Vázquez era un hombre melancólico, con
impromptus
de cólera y conatos de independencia que obedecían, probablemente, a la nostalgia de los tiempos idos. En el '73 había sido vicecanciller durante los cuarenta y nueve días del gobierno de Cámpora y se había destacado por sus posiciones antiimperialistas. Los tiempos habían cambiado y ahora representaba al gobierno de Menem en las Naciones Unidas. Se había hecho amigo de Carlos cuando estuvieron presos —junto con Diego Ibáñez y otros dirigentes justicialistas— en el barco
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Orientales y
en el penal militar de Magdalena y ahora se veían a nivel social. Su hija María, que había logrado cierta celebridad como modelo, fue durante un tiempo novia de Carlitos Menem junior. Pero el antiguo crítico de la OEA y el panamericanismo guardaba
in
pectore
críticas al estilo farandulesco del nuevo poder que lo llevarían más tarde a incursionar, por poco tiempo, en las filas del FREPASO, para partir luego como embajador a Chile —por decisión de Carlos—, salir de la embajada con un gracioso exabrupto en los diarios y seguir su carrera diplomática en Suiza.
Llegó a Buenos Aires un viernes y Hugo lo puso de inmediato al tanto de la "emergencia": un amigo de Franco, el empresario Alfredo Yabrán, estaba preocupado porque temía que la DEA lo "hubiera fichado" y lo estuviera investigando. Vázquez, con sus contactos en los Estados Unidos y en La Embajada, tal vez podía ayudarlo a esclarecer su posición y quedar libre de toda sospecha. Sin perder un minuto se dirigieron a la Mansión del Águila, donde Yabrán los esperaba en el pabellón separado de la casa que usaba como despacho doméstico para recibir visitas especiales (como las de algunos políticos y cierta clase de periodistas que empezaban pegándole para que les pagara bien "su protección" y los convirtiera en agentes de relaciones públicas). Atravesaron la guardia de entrada y uno de los custodios los acompañó hasta el lugar del encuentro. Franquearon una puerta de madera estilo Tudor y fueron acomodados en un salón empapelado con listones grises, rojos y azules, en torno de una gran mesa en la que la servidumbre ya había dispuesto una vistosa vajilla de plata con café y algunas bebidas. Vázquez reparó en los escasos adornos de las paredes: una cabeza de ciervo y una cimitarra sarracena.
No tuvieron que esperar ni un minuto. De inmediato se abrió la puerta e ingresó un hombre alto, canoso, vestido como un gerente de banco, con un traje claro y corbata de arabescos ocres y marrones. Hubo algunos rodeos convencionales y luego Don Alfredo se dirigió con gran deferencia al "señor embajador" para ponerlo al tanto del problema que lo afectaba, "no sólo moralmente" sino también "en la marcha normal de los negocios", rogándole —al cabo de su exordio— que "les diera una mano" con los importantes contactos que tenía en los Estados Unidos y en La Embajada. En síntesis: a Don Alfredo lo estaban acusando de narcotraficante y lavador de dinero. Y decían que la DEA lo estaba investigando. Vázquez respondió que haría lo que estuviera a su alcance, tanto en Buenos Aires como en Washington. La afabilidad del hombre le había causado una excelente impresión.
—Puedo intentar ver mañana mismo a Todman, si es que no aprovechó el
week end
y salió de la ciudad —propuso "el señor embajador" con espontánea cordialidad. Don Alfredo cabeceó afirmativamente y se dijo que había sido un buen consejo de Hugo haberlo traído a Vázquez, porque le parecía un tipo llano y no uno de esos señorones engrupidos que debían infestar los salones de la Cancillería.
—Lo que a usted le parezca mejor, doctor —dijo con voz ronca, mirándolo a los ojos con su característico parpadeo—. Sólo quiero decirle, si usted me lo permite, que estoy dispuesto a que me investiguen de arriba abajo. Es más, lo autorizo, si cabe que yo lo autorice, a que les diga que pueden meterme cincuenta o sesenta personas en mis empresas para que estén todos los días en ellas y las revisen de cabo a rabo.
Vázquez logró verse con Todman ese mismo sábado, gracias a los buenos oficios de su gran amigo Jim Walsh, el segundo de La Embajada, que, casualmente, había sido condiscípulo de Vázquez en la Universidad de Córdoba durante los agitados años sesenta. Walsh también era muy amigo de uno de los principales lugartenientes de Cavallo, Guillermo Seita. Un operador ligado a Manzano, que venía, como
Chupete,
de la organización peronista de derecha Guardia de Hierro, tenía buenos nexos con la Armada y jugaba duro contra Yabrán haciendo una pared futbolística con el número dos de La Embajada. Todman escuchó con atención el relato de Vázquez y luego dijo, de manera concluyente:
—La DEA no investiga a este señor. Y no me interesa poner sesenta personas en sus empresas. Lo que nos interesa es que se rompa el monopolio del señor Yabrán y que Federal Express pueda entrar en el Correo y en los aeropuertos.
El
Virrey
insistía con lo que había expresado en diciembre del '90, de manera oficial, en una dura carta al entonces ministro de Economía Erman González. La carta causó el Swiftgate, un escándalo que hizo tambalear al gobierno, obligándolo a sacar personajes de la escena, como el secretario general de la Presidencia, Alberto Kohan. O el propio cuñado presidencial, Emir Yoma, que había quedado seriamente comprometido en el
affaire.
El embajador, aunque todavía no lo mencionara expresamente en su contundente misiva, denunció que se le había pedido un soborno a la empresa Swift, y aprovechó la volada para exigir condiciones de "real competencia" para varias empresas norteamericanas. El punto siete decía textualmente: "Federal Express Corporation tiene intención de realizar una inversión de largo plazo, pero encuentra imposible obtener el permiso para sus entregas puerta a puerta debido a una moratoria de ENCOTEL. Las disposiciones monopólicas en los aeropuertos, a su vez, impiden la introducción de nuevos procedimientos. Las solicitudes presentadas para mejorar este servicio han sido denegadas con regularidad".
El
Virrey
miró fijamente al embajador argentino ante la ONU y agregó, en tono confidencial:
—A Fred Smith le interesa OCASA y EDCADASSA, pero no a los precios que pretende venderlas este señor.
Ese mismo sábado, Vázquez se vio con Hugo Franco y le relató la charla con Todman, para que se la transmitiera a Yabrán. Por un lado, podía estar tranquilo; por el otro, los cañones de Washington seguían apuntándolo. Acordaron que Vázquez realizaría algunas averiguaciones suplementarias en los Estados Unidos y el "señor embajador" retornó a Nueva York.
Tres meses después regresó a Buenos Aires y Yabrán lo llamó directamente, sin la mediación de Hugo Franco. Lo recibió en otra mansión, la de la calle Alvear, en Martínez, a la que un día llevó a Mariano y a Elvira De Gall Melo para que vieran su futura casa. Esta vez no hubo circunloquios diplomáticos, ni trato de "señor embajador". Lo estrechó en un abrazo y lo tuteó de entrada. Estaba muy locuaz y le hizo varias confidencias. Estaba harto de que lo "vivieran". Harto de los periodistas que le cobraban para no mencionarlo y de los políticos que se le quedaban "con vueltos". "Si te dijera quiénes —insinuó— te caerías de espaldas". "Y no estoy hablando de un mango o dos, sino de millones de dólares". "Estoy rodeado de buitres", suspiró. "¿Pero qué le voy a hacer? Tengo que defenderme y ésas son las reglas del juego. Si no, me hacen mierda". Habló con simpatía del
"Negro
Erman". Y pestes de José Luis Manzano, al que entonces odiaba todavía más que a Cavallo y al que acusó de haberle pedido una contribución "para el Partido, claro", que equivalía a "la facturación bruta de un mes de todas mis empresas". "Veinte palos". Confesó también que pagaba para defender su "privacidad"; que tenía diputados, jueces y comisarios a sueldo, "sólo por las dudas", a los que ni siquiera les pedía un favor a cambio. "Y no un mango o dos, sino diez lucas por mes". Reveló que Roberto García, de
Ámbito Financiero,
que antes le sacudía, ahora le acercaba personajes a esa casa; que
Berni
Neustadt trabajaba para él; que había hecho buenas migas con
la Dama,
como llamaba metafóricamente a Eduardo Menem por su presunta ubicación en el tablero del poder, debajo del Rey. Y hasta se permitió darle consejos que seis años después no le hubiera dado:
—Acercate a Eduardo Duhalde. Haceme caso. Va a ser el futuro presidente. Acercate a Duhalde. ¿O tenés problemas con el
Cabezón?
Luego, abruptamente, se inclinó hacia el visitante y le preguntó en voz baja, descontando una respuesta afirmativa.
—¿Te dieron lo tuyo, verdad?
Vázquez sonrió inocente, sin entender, con cara de sordo que se hace el que oye.
—¿Te entregaron lo que te mandé? —insistió Don Alfredo, poniéndose muy serio.
—¿De qué me estás hablando? A mí nadie me entregó nada —respondió el embajador, que ahora sí había escuchado y entendido. Y cuando empezaba a decir que él no había pedido nada por el favor, Yabrán pegó un golpe feroz sobre la mesa, sin escucharlo.
—¡Pero la puta que los parió! Yo te hice mandar dos palos verdes y un avión Lear Jet.
Todman se debe haber divertido mucho en aquellos días al percibir la misma ansiedad en diversos personajes del poder. En una recepción en la Cancillería, que tuvo lugar en junio de 1991, varios pesos pesados del gobierno, como el nuevo canciller Guido Di Tella, el secretario general de la Presidencia Eduardo Bauzá, el ministro de Defensa Erman González y el hermano del Presidente, Eduardo Menem, le preguntaron si los Estados Unidos tenían sospechas que involucrasen al gobierno en el tema narcotráfico y lavado de dinero. "No hay problemas", reiteró Todman y les dijo lo mismo que a Vázquez: los Estados Unidos querían que la Argentina privatizara los servicios de rampa y depósito fiscal en Ezeiza, porque a Federal Express le interesaba mucho el negocio. Más tarde, en una cena realizada en casa de Di Tella, a la que asistieron los mismos interlocutores —con excepción de Erman González—, volvieron a preguntar si Washington tenía algo que recriminarles. Uno de los comensales, por ignorancia, por hacerse el vivo o para probar si el agua estaba caliente, soltó una pregunta absurda:
—¿Tienen alguna información de que el brigadier Yabrán es narcotraficante?
Todman hizo como que no había escuchado la imprevista asimilación del
Amarillo
al escalafón de la Fuerza Aérea y contestó:
—Ninguna información al respecto.
Y volvió con tenacidad al tema del monopolio de los servicios de rampa y los depósitos fiscales.
En esos días, uno de los funcionarios a sus órdenes, William Grant, había organizado la sección norteamericana de un grupo técnico mixto de trabajo, que debía reunirse con la contraparte argentina para tratar de lograr la desregulación de los servicios aeroportuarios. La iniciativa era apoyada fervorosamente por el ministro de Economía Cavallo y resistida por la Fuerza Aérea. Por la parte norteamericana estaba el propio Grant, en representación de La Embajada, y delegados de todas las empresas interesadas en sacarse de encima a EDCADASSA e Intercargo: American Airlines, Pan American, Arrow Air, Florida West y, obviamente, Federal Express. Su posición era nítida y la dejaron reflejada en un memorándum que decía textualmente:
Temas de interés del lado estadounidense.
1.
Monopolio en el servicio de Operaciones Terrestres en el Aeropuerto de Ezeiza. Objetivo: Abolir el monopolio. Otorgarles a las empresas de transporte aéreo estadounidenses el derecho a manejar sus propios servicios de operaciones terrestres o contratar a otra compañía que los brinde.
2.
Monopolio en el depósito del aeropuerto de Ezeiza. Objetivo: abolir el monopolio. Otorgarles a las empresas de transporte aéreo estadounidenses el derecho a construir sus propios depósitos o a contratar otros depósitos.
Más claro, echarle agua. Y Cavallo se la echó, en total concordancia con los planteos de Todman y en creciente confrontación con Erman González, que llegaría a convertirse en guerra abierta, para descrédito del gobierno en su conjunto y para irritación de Menem, que necesitaba al hiperkinético Cavallo por el éxito alcanzado en la derrota de la hiperinflación y el creciente apoyo que recibía del Norte.
El Presidente tenía una añeja relación —estrecha, casi familiar, podría decirse— con el
Negro Supererman,
que, además, a diferencia del
Mingo,
no podía ni quería robarle cámara, porque era y sería siempre uno de los hombres del Presidente. Ese negro pícaro, que ni peronista era, sino que venía de la democracia cristiana riojana (como el
Hermano
Eduardo) y que tenía un costado bohemio y guitarrero que explayaría en el transcurso de algunas tardes bucólicas en ciertos campos propicios de Entre Ríos, donde los hombres del poder, como el propio
Hermano
Eduardo, digerían con sus canciones los asados pantagruélicos que preparaba el
Toto
Yabrán.
La primera pulseada entre los dos ministros se produjo a raíz del Cóndor II. Y la reprodujo Daniel Santoro en su biografía de Cavallo,
El hacedor.
El graduado de Harvard sostenía, directamente, que había que "volar" la planta de Falda del Carmen. Erman le replicaría en privado:
—Mingo,
lo que decís es una ingenuidad. La planta no se puede volar. Está formada por una serie de silos subterráneos construidos en forma concéntrica dentro de un cerro, y a prueba de sismos.
—Esas son excusas —explotó
Mingo.
González le dijo entonces que no tenía dignidad y que repetía el libreto de Todman.
—Mirá quién habla —insistió Cavallo—. El representante de las Fuerzas Armadas en el gobierno. Yo no aguanto más estas presiones tuyas. Si es necesario, renuncio; acá hay un compromiso con los norteamericanos que hay que cumplir.
No hizo falta: aumentó la presión de Washington y el
Negro
tuvo que anunciar, el 28 de mayo de 1991, que se desactivaría e inutilizaría el misil. Aunque no usó la palabra "destrucción", era evidente quién había ganado la partida: Menem quería hacer buena letra con Washington y le había soltado la mano.
En rigor, Erman no estaba enfrentado con Cavallo por cuestiones ideológicas. Al cabo, había sido separado de la democracia cristiana por estar a la derecha de la "doctrina social de la Iglesia" y había impulsado desde el Ministerio de Economía ese eufemismo llamado "la reforma del Estado", que significaría la destrucción de un espacio público de control social, para cambiar los monopolios estatales por los privados. Había intereses políticos y económicos en danza. Entre los políticos figuraba una sólida alianza con la Fuerza Aérea, a la que le entregaría —ya como ministro de Defensa— la seguridad en Ezeiza, siguiendo una vieja práctica de los ministros de Defensa en los gobiernos civiles, que acaban siempre como representantes sindicales de los uniformados. Entre los diferendos de carácter económico había una defensa del "capital nacional" que a
Mingo
no le parecía precisamente sincera. Públicamente, Cavallo llegaría a tildar a González de "retrógrado" (igual que Yabrán), que no entendía las nuevas reglas de la globalización y se había quedado en "la patria contratista".