Colella había quedado en OCA como "asesor" de los nuevos dueños y, tal vez por eso, en su semana mediática intentó negar que era el sucesor de Don Alfredo. Se presentó como un amigo del suicida y un consejero desinteresado de la viuda y los hijos, aparentando ignorar olímpicamente lo que el difunto había escrito en su carta a Ester:
El que queda al mando de todo en mi reemplazo es H.C., ponete a sus órdenes y seguí trabajando con la misma fuerza..
.
Nadie le creyó, obviamente. Y menos los periodistas que lo entrevistaron en su mansión de Olivos, en el 1745 de la calle Ricardo Gutiérrez. La primera casa de megamillonario que habitó Don Alfredo antes de mudarse a la Mansión del Águila. HC dijo con su mejor sonrisa que esa casa se la había "prestado" inicialmente el amigo Alfredo y, por fin, se la había vendido para que pudiera traer a su familia de Córdoba y vivir una vida plena. Hermosa historia de afecto y generosidad, como tantas en el mundo del poder y los negocios.
Cavallo ironizó: "Ya tiene nuevo comisario el pueblo", y uno de sus hombres de confianza, el abogado e investigador Alfredo Castañón, recordó que Colella, cuando querelló al ex Ministro de Economía, negó ante la Justicia "tener ningún tipo de relaciones con Yabrán". "Ahora dice que era su amigo", sentenció el hombre que seguía los pasos del
Cartero,
desde mucho antes, cuando secundaba a Haroldo Grisanti en el Correo y la pelea contra Yabrán y su
pool
de correos privados se libraba en sordina, detrás de las candilejas. "Esta gente —explicó Castañón— sólo reconoce lo que es cuando es sorprendida."
Algunas personas vinculadas con Yabrán pensaban que el sucesor más lógico hubiera debido ser Andrés Gigena, un sinuoso personaje que provenía también de los tiempos iniciales de Juncadella y OCASA y había sido uno de los estrategas (junto con Colella) de la gran conquista de los aeropuertos: los depósitos fiscales en sociedad con la Fuerza Aérea (EDCADASSA), el servicio de rampa y los
free shops.
Un conglomerado de ocho empresas (Villalonga Furlong, EDCADASSA, Interbaires, Compañía Argentina de Representaciones, Sunset Duty Free Inc, Patria Cargas Aéreas, Transportes Vidal y Transportes Spacapan) reunidas en el
holding
Inversiones y Servicios, del que HC fue presidente y Gigena vice. Un
holding
con el que Yabrán —juraba Gigena— no tenía nada que ver.
Como todos los segundos de Don Alfredo, este soltero de cuarenta y siete años, de pelo cano y rostro lavado de procónsul romano de las películas de los cincuenta, era exageradamente amable, casi se podría intuir que siniestramente amable, y había hecho un culto de las sombras, sólo interrumpido —en julio de 1997— cuando Yabrán saltó a las tapas de los diarios en relación con el crimen de Cabezas. Entonces aceptó un diálogo con el periodista Marcelo Zlotogwiazda, donde negó ser testaferro de Don Alfredo e incluso subrayó que se había desvinculado de él, de manera no muy pacífica, aunque respetando, eso sí, "un código no escrito" que le impedía dedicarse a lo que había aprendido "trabajando para Yabrán en el negocio del
clearing
bancario".
Casi un año después, cuando ya se había producido el escopetazo de San Ignacio, lo llamó el periodista de
Página
/12,
el mismo que seguía esperando en vano el video de Duhalde. Gigena atendió el llamado con extraordinaria cortesía, pero no quiso prestar testimonio para un libro sobre Alfredo Yabrán, ni siquiera preservando el
off the
record
más riguroso. "Tal vez un día yo escriba mi propio libro...", dijo a modo de despedida, dejando la duda sobre si sería, o no, una biografía autorizada.
Garganta Dos conocía bien a Gigena y lo detestaba: "Es un galleguito que se da aires de importancia". Garganta Uno, en cambio, lo consideraba más talentoso que HC para suceder al emperador, aunque matizaba: "Yo creo que Alfredo lo descartó porque lo consideraba vulnerable. Le veía un costado vulnerable...". Y no quiso decir más. Sin embargo, insistió en una tesis alternativa muy interesante: ante la fractura y repliegue del Imperio había que posar los ojos en Constantino, que era el hombre de los avisos fúnebres: Andrés de Cabo. El simpatizante de Álvaro Alsogaray. Un experto tirador que amaba la caza mayor en todas sus formas y que en Miami y en Nueva York seguía conduciendo la OCASA que no se había vendido al Exxel Group, la OCASA norteamericana.
De Cabo está bien relacionado. Es uno de los directivos del Safari Club, una entidad de caza
high
standard
que reúne mandatarios, militares y millonarios de todo el mundo, entre los que se cuentan el ex presidente George Bush y el gordo general que comandó la Operación Tormenta del Desierto, Norman Schwarzkopf. El Safari Club no se limita a propiciar la caza, frente a los molestos ecologistas; también hace
lobby
en el Senado estadounidense para que no se derogue la Segunda Enmienda, que legaliza un componente esencial del
american
dream:
el derecho humano de comprar armas. Y, llegado el caso, usarlas.
De Cabo y Don Alfredo compartían la pasión por la caza, que además propicia un clima agradable para los buenos negocios. En la Argentina, el Safari Club tiene socios de peso en el poder como el fiscal Juan Manuel Romero Victorica o el secretario general de la Presidencia Alberto Kohan, y está presidido por el ex ministro de Economía de la dictadura militar, José Alfredo Martínez de Hoz, el hombre que favoreció el salto inicial de OCASA. Su antecesor en el cargo fue el empresario Ricardo Chiantore, dueño de los cepos SEC que paralizan a los automóviles en infracción, y tan amigo del presidente Menem como para haber integrado su comitiva en algunos viajes oficiales.
Según Garganta Dos, De Cabo solía cazar a menudo con el presidente Menem y estaba junto a él en Parque Diana cuando éste sorprendió a los conocedores cazando un ciervo rojo, proeza que sólo logra un cazador experto de cada cien y que, para un simple aficionado como es el primer mandatario, constituye una hazaña que enciende todas las suspicacias.
Sin embargo, lo más interesante no era el valor deportivo y crematístico de la pieza —cuesta unos cuarenta mil dólares—, sino el hecho de que el jefe del Estado la hubiera cazado con De Cabo como compañero de distracciones y en Parque Diana, un coto de caza que —según los mal pensados— formaba parte de las vastas y crecientes posesiones de Don Alfredo en la zona de San Martín de los Andes. Allí, como eficaz operador, contaba con otro miembro del Safari Club, el traficante de armas Hugo Vitullo Alonso, dueño de la Hostería del Cazador, allanada por orden del juez Macchi cuando Yabrán estaba prófugo. El procedimiento, al parecer, estuvo basado en informes de la policía de Neuquén, que conocía los vínculos entre Yabrán y Vitullo y sabía que la casa del traficante en San Martín de los Andes era visitada por personajes muy importantes del gobierno como Kohan, el jefe de Gabinete Jorge Rodríguez (que había recibido a Yabrán en la Casa Rosada) y el ex ministro de Defensa Oscar Camilión, procesado por las exportaciones ilegales de armas a Ecuador y Croacia.
—Sin embargo la gente no presta atención a estas sugestivas coincidencias —comenta Garganta Dos—. Y no hace inteligencia; no une los datos. En eso tiene mucha culpa el periodismo, que saca muchas cosas a la luz pero no sabe darles el valor que tienen, porque no relaciona la noticia de último momento con el pasado de esa noticia. ¿Se acuerda del Informe? Lo que le puse sobre los fuertes vínculos iniciales de Alfredo con la Inteligencia de la Fuerza Aérea. Bueno, no sé si se fijó en una noticia que salió chiquita en un diario o en una revista. El presidente de Aylmer, la empresa que maneja buena parte de las propiedades inmobiliarias de Alfredo, es el brigadier Mario Alfredo Laporta, que estaba a cargo del Servicio de Informaciones de la Aeronáutica cuando era comandante el brigadier Juliá. ¿Curioso, no? Y más curioso todavía si recordamos que Laporta fue el hombre que encontró muerto de un tiro al brigadier Echegoyen, "suicidado" en un momento muy especial: cuando investigaba el paso de droga por la Aduana y estaba, casualmente, peleado con Yabrán. ¿Se da cuenta por qué en este país hay pocos novelistas policiales? Nadie puede competir con los diarios.
Ninguna imaginación, es cierto, puede competir con la fértil realidad argentina. Después de la muerte de Yabrán, seguía incólume su ejército
y
sus equipos de inteligencia
y
contrainteligencia. Bridees (las brigadas de la Escuela) mantenían su sede de la calle Paraná, donde trabajaban unos ochenta "expertos" procesando un archivo de dimensiones kafkianas que guarda
y
cruza datos sobre un millón doscientos mil ciudadanos argentinos, colocados, sin saberlo, bajo la lupa de antiguos represores militares. Treinta
y
cinco "vigiladores" permanecían al servicio directo de la familia, tanto en la Mansión del Águila como en sus desplazamientos a San Martín de los Andes
y
los campos de Entre Ríos. Más de trescientos agentes cuidaban la seguridad en los negocios de los aeropuertos
y
otros doscientos custodiaban las camionetas de OCA,
OCASA y
otras subsidiarias de correo privado,
clearing
bancario
y
transporte que el Grupo no reconoce como propias. Cerca de setecientos hombres armados. Algo que no hubiera osado soñar Vito Corleone. Como tampoco hubiera podido imaginarse el espionaje a través del video tape, que desnuda literalmente las miserias humanas, dejándolas a merced de chantajistas
y
buches que cada tanto aparecen flotando en el drenaje de la ciudad.
Es poco probable que Leonardo Aristimuño haya leído a Dumas y, en particular,
Los Tres Mosqueteros,
pero repitió sin saberlo los pasos de D'Artagnan cuando iba en busca de los herretes que su reina, Ana de Austria, había tenido la imprudencia de regalar a su amante, el duque de Buckingham. Él también era un servidor leal, esforzado, que no vaciló en jugarse por su ama poderosa, amenazada por otro poder que, en este caso, no era el del cardenal Richelieu sino el de un juez de provincias al que imaginaba como ariete del Gobernador para seguir causando la desgracia de la familia Yabrán. En las primeras horas que sucedieron al escopetazo, Leo estuvo postrado, sacudido por recurrentes crisis de llanto. Ni siquiera pudo juntar fuerzas para hacerse presente en el entierro de su dios. Pero una mañana logró sobreponerse para recorrer, con muchos más caballos de fuerza que D'Artagnan, las leguas que separan Gualeguaychú de la Mansión del Águila. En la 4 X 4 de vidrios polarizados llevaba un tesoro de información que no tenía nada que envidiar a los famosos herretes que debía lucir la reina de Francia según la estratagema del pérfido cardenal: la agenda de Yabrán, que había logrado escamotear a la policía en San Ignacio y algo aun mucho más valioso, que puede destapar —ante la Justicia y el periodismo— los entresijos más recónditos de la relación entre Don Alfredo y el poder político. Y, acaso, la clave misma del escopetazo.
Cuando llegó a la Fortaleza, el portón de la calle Pueyrredón se abrió de par en par para franquear el paso del estratégico mensajero. De inmediato, los guardias que comandaba Ricardo González lo llevaron a la casa principal, donde lo aguardaba, impaciente, el ama, María Cristina Pérez. Ante ella presentó, conmovido y respetuoso, los tesoros que había logrado preservar del naufragio. A partir de ese momento quedarían a buen recaudo, junto con las cartas a la esposa y los hijos y otras reliquias y secretos del difunto que podrían acarrear nuevas y terribles calamidades si vieran la luz pública.
—Los de la revista
Noticias
dicen que soy una soltera empedernida, díganles que no es así, que soy una soltera que aún sueña —aclaró entre sonrisas la jueza Graciela Pross Laporte al enviado del diario
Perfil,
Alejandro Seselosky. Vestía un sobrio saco rojo, que la hacía aparecer como una imposible funcionaria soviética; la melena rubia a la
garçon
lucía de peluquería y la mujer, regordeta y rosada que se acercaba a la cincuentena y era temida por sus empleados cuando entraba en cólera, disfrutaba la mañana del 26 de mayo de un humor excelente que le permitía bromear con esos periodistas porteños a los que antes había fustigado por sus desconfianzas hacia la policía y la Justicia de Entre Ríos. Su estado de ánimo tenía que ver, sin duda, con los últimos resultados periciales que le había pasado la Dirección Criminalística de la policía local: las manchas de sangre encontradas en el lugar del hecho y sobre la escopeta 12/70, eran del grupo B, RH positivo, el mismo grupo sanguíneo del difunto. Ese nuevo dato corroboraba sus presunciones y le permitía dar un rápido carpetazo a la causa, cambiando la carátula barroca del comienzo por la sencilla y tranquilizadora palabra "suicidio".
La jueza tenía fama de buena persona y muchos le creían cuando se jactaba de haber subido paso a paso por el escalafón, sin tener que deberle favores a los políticos. Y es muy probable que dijera la verdad, cuando confesó que había recibido muchos llamados desde el despacho del ministro de Justicia de la Nación, el amigo del Presidente, Raúl Granillo Ocampo, y que no los había contestado "por falta de tiempo". Pero eso no la ponía a salvo de las suspicacias y ostensibles molestias del juez Macchi, que le había reclamado todas las fojas de la causa y no solamente la parte que había llegado a su juzgado de Dolores. El juez del caso Cabezas había dejado trascender a través de sus investigadores que le preocupaban algunos puntos oscuros en la investigación del escopetazo. Y, desde su búnker de Castelli, el comisario Víctor Fogelman había ido más lejos en su desconfianza y en su ratificación pública de que el
Cartero
había ordenado la muerte del fotógrafo, hasta el punto de provocar una airada reacción del abogado de Yabrán, Guillermo Ledesma, que exigió a Macchi "hacer callar" al policía que conducía la investigación. Tampoco pudo aventar las sospechas de los que aún hoy creen que el cadáver de San Ignacio no era el de Yabrán y las de aquellos otros que pueden llegar a admitir la muerte del empresario pero se resisten a creer que se trate de un simple suicidio. Entre los escépticos sobresalía la madre de José Luis Cabezas y el abogado Alejandro Vecchi, que pidieron al juez Macchi —sin éxito— que se exhumara el cadáver de Yabrán para practicarle nuevos estudios. La evidente ansiedad de Pross Laporte por sacarse de encima semejante expediente y regresar a la oscuridad y la paz provinciana de su chalet —previsiblemente llamado Mi Descanso—, sus ruedas de prensa iniciales donde no se admitían preguntas y ciertas afirmaciones temerarias negando, por ejemplo, que pudiera tratarse de "un suicidio inducido", no la ayudaron a convencer a un público justificadamente suspicaz. Menos la ayudarían ciertos baches y desaciertos graves de la investigación. La jueza de Gualeguaychú, que en su ya larga carrera judicial había tenido que vérselas más de una vez con muertes dudosas, cometió en este caso algunos errores de principiante que son manchas de tinta china en un sumario aparentemente claro y lineal. Las medidas que Pross Laporte ordenó desde los primeros minutos son esencialmente correctas, empezando por su decisión de establecer una custodia permanente en el Parque Memorial para impedir que algunos personajes consustanciados con la vieja manía nacional de robar cadáveres pudieran alzarse con el cuerpo bajo sospecha. El problema estriba en las disposiciones que no tomó. En su falta de colmillo y la superficialidad para revisar ciertos resultados periciales manifiestamente incompletos o dudosos y ordenar la repetición de algunos exámenes o la realización de nuevos análisis que profundizaran una investigación bastante elemental.