Don Alfredo (48 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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No se trataba de hacer eficiente una empresa del Estado para mantenerla dentro del sector público porque eso hubiera sido un "anacronismo estatista" incompatible con su ideología y los intereses que representa. Se trataba de engordar y embellecer a la esclava para poder venderla al mejor postor. Sólo que ese postor no podría ser nunca el odiado Yabrán. Entre otras razones, porque el Grupo, junto con empresas satélites o asociadas —como Ciccone Calcográfica—, avanzaría vertiginosamente sobre otras áreas como la impresión y distribución de pasaportes, padrones electorales, permisos de portación de armas del RENAR, sistemas de control fronterizo y documentos públicos de toda laya, que lo convertirían realmente en una suerte de Estado dentro del Estado, con poderes incalculables sobre la sociedad, derivados de la información confidencial, pública y privada, que manejaría, alimentando a niveles kafkianos el banco de datos que funcionaba en Bridees, a cargo de un hombre pequeño, con cara de roedor picado de viruelas: el
Ratón
Laurenzano. La operación de Cavallo no era fácil, aunque tuviera poder, talento y agallas, porque a poco de andar dejaría de enfrentarse con segundones como Erman, para tropezar con el propio Presidente.

Sin embargo, el primer aliado que Cavallo encontró para comenzar a desregular el Correo y debilitar al Grupo Yabrán, fue el antiguo sindicalista Abel Omar Cuchietti, ex secretario general de AATRA (Asociación Argentina de Telegrafistas, Radiotelegrafistas y Afines), que Menem puso como administrador de Correos. Cuchietti conocía bien el Correo y conocía bien a Yabrán. Como Giacchino de DHL, había estado en esa zona gris de la relación directa y reservada con el
Cartero,
que solía ser muy peligrosa. Con Don Alfredo era preferible ser un enemigo declarado, antes que un amigo, un socio o un asalariado "que se había dado vuelta". A veces el presunto "amigo" no lo había sido nunca en realidad, ni había aceptado ninguna canonjía, pero bastaba que hubiera estado en charlas y negociaciones con Don Alfredo para que éste comenzara a considerarlo "un traidor" si luego actuaba en forma opuesta a sus intereses. Con Cuchietti ocurrió algo de esto.

El sindicalista conoció a Yabrán "en agosto o setiembre de 1984". En ese entonces Cuchietti, que era apoderado de la Lista Marrón de AATRA, se había presentado como candidato a secretario general en las elecciones del gremio. Según declararía años después ante la Comisión Anti Mafia de Diputados, Yabrán lo invitó a tener una reunión en sus oficinas de Viamonte 352. Allí le habría propuesto que generase "un conflicto gremial del personal de ENCOTEL que pertenecía a su gremio para desestabilizar al entonces Administrador de apellido Ortiz". A cambio de la medida de fuerza, "Yabrán prometía un aporte dinerario para la campaña electoral dentro del gremio y apoyo periodístico". Cuando Cuchietti le preguntó "en qué consistía el apoyo periodístico que ofrecía, éste le dijo que se trataba de una campaña que lideraría
Berni,
a quien luego identificó como Bernardo Neustadt, explayándose sobre la amistad que lo unía con el periodista". Cuchietti, que acudió al encuentro acompañado por otro integrante de la Lista Marrón, no se negó en ese momento. Según reza su testimonio ante la Comisión: "A las cuarenta y ocho horas se realizó una nueva reunión, en el mismo lugar, y se rechazó el ofrecimiento". Cuando el propio Yabrán declaró ante la Comisión que presidía el justicialista César Arias, pretendió restarle credibilidad al testimonio de Cuchietti con dos argumentos que irritaron a los diputados Darío Alessandro y Juan Pablo Cafiero: el sindicalista no se acordaba si la reunión había sido en el piso sexto o en el séptimo de Viamonte 352 y además, dijo el
Amarillo:
"¿Qué clase de huelga se puede hacer en el telégrafo?".

Desde el primer encuentro entre el Ministro de Economía y el nuevo administrador de Correos hubo buena química y Cavallo quedó convencido de que Cuchietti "conocía muy bien lo que estaba ocurriendo en el mercado postal". El sindicalista no lo defraudó. Tomó dos medidas esenciales para el plan del Ministro. En primer lugar, eliminó el famoso canon de entrada a la correspondencia de puerta a puerta que venía del exterior y había sido uno de los tres reclamos que le había formulado en Washington Carla Hills. En segundo lugar, reabrió el registro de permisionarios "para facilitar la entrada de nuevos actores al mercado". Además, en julio de 1992, dispuso la caducidad del convenio para el servicio postal pre y postaéreo que le permitía a OCASA llegar a la panza de los aviones.

A partir de ese momento, Cuchietti comenzó a transitar por una etapa difícil de su vida. La jueza María Servini de Cubría procesó al administrador de ENCOTEL por los cargos de defraudación al fisco y abuso de autoridad, a partir de una denuncia penal formulada por el diputado radical Raúl Baglini, uno de los que, casualmente, habían participado en la cruzada antiimperialista contra DHL en la década anterior. El diputado, además, es famoso en el mundillo político por su conocido teorema según el cual los programas partidarios se van haciendo cada vez menos reformadores a medida que uno se va acercando al poder. Según Baglini, al eliminar el canon de entrada, Cuchietti había provocado una reducción no justificada en los ingresos de la empresa estatal. El sindicalista sería finalmente sobreseído en esa causa, pero durante un tiempo no las tuvo todas consigo, porque le dictaron la prisión preventiva.

Una mañana de agosto de 1992, cuando salía de su casa en la calle Marcelo T. de Alvear para dirigirse al auto donde lo esperaban dos de sus colaboradores, Cuchietti fue interceptado por un hombre joven, de cabello corto, que vestía pantalón vaquero y campera de cuero. Sin decirle una sola palabra, ni intentar robarle, el desconocido le propinó un garrotazo en la pierna izquierda y echó a correr en dirección a Cerrito. Rengueando y aullando de dolor, Cuchietti llegó hasta el coche donde lo aguardaba su chofer y su secretario y les señaló al agresor que escapaba. Los dos hombres se lanzaron en pos del atacante y lograron alcanzarlo cuando ya se había metido en un taxi que se detuvo por el semáforo en la esquina de Paraguay y Cerrito. El chofer Altimari lo agarró de la campera, lo sacó del taxi y lo acostó boca abajo sobre las baldosas, en la concurrida acera que da al frente de la casa Grundig. Mientras sujetaba al tipo de la campera, Altimari sintió en la espalda el cañón de una pistola y una voz convincente que le decía: "Abrite que somos de la repartición". Luego, el presunto policía y el atacante corrieron hasta un Peugeot negro, que arrancó por Cerrito en dirección al Obelisco. Le tomaron el número de la patente e hicieron la correspondiente denuncia, pero nunca se averiguó nada. Cuchietti fue internado: tenía doble fractura del peroné izquierdo y tardó seis meses en recuperarse, de los cuales tres los pasó en silla de ruedas.

Un mes después del incidente, una poderosa explosión destrozó el portón de la casa de Guillermo Seita, en el barrio Caisamar de Mar del Plata. Seita era entonces secretario de Relaciones Institucionales del Ministerio de Economía y, como ya se ha visto, hacía pared informativa con Jim Walsh, el segundo de Todman. Tal vez por eso, en una actitud sin precedentes, la embajada norteamericana repudió el atentado en un comunicado oficial.

En diciembre, una bomba explotó en la casa de Cuchietti en Córdoba. Ocho minutos después, otro artefacto estalló —también en Córdoba— frente a la empresa Cargo, uno de los nuevos permisionarios beneficiados por la apertura del registro que había dispuesto Cuchietti. Los peritajes demostraron que en ambos casos se había utilizado el mismo tipo de explosivo. En los dos lugares los testigos observaron la presencia de un Peugeot con tres personas en su interior. Nadie fue detenido por los atentados. Unos meses más tarde, en la mañana del 15 de abril de 1993, la esposa de Cuchietti recibió una encomienda enviada por OCASA que despertó las sospechas del matrimonio. Cuchietti dejó el paquete en el jardín y recién cuando los chicos se fueron a la escuela, "procedió a abrirlo con mucha precaución, encontrando en su interior un mensaje intimidatorio". "Dio inmediata cuenta a la policía" y sólo dos años más tarde, al escuchar "el discurso del ministro Cavallo en el Congreso, tomó conocimiento de que Guillermo Seita había recibido una amenaza que tenía las mismas características". En el caso de Seita, el paquete llegó en una camioneta de OCA. La esposa del funcionario, Teresa Soalleiro, no tuvo las prevenciones de los Cuchietti, lo abrió sin ninguna precaución y retrocedió espantada. Adentro del envoltorio venía el libro
Más allá de la vida
de Víctor Sueiro, con un hueco en el centro: el nicho para un cazabobos que no había sido colocado. En el hueco había un papel con una leyenda anónima:

Esta vez fue de juguete. Si hubiera sido de verdad no alcanzabas a leer el libro.

Unos meses antes del tercer atentado, Cuchietti había dejado el cargo. Desgastado por el acoso judicial y administrativo y con los nervios maltrechos por los dos primeros ataques empezó a pensar que sería bueno irse a descansar a Córdoba y dejar la causa del Correo en otras manos. Pero no le dieron tiempo a presentar espontáneamente la renuncia. Una mañana lo llamó Carlos Vladimiro Corach, que entonces era secretario Legal y Técnico de la Presidencia, y le sugirió que diera un paso al costado. Según Cavallo —que había empezado a detestar a Corach—, fue "una desconsiderada sugerencia". Sin inmutarse por los inquietantes episodios que se sucedían a su alrededor, el Ministro de Economía decidió subir la apuesta y poner al frente del Correo al hombre que lo acompañaba todas las mañanas en sus sesiones de aerobismo por Palermo; al que Yabrán llamaba "el entrenador" o "el profesor de gimnasia del Ministro": Haroldo Grisanti.

En esos días también ordenó a la DGI una exhaustiva investigación sobre las empresas del Grupo. Aunque no, curiosamente, sobre el propio Yabrán y su esposa.

Entonces lo visitó un melifluo personaje de la Iglesia, acostumbrado a transitar las alfombras rojas, y le sugirió la conveniencia de un encuentro a solas con un buen cristiano que había ayudado mucho a la Arquidiócesis de Córdoba. También le reveló que, por consejo de Hugo Franco, el Arzobispado había invertido la casi totalidad de sus recursos en la empresa OCA. Y Cavallo, que conocía a monseñor Martorell desde los tiempos augurales de la Fundación Mediterránea y tenía "mucho respeto por el cardenal Primatesta", no dejó que el prelado se marchase con las manos vacías. Luego se quedó pensando. ¿El
Amarillo
quería una tregua? Fuera lo que fuera, sería interesante verle la cara.

Yabrán lo impresionó como "un hombre parco, de mirada esquiva, poco educado pero muy inteligente". Don Alfredo le explicó que cultivaba el bajo perfil, pero operaba dentro de la ley y seguiría apostando al país en nuevas inversiones. Le pidió que no se guiara por versiones tendenciosas, inventadas por sus competidores. El Ministro le preguntó entonces si él era, en realidad, el dueño de las principales empresas del correo privado. Yabrán admitió que "en la práctica sí", aunque los accionistas "eran muchas veces parientes o amigos". Con cierta dureza, Cavallo insistió en el tema de los testaferros y volvió a preguntarle por qué no tenía las empresas a su nombre. Paciente, calmo, midiendo al adversario, Don Alfredo le explicó algo que era parcialmente cierto: esas empresas se constituían con poco capital y él prefería que las personas de su organización se sintieran parte del negocio, para estimular la competencia entre las distintas empresas del Grupo y favorecer "la creatividad empresaria" de los que figuraban al frente de las distintas sociedades.

Muchos años después, en una charla informal ya consignada en estas páginas, Carlos
Yeyé
Cabrera revelaría que Alfredo, en verdad, le daba gran libertad de acción con Intercargo e Interbaires. Fijaba la suma que pretendía llevarse del negocio y no le importaba lo que podían ganar directivos como Cabrera, Gigena o Colella. A su modo de ver, no estaba violando ninguna norma legal.

Cavallo "no se dejó seducir" por la explicación y le comentó que había solicitado a la DGI que investigara "el grado de cumplimiento fiscal de sus empresas". Porque sospechaba, aunque no lo dijo en ese momento con todas las letras, que el uso de testaferros no sólo tendía a disimular la "cartelización" sino que podía suponer fraudes al fisco. Yabrán se encogió de hombros y sonrió, como diciendo: "Adelante, está en su derecho". Luego tuvo que escuchar cómo el Ministro le explicaba los avances que se iban produciendo en la desregulación del Correo para evitar prácticas monopólicas y lograr una creciente estabilización de los precios. Don Alfredo asintió en silencio y le dijo que su grupo se adaptaría a la nueva realidad y que sólo esperaba que el Ministro no actuara "con prejuicios en su contra". La reunión no revirtió las sospechas de Cavallo, pero —según él mismo lo escribiría en su libro
El peso de la verdad—
le "creó la esperanza de que, como había ocurrido en tantos otros casos, Alfredo Yabrán también pudiera ser disciplinado por las reglas de la competencia". Don Alfredo salió de la entrevista convencido de que su imperio estaba en peligro.

En su guerra santa contra el "cártel" del Correo, Cavallo hizo alianzas con algunos personajes que no eran precisamente arcángeles, como José Luis Manzano, el astuto político que había crecido a la sombra de Diego Ibáñez en Diputados, para luego pasarle por arriba al petrolero y convertirse en jefe del bloque oficialista, como escalón necesario para trepar al Ministerio del Interior. Manzano lo nutrió con material de inteligencia sobre el odiado
Amarillo y
lo convenció de que lavaba dinero de la droga. La "santa alianza" se prolongaría en el tiempo y en el espacio, incluso cuando Manzano debió dejar el cargo y el país, en medio de intensas sospechas sobre el "robo para la Corona" y su singular capacidad para mejorar su estándar de vida, que incluía pintorescas operaciones estéticas para redondear sus nalgas. Desde Miami, donde trabajaba para un viejo agente de la CIA, el dirigente anticastrista Jorge Mas Canosa (acusado, a su vez, de estar vinculado con el narcotráfico),
Chupete
le envió un viejo
dossier
sobre el Grupo Yabrán y le prometió conseguir información explosiva de la DEA. El contacto habitual con Manzano era Guillermo Seita, el ex militante de la vieja Guardia de Hierro. Pero ya en los días que siguieron a los atentados contra Seita y Cuchietti, Cavallo revisaba una nutrida carpeta que le había hecho llegar Manzano, que incluía fotos aéreas de la Mansión del Águila que lo convencieron de que Don Alfredo era la versión entrerriana de Pablo Escobar Gaviria.

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