—...
—... en este lugar. Aquí le grabamos el video con una máquina que tenemos para estos casos. El hombre estaba aterrado. Se jugaba la vida. Yo había ofrecido una recompensa, ¿se acuerda?, para todos los que aportaran datos que permitieran esclarecer el asesinato de José Luis. Y él habló. Fue muy preciso. Conocía a los
Horneros
y ellos le dijeron que el trabajo lo había ordenado Yabrán. Aquí fue, el día que jugaba la Argentina contra Bolivia.
—Quiero ese video, gobernador.
—Por supuesto, yo se lo voy a pasar.
El periodista agradece y sospecha que el Gobernador también ha escuchado y grabado la conversación que sostenía en el auto con su vocero. Unos minutos después, en la rueda de prensa, Duhalde volverá sobre el tema ante los otros reporteros: "Yo creo que en algún momento, cuando ese hombre se decida a cobrar la recompensa, porque tenía mucho miedo, el juez Macchi tendrá esa cinta. Yo me comprometí públicamente a custodiar celosamente la identidad de las personas que hablaban conmigo. Así que yo no podía decir otra cosa pero, bueno, todo lo que él me dijo por primera vez es lo que está sucediendo en el expediente". Y el tema del video, mencionado nuevamente como al pasar, queda flotando como una advertencia del
Caballero Negro
al Rey. El Delfín amenaza con empuñar nuevamente la espada mitológica, el Excalibur contemporáneo. Pero no la deja caer sobre el cuello del monarca. El disuasor nuclear sirve si no se tira la bomba. Porque, además, la bomba puede ser de crema.
En la rueda de prensa, Duhalde afirma que no siente ninguna culpa por la muerte de Yabrán; que no cree en teorías conspirativas y que, incluso, suscribe la tesis oficial del suicidio. Pero lo dice torciendo el labio inferior, casi guiñando un ojo y rematando con una frase de doble filo: "Y... en algo hay que creer".
En los meses siguientes, el Gobernador y el periodista se encontrarán varias veces. En cada ocasión el periodista reiterará su pedido y el Gobernador, amable, dará orden a su asesor de imagen Martín Oyuela para que se lo entreguen de inmediato. Aunque sea una versión escrita y recortada para preservar la identidad del misterioso testigo que lo convenció de la culpabilidad de Yabrán. Habrá no menos de diez reiteraciones ante el asesor de imagen. Y la transcripción del video no aparecerá nunca. Uno de los Garganta dirá que no lo pasan porque el testimonio no existe o no tiene ningún valor. Otro informante, ubicado en la vereda de enfrente, sugerirá que Duhalde no quiso entregarlo porque el testigo de cargo, un empresario, no sólo involucra a Yabrán en el asesinato de Cabezas sino que también alude a la estrecha relación entre el
Cartero y
el presidente Menem y a la necesidad del Rey de envenenarle las aguas al Delfín. Duhalde le había adelantado a la periodista Olga Wornat un mes antes del asesinato del fotógrafo: "En cualquier momento me tiran un cadáver".
La gente siguió los noticiarios como si fueran una telenovela y la telenovela como si fuera un noticiario. Las imágenes distantes, "robadas", de María Cristina Pérez y sus hijos en el Parque Memorial eran contempladas con la lejanía de una ficción, en tanto la puesta en escena del culebrón
Ricos y famosos
se aproximaba al realismo periodístico mostrando al empresario "malo" Luciano Salerno cada vez más parecido a Yabrán. Hasta que Salerno, en un golpe de efecto que precedió (proféticamente) al escopetazo de San Ignacio, decidió inventar un doble que pusiera el cuerpo por él en un atentado de sus enemigos. El doble fue acribillado y Salerno se salvó, alimentando así la fantasía mayor de los argentinos en el caso Yabrán: un gordito anónimo, que podía parecerse a cualquier canoso (incluyendo Argibay Molina) había muerto para que el tipo de la guita disfrutara de las minas en una playa del Caribe.
El domingo 24 de mayo, un día después de que Duhalde blandiera el Excalibur, la telenovela de los noticiarios tuvo un pico de tensión dramática cuando María Cristina Pérez juntó ánimos para visitar la tumba de su esposo acompañada solamente por sus hijos, las parejas de los varones, su hermana Blanca y una discreta escolta que comandaba Ricardo González, otro suboficial del Ejército que había reemplazado a su amigo Gregorio Ríos en la custodia de la Mansión del Águila. La mañana era brumosa y las fotos con grano la mostraron vistiendo un simple blue jean y una chaqueta gris con el cuello levantado. Se la veía juvenil con su pelo corto, y la cámara atenta de Walter Salas Bazán, uno de los fotógrafos de
Perfil,
registró el momento en que se llevó un pañuelo a los ojos, después de depositar rosas rojas y amarillas frente al rectángulo de césped que ahora ostentaba una lápida de mármol gris con una cruz tallada en la piedra y la leyenda:
ALFREDO ENRIQUE NALLIB YABRÁN
1/11/1944 – 20/5/1998
La ceremonia duró apenas veinte minutos y el pequeño grupo se retiró tan discretamente como había llegado. Horas antes, uno de los hijos había rogado, en un breve diálogo radial, que respetaran el dolor de la familia y no les pidieran reportajes. Las cartas personales más importantes para entender el final del emperador quedaban selladas a cal y canto en la intimidad de ese dolor. Debajo de la pena, sin embargo, se libraba una lucha feroz por la sucesión. El núcleo central de la Familia Yabrán, por instinto y asesoramiento de expertos, había cultivado un bajo perfil que llegaba a lo simbólico: en Pinamar, el cartel de madera tallada con la palabra Narbay, que pendía de un mástil horizontal, rematado en un farol, había desaparecido misteriosamente pocas horas después del escopetazo y nunca volvió a colgarse.
En esos días el Exxel Group debía pagar un resto de 430 millones de dólares para completar los 605 en que había valuado tanto las empresas que el finado reconocía de su propiedad como OCASA y otras que negaba: OCA y el
holding
Inversiones y Servicios, que aglutinaba a EDCADASSA, Interbaires y Villalonga Furlong. Un formidable conglomerado que se había vendido en vida de Yabrán y representaba, apenas, un 10 o 12 por ciento de la fortuna que varios hombres del poder atribuían al empresario entrerriano. Era la cresta visible del imperio, pero una cresta de gran valor emblemático: con la transferencia (real o fingida) al grupo de inversionistas reunidos por el astuto Juan Navarro, con su sonrisa canchera, su estilo Yves Saint Laurent y su eterno puro entre los dedos, se intentaba regresar a
Papimafi
a las sombras de las que nunca debió salir y se blanqueaban empresas como OCA, a la que no tardaron en hacerle una calafateada publicitaria y estuvieron a punto de sacarle el inolvidable violeta de sus vehículos.
La embajada de los Estados Unidos estaba contenta y así se lo había hecho saber a los líderes del FREPASO, Graciela Fernández Meijide y
Chacho
Álvarez, tal vez para aventar las suspicacias hacia el grupo conducido por Juan Navarro, fogoneadas por dos diputados frepasistas que habían impulsado la Comisión Anti Mafia del Congreso: Darío Alessandro y Juan Pablo Cafiero. Ellos sospechaban abiertamente del Exxel Group y de sus vertiginosos negocios por cientos de millones de dólares, con rebotes en islas paradisíacas donde la palabra "fiscal" carece de sentido.
Más allá de lo formal, de lo que aparecía en los diarios, algunos entendidos como Garganta Uno y Garganta Dos estudiaban los movimientos reales de las fichas y, víctimas ellos también (pese a sus ironías) del influjo de la saga de Francis Ford Coppola, anticipaban que el nuevo Don no sería el hermano menor Michael Corleone (en este caso el problemático Mariano Yabrán) sino el grisáceo primogénito Pablo, un cuasi ingeniero electrónico de veintiocho años, que se había caracterizado por la lealtad y la obediencia a su padre. Aparentemente, había una razón sencilla y terrible que traía a la mente los principios de la selección natural: Mariano, el abogado de veintiséis años (tal vez el favorito secreto de Don Alfredo), había quedado cerebralmente disminuido tras un accidente de moto que estuvo a punto de costarle la vida, siete años antes en Pinamar. Ambos Garganta aseguraban que había sido un joven rebelde y brillante pero que el choque lo afectó. Por esta razón o por otras que se desconocen, la tradición del mayorazgo había sido sentada, en el mes de abril, por el propio Yabrán, cuando confió a su hijo mayor —que además es piloto— la conducción de la empresa de aviación Lanolec, una de las pocas que reconocía como propia. Pablo había sido un buen estudiante de la Universidad Tecnológica Nacional, con notas que promediaban los siete puntos, hasta que el escándalo que acabaría con su padre lo obligó a dejar las aulas de la UTN. En aquel momento ocupaba un despacho en la sede de Yabito SA (Carlos Pellegrini al 1100), desde el cual conducía secretamente la contrainteligencia del Grupo, destinada a espiar a todo el personal de las empresas, incluyendo directivos, ejecutivos y accionistas principales, sin perdonar siquiera a su propio tío José Felipe
Toto
Yabrán, que también estaba "pinchado" por los sofisticados aparatos que su sobrino había importado de los Estados Unidos. Después de la muerte de Don Alfredo, el nuevo Don pasó a conducir, además de Lanolec, la inmobiliaria Aylmer y Bosquemar Emprendimientos Turísticos —dueña, entre otras propiedades, de dos hoteles en Pinamar: el Arapacis y el inconcluso Terrazas al Golf, al que Carlos Menem no aportó mucha suerte cuando inauguró las obras y aseguró que ésas eran, precisamente, las inversiones que necesitaban Pinamar y todo el país.
Mariano, por su parte, quedó a cargo de la agropecuaria Yabito, junto con el tío que casi lo mató por accidente cuando tenía seis años y el fiel amigo de su padre, desde los tiempos de Bourroughs, Alejandro Octavio Barassi. Una Asamblea General Ordinaria, celebrada apenas nueve días después de la muerte de Don Alfredo, lo ungió presidente por previsible unanimidad. La vicepresidencia de ambas empresas quedó a cargo de María Cristina Pérez, que, sorpresivamente para muchos allegados, comenzó a revisar los papeles que le pasaban para la firma.
Una de las primeras medidas del joven príncipe fue recorrer los campos de Entre Ríos y advertirle al personal de Yabito que no hablaran con los periodistas. Otra, avisarle a los familiares que hasta entonces viajaban gratis por el mundo, que se había acabado la sopa.
De todos modos, la verdadera lucha por el poder ya se había librado antes del escopetazo. Los gigantescos torrentes de dinero que antes circulaban por la Gran Caja de Yabrán, ahora tenían cauces más discretos e institucionales, más vinculados al gran capital "globalizado". Y los dueños secretos del dinero que circulaba por la gran tintorería podían respirar tranquilos, con una patente de corso más respetable. La lucha por los restos de un Imperio fisurado y en retirada no se libraba en el seno del núcleo familiar sino en el escalón inmediato. La casa real seguiría, de cualquier manera, tratando de que su fortuna remanente (que seguía siendo colosal) no se desangrase en los agujeros que podían abrirle algunos testaferros tentados a la osadía por la muerte del hombre que concentraba las riendas en sus manos. En ese estadio de los negocios la puja verdaderamente importante era por el puesto de primer ministro...
El premier había sido designado oficialmente por Don Alfredo en la carta a Ester Rinaldi.
HC
era Héctor Fernando Colella, un abogado de cuarenta y cinco años, entrenado por el
Duque
Rodolfo Balbín para el
lobby
con los políticos. Un personaje oscuro catalogado también como mafioso por el implacable Cavallo. Un desconocido del gran público que de pronto se vio obligado a dar la cara. En menos de una semana concedió entrevistas a todos los medios y habló hasta por los codos, tratando de mostrar un estilo opuesto al del difunto. Habló mucho, pero, por supuesto, no dijo nada. Su simpática secretaria, Cecilia, contestaba todos los llamados con gran cortesía y sin hacer distingos entre medios grandes y chicos o entre periodistas famosos o desconocidos. Luego HC regresó al silencio, guardándose —literalmente— una carta de la que nunca habló en esos días: la que Alfredo le había mandado desde San Ignacio. También la ocultó cuando declaró ante la jueza Pross Laporte, a quien avaló rotundamente por su decisión, cada vez más evidente, de caratular la causa como "suicidio".
Los periodistas más sagaces que lo entrevistaron en su semana pública se quedaron con la sensación de que ese hombre alto, jovial, con barba candado y pelo con raya al medio, parecía un mago de provincias más que el dandy, amante del golf y el rugby (frecuentador del Club Atlético San Isidro), que pretendía dejar como imagen inofensiva de sí mismo. Esa apariencia se reforzaba con su condición de padre de seis hijos y católico practicante, cualidad ésta que sin duda le sirvió para anudar una sólida amistad con el arzobispo de Córdoba, Raúl Primatesta, y con su vicario, Marcelo Martorell, el parroquiano de Piégari. También le sirvieron los dos millones de pesos que donó a la Arquidiócesis en nombre de OCA, el correo privado que presuntamente conducía —con el 87,5 por ciento de las acciones— acompañado por la cuñada de Yabrán, Blanca, y su esposo, Raúl Oscar Alonso, hasta su venta al Exxel Group. La donación, sin embargo, fue sólo uno entre varios gestos de la Organización hacia los influyentes prelados. El
Cartero
también sufragó la delicada operación del corazón a que fue sometido el cardenal Primatesta y un alto funcionario menemista pagó con su auto ametrallado el atrevimiento de haberse quedado con un avión que Yabrán quería regalar al Arzobispado. Esos gestos tuvieron una cristiana correspondencia en las tareas de
lobbysta
en las que HC descollaba, munido también de credenciales válidas en el gobierno del radical Eduardo Angeloz, donde fue asesor del ministro de Economía, Alberto Di Cario, quien era —también casualmente— su cuñado, y alguien de quien Garganta Dos evitaba hablar porque lo consideraba "muy pesado", más bien, "muy pesado su círculo". En ese círculo también está Oscar Yavurec, comandante de otra de las divisiones del Imperio: Bosquemar Emprendimientos Turísticos SA, igualmente vinculado al ex gobernador Eduardo
Pocho
Angeloz, que en esos días lloró en el juicio que le hicieron por enriquecimiento ilícito —del que, a la postre, salió indemne.
La vinculación de Yavurec con el ex gobernador explica sobradamente que Yabrán y su esposa María Cristina hubieran depositado 25 millones de dólares en el Banco de la Provincia de Córdoba, para ayudar al gobierno del
Pocho
Angeloz a paliar la crisis producida por el efecto tequila. Una demostración más de que el
Cartero
no era ingrato con quienes le habían confiado el traslado de toda la correspondencia oficial, empezando por los bancos provinciales. HC estaba en el centro de ésas y otras jugadas aún más ambiciosas.