ingresos que eran pagos de alguna cosa. Las facturas las había hecho él mismo. Ni un diseñador gráfico a jornada completa podría haber conseguido unos logotipos más reales para una compañía de marketing británica. Joder, estaba encantado.
Las coronas se transferían de manera electrónica por medio de los pagos en Suecia o los ingresos en la isla. Las cuentas de la isla las controlaba su compañía. El secreto bancario cortaba todas las vías de búsqueda hacia las compañías. El dinero era suyo, indetectable desde Suecia. Por lo tanto las compañías de la isla le prestaban dinero a su compañía sueca. Era la auténtica reintroducción en su economía. Dinero totalmente limpio, legal. Lo bueno del asunto era que todos pueden ser ricos con dinero prestado. El gran hermano no se extrañaría. Los intereses y las condiciones de devolución estaban fijados de acuerdo con las condiciones del mercado. Y hasta eran deducibles.
En el Handelsbanken cogió primero su número de turno y se puso luego a mirar las pantallas de televisión. La Bolsa estaba subiendo. JW ya había comprado algunos valores: Ericsson, H&M y SCA. Una buena combinación; Ericsson, las acciones de telecomunicaciones que habían subido más de un trescientos por cien. H&M, la compañía que funcionaba incluso en épocas de crisis. Y SCA, la tranquila seguridad del bosque. Sazonado con dos pequeñas empresas, una compañía de productos informáticos que fabricaba
routers
y una compañía de biotecnología que desarrollaba medicamentos contra el Alzheimer. En general las acciones eran una forma más de filtrar su dinero. Las ganancias de la Bolsa estaban sujetas a impuestos, se consideraban normales, no se cuestionaban. Se integraban en el sistema. Un futuro paso en el carrusel del blanqueo de dinero; quizá se pondría en contacto con algún agente de Bolsa para blanquear cantidades aún mayores.
Además, la Bolsa le proporcionaba buenos temas de conversación con los chicos. Los chicos y las acciones, como Abdulkarim y la coca. Cuanto más dinero, más conversación.
JW miró cuántos números faltaban para que fuera su turno: era peor que para facturar en el aeropuerto de Skavsta. Las cincuenta mil coronas que había sacado del portafolios de Prada le pesaban en el bolsillo interior del abrigo de Dior. JW pensó: si alguien le acuchillara, el fajo de billetes detendría la navaja y le salvaría la vida.
Pensó en la granja de envasado en la campiña inglesa. Chris, el tío que llevaba el sitio, no era más que un mandado de los
hooligans,
que eran los que mandaban de verdad. Por primera vez en su vida había podido estar en un entorno importante. Le parecía estupendo y terriblemente difícil no contárselo a Sophie.