Authors: Jens Lapidus
En primer lugar de la agenda estaba el gran cargamento de coca. Lo más importante, dos preguntas: ¿cómo iban a hacerse con el envío? Y ¿cómo lo iban a vender? Nenad, apartado de la cocaína por la traición de Radovan. Abdulkarim, el nuevo pez gordo.
El árabe no tenía ni idea de la doble lealtad de Nenad. El tío haría cualquier cosa para ganar puntos con Rado. Aunque Nenad le ofreciera una porción del pastel. Conclusión: lo mejor era dejar al árabe al margen de esto. Abdul no había sabido de forma oficial que Nenad no era el mandamás. Pero el árabe sólo se había hecho el tonto. Desde hacía mucho había comprendido quién estaba detrás realmente. Que Radovan perseguiría a todos los que le traicionaran, a todos los que tomaran partido por Nenad.
La solución se llamaba JW.
En lugar de usar a Abdulkarim, podían dejar que JW se encargara de desarrollar canales de venta paralelos. ¿Y el extrarradio? Abdul tenía más gente. JW conocía a la mayoría. Algunos latinos, árabes, suecos. Nenad se encargaba de la nueva estrategia de venta, a gente normal. No escaseaban las posibilidades de reclutamiento, porque Mrado conocía a algunos de OG que quizá estuvieran dispuestos a participar. La red de contactos había aumentado exponencialmente desde el trabajo de división del mercado. Hablaría con la gente.
Discutieron otra cuestión: los videoclubes de Mrado estaban en la mierda. Desde que Radovan había degradado a Mrado, el jefe yugoslavo había dejado de pasar dinero para las compañías. Habían transcurrido tres semanas desde eso. El problema: sin dinero en metálico, los impuestos de las compañías se basaban en los ingresos declarados del año anterior. Entonces, trescientas mil al mes. Ahora, menos de sesenta. En resumen: el gran hermano machacaría a las compañías con impuestos hasta la muerte. El resultado era una putada: Mrado se quedaría sin acceso a dinero limpio. La posibilidad de conseguir una casa y un piso para la seguridad de Lovisa dependía de dinero limpio.
Joder.
Pese a ello, Mrado se sentía bastante satisfecho. Un buen día. El acuerdo con Annika, cerrado. La planificación con Nenad, en marcha. Pronto empezaría el juego. El precio en peso: cien mil gramos de cocaína. El precio en significado espiritual: iban a ser los reyes de la farla de la ciudad.
Había pasado una semana tras la noche de Smådalarö. Jorge se mantenía en segundo plano. La pasma aún en máxima alerta por el crimen del burdel, como el
Expressen
lo había bautizado. Qué chorrada; nadie se preocupaba por dos serbios criminales de la cabeza a los pies.
Jorge se quedaba en casa. A veces salía a la calle si hacía falta encargarse de necesidades directas en la venta y la distribución, pero no con frecuencia. En total había salido tres veces.
Abdulkarim estaba encantado mientras funcionara el plan: extender el polvo blanco por el extrarradio. Bajar los precios. Marcar las pautas. En lugar de: ¿Nos tomamos unas cervezas? Convertirlo en: ¿Nos metemos unos tiros?
Funcionaba. Jorge vendía a ocho contactos en el extrarradio norte. De Solna a Märsta. Tíos que conocían sus zonas. Conocían a las personas adecuadas. Vendían a pubs, pizzerías, discotecas, en los billares, centros comerciales, parques, en el exterior de los Servicios Sociales. Además distribuía en algunos de los municipios del extrarradio sur.
Jorge: un mini-Abdul en su propio territorio. Pero seguía queriendo evitar ser visto.
Petter, el tío del Bajen, era su
main man
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. Controlaba a los camellos. Se encargaba de la logística. Conducía el día entero con las bolsas. Se llamaba a sí mismo la furgoneta de los helados. Lo único que le faltaba era una musiquilla pegadiza.
Trapicheaba con gente de edades más bajas. Fiestas en chalés y pisos, en el exterior de los quioscos de perritos calientes y ludotecas. En salas de descanso, estaciones de cercanías, salas de espera, sótanos de viviendas en las ciudades dormitorio.
Una invasión de farla en el extrarradio gélidamente competente.
La pasta entraba. Abdulkarim era generoso. Hasta entonces, Jorge había reunido más de cuatrocientas mil. Guardaba la mitad de la guita en casa, en seis fundas de DVD de la librería. Billetes de mil enrollados uno al lado del otro, como cigarros. El resto estaba enterrado en una zona boscosa en el exterior de Helenelund. A la manera de los piratas.
Gastó una parte, pero conservaba la mayoría.
No tenía descanso. Se despertaba al menos una vez a la hora todas las noches.
Las imágenes del mundo de los sueños le perturbaban. Sofás recubiertos de masa encefálica. Los muros de Österåker desde el interior. Viejos con lenguas como pollas erectas.
No hacía falta ningún Freud para interpretarlo.
Jorge estaba asustado.
Si volvía al trullo sería probablemente con cadena perpetua.
No podía ocurrir ahora que iba a ser tío.
Necesitaba actuar.
Utilizar los aspectos positivos de la situación.
Södermalm. De camino a la calle Lundagatan. Para Jorge, terreno desconocido. La estación de metro se llamaba Zinkensdamm.
Jorge bajó del metro. Al subir por las escaleras hacia la salida le recibió una fuerte corriente en la cara.
El tiempo en el exterior, más suave. La primavera estaba llegando.
Lundagatan arriba. Skinnarviksparken libre de nieve. Jorge conocía la reputación: un nido de maricas.
Número cincuenta y cinco de la calle.
Marcó el código que le habían dado. Mil novecientos catorce. Jorge pensó: la gente tiene poca imaginación. Casi todos los códigos de los portales empiezan con diecinueve. Como los años.
Miró el tablón con los nombres de los vecinos en la escalera. Ahí, tercer piso.
Jorge había llegado al sitio correcto.
Subió en el ascensor.
Oyó música en la entrada.
Llamó a la puerta.
No pasó nada.
Volvió a llamar. Oyó que la música se detenía.
Alguien giró la cerradura en el interior.
Abrió un chaval con pantalones de punto y camiseta. Tenía el pelo alborotado, gafas redondas y un importante problema de acné. La caricatura de un friki de los ordenadores.
Jorge se presentó. Le dejó pasar.
Habían hablado dos días antes. Habían acordado hora y lugar.
Richard Ahl: un chaval apocado que estudiaba cinematografía en la Escuela Superior de Södertörn y se ganaba un dinerillo extra por las noches en el soporte técnico de Windows XP. Según él mismo: un tirador de primera que pasaba al menos ocho horas al día con un arma en la mano en las rutas de Counter Strike. Richard, el gurú ascendente del juego
online.
—Hay que practicar si uno quiere ser profesional. ¿Sabes cuánta pasta hay en este sector? —le preguntó a Jorge después de explicarle a qué se dedicaba.
Jorge pasaba totalmente. Lo máximo a lo que jugaba era con la Gameboy, en su repertorio no estaban incluidas cosas más avanzadas.
Richard explicó:
—Counter Strike es el mayor exitazo de los juegos en red. Verás, este sector factura más que Hollywood —siguió contando.
Jorge había localizado a Richard por medio de Petter. Según Petter: el tío era un genio de la informática. Una pena que malgastara su talento con juegos. El chaval podría meterse sin duda en SÄPO, CIA o el Pentágono si se esforzara.
El piso: un estudio con alcoba. Apenas algunos muebles salvo la cama. Ropa y revistas por todo el suelo. Lo más chocante contra una pared: la mesa del ordenador, completamente abarrotada. Dos pantallas, una pantalla plana y una de modelo antiguo. Disquetes, CD y DVD, fundas, manuales, joysticks y mandos, teclados, periódicos, tres alfombrillas de ratón con diferentes motivos, una de ellas con un estanque con nenúfares de Monet, dos ratones diferentes, un portátil medio abierto, cables, una webcam, latas de cola ya bebidas y cartones de pizza vacíos.
El entorno natural de un friki de la informática.
Richard se sentó en la silla de la mesa del ordenador.
—Petter me dijo que necesitabas un poco de ayuda. Arreglar unos archivos gráficos y mirar en un ordenador.
Jorge no tenía claro haberle entendido. Se quedó de pie en medio de la habitación.
—Lo primero, necesito ayuda para acceder a este ordenador portátil. No tengo el nombre de usuario ni la contraseña y dentro hay información que es muy importante. Luego necesitaría tu ayuda para mejorar la calidad de unas fotos que he hecho con la cámara de un teléfono móvil.
—Eso. Lo que yo he dicho, ¿no? —El tío iba de chulo. Sabía que era listo. Pero no lo suficiente como para ser humilde.
Jorge le dio el portátil que se había llevado de Hallobergen. Richard se inclinó hacia atrás en su silla de escritorio. Rodó hacia delante.
Abrió el portátil. Lo encendió.
El ordenador le pidió nombre de usuario y contraseña.
Richard escribió algo.
El ordenador contestó con un mensaje de texto:
No está conectado. Ha proporcionado un nombre de usuario o contraseña incorrectos. Por favor, vuelva a intentarlo o contacte con el personal de soporte técnico.
Richard suspiró. Intentó con nuevas combinaciones de letras.
No pasó nada.
Volvió a empezar. Metió un CD.
Empezó a escribir en DOS.
No pasó nada.
Siguió tecleando. Escribía frenéticamente.
Jorge echó a un lado una pila de ropa sin lavar y se sentó en la cama. Ni siquiera intentó comprender lo que hacía el friki. Con tal de que consiguiera entrar en el ordenador. Miró a su alrededor. En las paredes: pósteres de las tres primeras películas de
La guerra de las galaxias.
Quizá ediciones originales. Luke Skywalker con pose mesiánica y la espada láser dirigida hacia el universo. Yoda, con una vara y cara arrugada. Sin duda imágenes estéticas. Jorge nunca había entendido la ciencia ficción.
Pensó en las chicas de Smådalarö. Muchas de origen de Europa del Este. Como Nadja. Algunas hablaban sueco bien. Algunas eran tías suecas. La mezcla: vikingas, pateras, asiáticas. Conocía la importación de mujeres del Este. Se encontraban en el país de manera ilegal. Estaban enganchadas. Vivían amenazadas por los chulos. No tenían mucha posibilidad de elección. Pero ¿las otras? ¿Cómo habían acabado en esa mierda?
Richard empezó a explicar:
—No lo consigo. La información que quieres está en el disco duro. He intentado reinstalar Windows XP, que es el sistema operativo del ordenador, con mi propio CD. El nombre de usuario y la contraseña son parte del sistema operativo, así que si instalamos uno nuevo desaparecen, había pensado yo. El problema es que este sistema tiene algún tipo de encriptación de la información en el disco duro. No basta con volver a instalar Windows. Tengo que desencriptarlo. Puede llevar un poco.
—¿Cuánto tiempo?
—En casa no tengo los programas para eso. Tengo que bajármelos. Currármelo un poco. Necesito tres, quizá cuatro semanas.
—¿De verdad que no lo puedes hacer más rápido?
—No lo sé. Tengo mucho que estudiar ahora.
Jorge pensó: mejor hacerle un poco la pelota al friki. Le dijo:
—Haz todo lo que puedas, te pagaré bien.
Richard cerró el portátil.
—También ibas a ver lo de las fotos —dijo Jorge.
Entraron en la página de Hotmail de Jorge. Bajaron las fotos.
Richard abrió un programa de tratamiento de imágenes de Adobe.
Hizo clic en «Abrir dentro de Archivo».
Aparecieron cinco fotos en la pantalla.
La primera: Sven Bolinder en un sillón con una chica joven en las rodillas.
Su cara de perfil.
La segunda: un hombre en otro sillón. Una chica sentada en el reposabrazos.
Se besaban.
Tercera foto: la espalda de un hombre que se metía mano con una chica contra la pared. No se veía ninguna cara. Mierda.
Cuarta: el mismo hombre contra la pared, miraba por encima del hombro de la chica. Amplia sonrisa.
Ultima: un cuarto viejo junto a un sillón. Una chica de rodillas en el sillón, una mano por encima del pantalón del viejo, sobre su polla. Él sonreía.
Todas las fotos: pésima calidad. Parecía que Jorge había fotografiado fantasmas borrosos.
Richard aumentó con el zoom las imágenes.
—¿Qué coño es esto?
Jorge no sabía interpretarlo: ¿el friki quería decir que no veía lo que había en las fotos o estaba impresionado por lo que acababa de ver que había en ellas?
—Fotos que quiero que se vean mejor. Sólo voy a ser yo el que las vea.
—Jorge, ¿a qué te dedicas en realidad? —Los ojos de Richard estaban abiertos de par en par.
—Relájate. No soy ningún detective de infidelidades si es lo que crees. Ni siquiera sé quiénes son esos viejos. No es nada peligroso. Tú sólo ayúdame.
Richard rezongó. Se volvió a girar hacia las pantallas. Empezó a hacer clic en los iconos del programa y en las fotos.
Siguió trabajando. Cambió la luminosidad. Probó diferentes soluciones, calidad de pixelado, conversión, contraste. Aumentó las imágenes, cambió la coloración, retocó partes borrosas.
Trabajaba febrilmente.
Pasó una hora.
Jorge preguntó cuánto tiempo le iba a llevar.
Richard indiferente:
—¿Esto? Puede llevarme toda la noche. Cuando me pongo no paro.
Jorge captó la indirecta. Dio las gracias.
Hablarían al día siguiente a la hora del almuerzo.
Salió.
Bajó por Lundagatan.
En el metro de camino a casa: pensamientos. Los asquerosos viejos selectos no estaban contentos con sus vidas. Obligados a tirarse a putas adolescentes para sentirse bien. La hipocresía de los suecos, desenmascarada. El mundo de los pateros era más honesto. La Suecia de los inmigrantes era más honesta.
Por algún motivo, esa noche durmió bien.
Al día siguiente, a las doce y media llamó el friki de la informática.
—¿Has arreglado las fotos?
—¿Que si las he arreglado? Parece que las han hecho con una cámara de doce megapíxeles y flash, por lo menos.
—¿Y?
—He pasado las fotos por algunas bases de datos. Pensé que te gustaría.
—¿Bases de datos?
—Sí. ¿No quieres sabes quiénes son los viejos?
Más de lo que Jorge se había esperado. Sintió que la piel se le erizaba.
Demasiado.
Richard continuó:
—El de la tía en las rodillas es Sven Bolinder. Presidente del consejo de administración y dueño principal de una de las principales compañías bursátiles de Suecia. Al que le besan, es el heredero de una empresa, no creo que la conozcas, pero es grande de cojones. El tío contra la pared con esa sonrisa de friki es amigo del rey y un verdadero pijo. Por último, pero no por eso menos importante, el hombre al que le están dando un masaje en la polla era el más fácil, es un Wallström.