Authors: Jens Lapidus
Sólo había que seguir el juego.
Una chica del guardarropa llegó para cogerle la cazadora. Un alivio quitársela. Ahí no pegaba. Ella le pidió el móvil. Jorge no se preguntó por qué. Lo entregó. Además, era inútil discutir.
Al principio no se había dado cuenta. Tampoco cuando el tipo, Claes, colgó su abrigo ni cuando la chica le cogió la cazadora. Pero volvió a mirar a la chica del guardarropa. La minifalda era tan corta que se le veía la parte inferior del trasero. Medias negras rematadas con encajes que le llegaban al principio del muslo, dejando veinte centímetros de provocativa piel desnuda. El top rosa; no en plan fulana barata, pero lo suficientemente abierto como para que su escote se convirtiera en un claro objetivo de las miradas de los clientes del guardarropa.
Evidentemente no era una chica de guardarropa normal. Era una especie de prostituta cara muy arreglada.
Jorge abrió la puerta de madera oscura por la que había desaparecido Claes hacia el interior de la casa.
Atravesó un pasillo. El sonido aumentó. Música de fiesta. Risas y charla.
En el otro extremo, otra puerta oscura. Justo antes de que la fuera a abrir, Jorge notó un olor a humo de puro.
Al otro lado de la puerta.
Irreal.
Una habitación llena de personas.
Viejos. Bien vestidos, muchos con traje y corbata. Algunos, como Jorge, con traje pero sin corbata, algunos botones de la camisa desabrochados. Otros con americana y pantalones desparejados. Sienes plateadas. Profundas arrugas en las mejillas cuando sonreían. Todos parecían tener entre cuarenta y sesenta años.
Unos pocos guardias/organizadores. Todos más jóvenes. Hombres. Vestidos sobriamente con americana, pantalones más claros. Jersey de cuello alto oscuro o camisa sin corbata. Jet-set Carl se dejó ver brevemente y pasó de largo. Una copa de champán en cada mano.
Lo chocante: todas las chicas eran variaciones de la chica del guardarropa. Minifaldas, minishorts, mallas. Tops, camisetas, blusas que mostraban más de lo que ocultaban. Ligueros a la vista, senos de silicona de punta, tacones de aguja, labios relucientes cubiertos de brillo.
Una chica para cada gusto: chicas pequeñas, delgadas, altas. Tías con mucho pecho. Teñidas, rubias, asiáticas. Chicas con mirada hambrienta. Chicas con mirada vacía.
Sin embargo, no resultaba sórdido. Jorge, asombrado. Algo diferente, un aire hogareño. Se mezcló con la masa humana. Calculó por encima. Al menos cuarenta hombres y el mismo número de mujeres, probablemente más, además al menos una decena de personal. La música retumbaba. Puros humeantes en manos arrugadas.
Estaba claro que era una especie de burdel, aunque aún no había averiguado cómo funcionaba. Sin embargo, el ambiente era como de una gran fiesta privada. Puramente en teoría: podría tratarse de los invitados del dueño de la casa y sus respectivas parejas. Pero no había manera de que todos esos viejos tuvieran novias tan jóvenes. Demasiado bueno para ser verdad. O los conocidos del dueño de la casa más unas tías que hubieran llevado allí para alegrar el ambiente. Pero flotaba algo más en el aire.
Jorge miró a su alrededor.
La habitación era grande. Del techo colgaba una araña enorme. Había focos fijados a lo largo de las paredes. En las esquinas, altavoces. Una parte de la habitación acogía un bar del que se encargaban un chico y cuatro chicas. Estaban muy ocupados sirviendo bebidas. La mayoría de los hombres en grupos o rodeados de chicas. Bajo la araña bailaban cinco chicas; en cualquier otro lugar sus movimientos se habrían interpretado como innecesariamente provocativos.
Jorge se puso junto a la barra. Pidió un gin tonic. Se sentía inseguro. ¿Cómo debería actuar? En realidad ¿qué quería conseguir ahí? ¿A
DÓNDE
COJONES
HABÍA
IDO
A
PARAR
?
Dio un gran trago a su bebida. Pidió un puro, Habana Corona. Cosas de calidad. La chica de detrás de la barra le ofreció un encendedor. Pequeño, llama intensa. Ella ponía morritos. Jorge miró a otro lado. Dio una calada.
Intentó pensar con claridad. El pánico no podía dominar.
Tranquilo.
¿Reconocía a alguien? ¿Le reconocía alguien? Los hombres: suecos, buena presencia. Postura, carisma, actitud. Claras señales de poder. Jorge no reconocía ni una sola cara. A la inversa, nadie debería poder reconocerle. El personal: gorilas yugoslavos y Jet-set Carl más alguna de su gente, los organizadores. Pijos. Jorge no creía que el tío le recordara de Kharma, aquel día el chaval iba hasta arriba. El mayor riesgo: que tras el tiroteo de Hallonbergen Jet-set Carl sospechara especialmente. Por otra parte era evidente que había optado por organizar esa fiesta. El tío no era miedoso.
Jorge no había visto ni a Radovan ni a Nenad. Debería averiguar si estaban ahí.
Se lo tomó con calma; uno entre unas cien personas. Los invitados debían de pensar que era guardia. Los guardias pensarían que era invitado.
Jorge recorrió la habitación con la mirada. Meditaba el siguiente paso. Escuchó a dos hombres a su lado en la barra.
Uno: la mirada esquiva. Observaba ininterrumpidamente a las tías de la habitación. El otro, más tranquilo, daba caladas largas a un grueso puro. Parecían conocerse bien.
—Estas fiestas son cada vez mejor.
El hombre del puro se rió.
—En mi opinión, este año lo han organizado de la leche.
—¡Qué mujeres trae! Me vuelvo loco.
—Precisamente de eso es de lo que se trata. No estuviste en casa de Christopher Sandberg hace dos meses, ¿verdad?
—No, no fui. ¿Estuvo bien?
—¡Huy, de maravilla! Christopher es un anfitrión tan bueno como Sven.
—Me he enterado de que Christopher ha comprado una casa nueva cerca de la vuestra.
—Es verdad. En Valevägen. La empresa debe de irle muy bien, porque se ha hecho con una buena casa. —El viejo sonrió.
—Tengo entendido que ha hecho un gran trabajo en Alemania.
—Sí, allí el mercado ha subido como la espuma. Por lo visto han crecido un treinta por ciento en un año.
—Joder. Oye, mira ésa con las trenzas. Vaya melones.
—De tu estilo.
El hombre de la mirada huidiza observó fijamente. Babeaba por la chica. Luego dio un sorbo a su bebida.
—Hay una cosa que me pregunto. Sé que estas fiestas son seguras y todo eso, pero ¿cómo sabemos que la policía no consigue entrar? Me despierto con sudores fríos en mitad de la noche cuando pienso en la fiesta del año pasado aquí. Quiero decir, si Christina se enterara..., ya me entiendes.
—No hay peligro. Tienen a la policía bajo control. Los que le ayudan a montar esto son buenos organizadores. Los que mueven los hilos dentro de nuestras estimadas fuerzas de orden público no tocarían estas reuniones. Por lo que he oído, los chicos que llevan esto hundirían a los guardianes de la justicia si molestaran. Los jefes de policía también hacen tonterías a veces. Se trata de averiguar cuáles.
—Joder qué bien. Me gusta eso.
Los viejos brindaron.
Jorge casi en estado de shock. ¿Radovan estaba detrás de todo eso? En ese caso era un puto genio.
Los hombres del poder con ayuda de la mafia yugoslava. Una combinación de la hostia, imbatible.
Hasta esa noche. J-boy les iba pisando los talones.
Se quedó de pie junto al bar. Intentó ver si estaba ahí Radovan o alguien que conociera.
Tras un rato se interrumpió la música. Alguien cuchicheaba en un micrófono.
Los hombres al lado de Jorge se callaron.
Las tías dejaron de bailar.
Los focos se dirigieron hacia el bar.
Un hombre se puso de pie sobre la barra. Con precaución, con miedo a resbalar. No era precisamente un atleta joven: sobrepeso, con traje pero sin corbata. Pelo canoso bien peinado. Los ojos: en la luz ambiental de la habitación parecían totalmente de color blanco lechoso.
—Hola a todos. Me alegro de veros aquí esta noche.
El viejo tenía en una mano una copa de champán. En la otra un micrófono.
—Como ya sabéis suelo organizar esta fiesta una vez al año. Creo que es muy agradable que los muchachos tengamos la oportunidad de quedar nosotros solos.
Tras la palabra «muchachos» el hombre hizo una pausa retórica. Esperaba las risas que siguieron.
—Espero que todos os lo paséis bien. Enseguida me voy a callar para que podamos volver a poner música y estar de fiesta toda la noche. Antes de hacer el brindis de la noche quiero aprovechar para dar las gracias a los que han hecho posible esta velada. Radovan Kranjic y Carl Malmer. Entre otras cosas organizan eventos como éste. Un aplauso para ellos.
Las personas de la habitación aplaudieron. Jorge se dio cuenta, los hombres claramente con mayor entusiasmo que las mujeres.
El tío de la barra hizo un brindis.
Le ayudaron a bajarse.
Subió el volumen de la música.
Algunos viejos empezaron a bailar con las chicas en la pista.
Una hora más tarde.
La fiesta se había salido de madre.
Eyes wide shut
pero en la realidad, versión de Smådalarö. Ya no había charla. Los viejos tras los coños jóvenes. Las chicas preparadas para ofrecer. Era evidente, se trataba de comerciar.
Por todos los lados, los viejos metiendo mano a lo bestia a las chicas. Manos por dentro de los sujetadores, dedos entre las piernas, lenguas en las orejas. Discoteca de adolescentes pero con dos diferencias: treinta años de diferencia entre los que se metían mano y sólo los tíos pagaban por la diversión.
Sin excepción, las chicas dispuestas.
Destacable sobre todo, lascivia salvaje en los ojos de los viejos.
Jorge intentaba mantenerse en movimiento. No quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar. Evitar llamar la atención. Bailó un cuarto de hora con una chica alta y guapa con acento del Este y que tenía las pupilas como ojos de aguja. Hasta arriba de coca o algún otro estimulante. Pensó en Nadja. Los fragmentos de su relato empezaban a cobrar sentido. Lo único que no cuadraba era que no se viera a Radovan.
Durante un cuarto de hora, Jorge estuvo sentado en un sillón y mantuvo una conversación incomprensible con un viejo que se dedicaba a los instrumentos financieros. Pese a todo, funcionó bastante bien.
Durante un cuarto de hora desapareció en un baño.
Se enteró del nombre del viejo que daba la fiesta: Sven Bolinder. ¿Quién era?
Algunos viejos y chicas empezaron a desaparecer de la habitación. Jorge, preocupado: ¿se iban a casa? Preguntó a la chica de Europa del Este con la que había bailado. Cuando contestó, Jorge a punto de gritar de la sorpresa; era más fuerte de lo que se esperaba.
—Han subido a las habitaciones. ¿Vamos arriba a mirar?
Joder
*.
Las habitaciones.
El viejo que daba la fiesta no sólo llevaba a las putas. También ponía la habitación.
Era de alto nivel. Estupendamente hecho. La forma más habitual, más sucia, más sencilla de prostitución; tú vas, tú pagas, te dan una habitación y una chica; reconvertido para que diera la sensación de que me invitan a una fiesta sin mi mujer, resulta que allí hay un pibón impresionante, le gusto, nos vamos a una habitación vacía de la casa y nos lo pasamos bien.
Declinó la oferta. Nada de habitación para él.
Pensó: ¿Qué he conseguido? Nada de nada. Ninguna prueba más contra Radovan. Tengo que hacer algo ahora. Antes de que todos se vayan para conseguir lo que han venido a buscar.
Surgió una idea.
Jorge fue hasta el camarero. Fingió estar borracho.
—Perdona. ¿Hay aquí algún teléfono desde el que se pueda llamar?
—Lo siento, creo que no. Si necesita taxi ya me encargo yo.
—No. Necesito hacer una llamada. He dejado mi móvil en el guardarropa. ¿Podrías prestarme el tuyo un momento?
Jorge agitó un billete de mil.
—Te pagaré, por supuesto.
El camarero apartó la mirada del billete. Siguió preparando la bebida, hielo picado y fresas en la batidora.
Jorge estaba jugando fuerte. Probablemente tenían instrucciones en cuanto a los móviles. O quizá sólo le habían pedido que dejara su móvil por mera cortesía. Debería funcionar.
—Está bien. —El camarero le pasó su teléfono.
—Voy afuera a llamar. Necesito un poco de silencio. ¿Vale?
—Tranquilo.
Bien hecho, J-boy.
Jorge cogió el teléfono. Le dio la vuelta. Lo que esperaba. Los yugoslavos y los niñatos tenían algo en común, les gustan las virguerías electrónicas. Independientemente de a qué grupo perteneciera el camarero, Jorge había adivinado correctamente. El tío tenía un móvil con cámara.
Jorge se puso en marcha. La atención de los viejos era inexistente. La vigilancia de los organizadores se había reducido desde que la gente había empezado a desaparecer de la habitación de la fiesta hacia las habitaciones.
Jorge fingió hablar. Tenía el teléfono algo separado de la oreja. En realidad, la cámara a toda máquina. Hacía fotos sin parar. Pasó olímpicamente de si el camarero estaba extrañado. Miró rápidamente algunas fotos. La calidad espantosa, no se atrevía a usar el flash. Mala iluminación y distancia; las imágenes con grano y oscuras. Apenas se notaba que en las fotos había personas.
No funcionaba. Borró las fotos.
Intentó acercarse más a los sillones.
Era difícil tomar posición.
Decidió arriesgarse. Sujetó el teléfono ante sí. Hizo nuevas fotos. Volvió a mirar. Eran algo mejores pero se seguían viendo mal.
Por si acaso. Abrió el menú de MMS. Seleccionó que quería enviar fotos. Escribió su propia dirección de Hotmail. Mandó una foto. Luego dos más.
Alzó la vista. Vio que el camarero se le aproximaba. Seguido del guardia de la entrada.
Hostia.
Mandó dos fotos más.
Sonrió.
Volvió al menú principal. Sujetaba el móvil.
El camarero gritó para que se le oyera por encima de la música:
—Dijo que iba a salir. ¿Qué ha hecho?
Jorge fingió no entender.
—Tranquilo. Sólo he hablado un poco. Pero me he quedado aquí.
El de seguridad no parecía contento.
—Nada de móviles aquí dentro, ya lo sabe.
Jorge repitió:
—Sólo he hablado un poco con un socio. ¿Qué problema tienes? —Jorge se esforzó para sonar seguro—. Quizá debamos hablar de esto con Sven Bolinder.