Desde aquella cena inaugural, Jaroslavsky y Don Alfredo anudarían una amistad duradera, que el iracundo portavoz parlamentario del radicalismo tuvo la hidalguía de no ocultar, ni siquiera cuando las cosas se pusieron feas para el magnate y muchos correligionarios, que supieron recibir costosos presentes del empresario, le dieron la espalda al
Amarillo
y finalmente al propio
Chacho
por su obstinada defensa del amigo. Jaroslavsky, por su parte, declararía a la prensa que sólo le había pedido a Yabrán cincuenta mil dólares para la campaña presidencial de Horacio Masaccesi y que el amigo, naturalmente, se los había dado. Un modesto aporte, si cabe, para un dirigente de primera línea como
Chacho,
que le haría ganar millones al comprovinciano con su
lobby
fervoroso en favor del proyecto EDCADASSA. Actitud que copiaría Ibáñez poco después, cuando llegó el turno del caudillo de largas patillas blancas que comía dátiles con Alfredo Yabrán, cuando el justicialismo llegó al gobierno y Don Alfredo completó la conquista de los aeropuertos con el
duty free shop
y el servicio de rampa. Dos años después de aquel encuentro en el Cosa Nostra, Diego Ibáñez sufrió el secuestro de su hijo Guillermo y Don Alfredo le ofreció dos millones de dólares para pagar el rescate, que fueron buscados personalmente por el
Coco
Mouriño. La ayuda del amigo llegó tarde: tras diecinueve días de cautiverio, el secuestrado apareció enterrado en un pozo con la cabeza destrozada. El peritaje aportó un dato macabro que enloqueció al padre: aún estaba vivo cuando lo cubrieron de tierra. El episodio sacudió a Yabrán que, en los meses posteriores, trató de distraer a Ibáñez con asados, fiestas y regalos, sellando lo que Mouriño llamaría después "un pacto de hermandad". Pese a los esfuerzos de Don Alfredo y del
Coco,
Ibáñez continuó sumido en una profunda depresión y acabó estrellándose con su auto en la ruta que une Mar del Plata con Buenos Aires; en un accidente que, para Mouriño, tenía todas las trazas de un suicidio. Don Alfredo temió que pudiera pasarle lo mismo y a partir de ese momento la preocupación por la seguridad de sus hijos se convirtió en una verdadera obsesión.
El contrabando, como bien lo recordaba Garganta Tres, no empezó en los tiempos de EDCADASSA. La investigación del entonces juez Alberto Piotti, que implicó el procesamiento del administrador de Aduanas Delconte, alcanzó ribetes grotescos cuando una mañana de abril de 1991, buscando droga, encontró en Ezeiza solicitudes de particulares, fechadas en 1988, para retirar bultos procedentes de Miami. Entre los solicitantes había un tal Baker, un señor Onassis y nombres aún más "cachondos" como Pablo Prepuccio, Carlos Baginna, Pablo Cullo, Santiago Testiculli y Juan Pedorro que no sólo exhibían el desparpajo de los autores del fraude, sino también evidentes complicidades oficiales: en dos años ningún inspector había sospechado de apellidos tan escatológicos como improbables, ni de los bultos maiameros que sus presuntos portadores venían a buscar. La investigación se inició de manera espectacular pero luego se fue desdibujando. Más de un observador malicioso dejó entrever que Piotti la había emprendido por razones políticas; para desprestigiar a los radicales y quedar bien con sus nuevos amigos, los menemistas.
En esas aguas turbias se movía el
Oreja
Fernández, el hombre que asesoraría a Yabrán en el diseño de la empresa mixta que uniría a la Fuerza Aérea con Villalonga Furlong en el control de los depósitos fiscales, una virtual zona franca donde mercaderías de importación y exportación son estibadas en espera de la correspondiente inspección aduanera (tarea que hasta entonces estaba en manos de la compañía LADE, controlada por la Aeronáutica), y la posterior distribución.
La idea original, sin embargo, no fue del
Oreja
sino del propio Don Alfredo, que tenía ojos de lince para inventar nuevos negocios y para encontrar los interlocutores que le permitieran llevarlos a la práctica. Como el brigadier Rodolfo Echegoyen, que en aquellos días postreros de la administración Alfonsín era comandante de Regiones Aéreas. Don Alfredo era amigo del
Briga.
La relación se había iniciado en Entre Ríos cuando Echegoyen comandaba la Brigada Aérea de Paraná y la amistad se había estrechado durante los veraneos en Pinamar. Con el recuerdo de tupidos asados bajo los pinos de Sausalito, lo visitó un día en su despacho oficial para pedirle un espacio en Aeroparque para la empresa Villalonga Furlong, ésa que, oficialmente, no era de él. Echegoyen estaba muy preocupado por el tema del contrabando en los depósitos fiscales que estaban bajo el control de la Fuerza y por la falta de recursos para mejorar la situación. Se había producido un corte drástico de los gastos militares y la Aeronáutica no contaba siquiera con presupuesto para costear las horas de vuelo necesarias para la formación de sus pilotos.
Yabrán escuchó atentamente las preocupaciones del amigo y le propuso de inmediato una salida: ¿por qué no repetía lo que él ya había hecho con el
clearing
del Banco Nación y el correo privado?, ¿por qué no hacía una privatización parcial
(periférica,
como diría después Domingo Cavallo) y asociaba el control de los depósitos fiscales con un empresario eficiente como él, que podía ayudarlo a lograr un servicio de excelencia? A Echegoyen lo entusiasmó la idea y, según Cavallo, "presentó a Yabrán al jefe del Estado Mayor de la Fuerza, el brigadier Ernesto Crespo". Casi diez años más tarde, cuando ya habían muerto por aparentes suicidios Yabrán y Echegoyen, y cualquier cercanía con el
Amarillo
apestaba socialmente, Crespo negó conocer personalmente a Yabrán y dio una versión al diario
Clarín
que no era muy piadosa con el camarada de armas que le llevó el proyecto y acabó muerto de un balazo. "Para mí esa empresa era de Andrés Gigena, que era el que negociaba con nosotros. Si Echegoyen trajo a Villalonga sabiendo que era de Yabrán, entonces habla muy mal de Echegoyen. Porque engañó a sus pares y a su comandante." En realidad, si Crespo dijo la verdad, el episodio no hablaría mal de Echegoyen sino de él mismo, que frente a negociaciones de esa envergadura —y disponiendo de un servicio de inteligencia propio— no sabía que estaba frente a un testaferro. Pero la historia de EDCADASSA sugiere que el brigadier Crespo no fue sincero. Dijo parcialmente la verdad, en cambio, cuando recordó que los hombres de Villalonga Furlong aparecieron un día con cinco millones de dólares y los pusieron sobre una mesa, "verde sobre verde", como "garantía para el Estado". Cinco millones de dólares
cash
era toda una cifra para la época y por eso no es raro que alguien de la familia Yabrán recuerde el episodio, aunque quiera narrarlo de una manera distinta, como se verá al final de este relato.
Pero antes de ese desenlace cinematográfico con "los verdes sobre la mesa", hubo varios pasos de comedia o, mejor dicho, de vodevil. Así, cuando llegó la hora de hacer una auditoría sobre los depósitos fiscales en manos de LADE, para después traspasarlos, en limpio, a EDCADASSA, reapareció como encargado de la faena Celestino Blanco, aquel campeón del antiimperialismo que había perseguido a DHL y que después regresaría a Ezeiza a cargo de Orgamer, otra empresa del Grupo.
Aunque el comandante Crespo compró rápidamente la idea de una empresa mixta en sociedad con Villalonga Furlong, tuvo que sortear varias dificultades, dentro y fuera de la Fuerza. La resistencia principal fue interna y se personificó en el brigadier Carlos Corino, secretario general del arma, a quien el brigadier Crespo ordenó que estudiara las cuentas de Villalonga Furlong, para determinar si estaba en condiciones de asumir semejante compromiso. Corino analizó los balances de 1986 y 1987 y llegó a una conclusión tajante: la empresa financiaba sus activos con un alto nivel de endeudamiento y podía ir a la quiebra en cualquier momento. Diez años después, en una documentada investigación del periodista Pablo Caruso que publicó
La Nación,
Corino recordaría el curioso diálogo que había mantenido con su jefe cuando entregó el informe. "Una vez concluido mi análisis le dije al brigadier Crespo: 'Señor brigadier, usted, como representante del Estado argentino, no se puede asociar con una empresa que presenta sus balances en rojo'. El brigadier Crespo me contestó: '¿Esta es su última opinión, brigadier Corino?'. Yo le respondí: 'Sí, señor'. Nunca más hablamos del tema". Corino fue desplazado a Washington, como agregado aeronáutico, y Crespo firmó —sin licitación previa— el convenio con Villalonga Furlong que daba origen a EDCADASSA. Era el 16 de diciembre de 1988. El Grupo Yabrán estaba
ad portas.
En esos mismos momentos, el presidente Alfonsín se resistía a firmar la privatización parcial de Aerolíneas Argentinas, porque suponía una contratación directa con la Scandinavian Airlines System (SAS).
El contrato de concesión establecía que Villalonga Furlong debía pagar un canon de un millón doscientos mil dólares mensuales por el usufructo de los depósitos, que podía variar si la Fuerza Aérea aumentaba las tarifas que pagaban los importadores. La empresa pidió ciento ochenta días para aceptar ese requisito y acabó firmando el convenio en marzo de 1989. En el ínterin algunos brigadieres le expresaron a Crespo sus temores de que el Presidente se negara a suscribir el decreto que legalizaría la creación de EDCADASSA porque se había omitido el resguardo del llamado a licitación. El comandante de la Aeronáutica los tranquilizó con una razón de peso: el Presidente lo consideraba el máximo aliado militar y no podía negarle nada. Tenía razón: en las postrimerías de un gobierno que hacía agua por todos lados, jaqueado por la presión conjunta de los militares carapintadas, el emergente Menem y los dueños del capital, Alfonsín cuidaba las pocas fichas que le quedaban. Además, ya antes de llegar a esa situación terminal, en un viaje que ambos habían hecho al Uruguay, el Presidente le había concedido al jefe de la Aeronáutica una ampliación de la Ley de Obediencia Debida. Y el 2 de junio de 1989, apenas treinta y cinco días antes de pasarle la banda al hombre que prometía "la revolución productiva", firmó el decreto 773/89, que sacralizaba la constitución de EDCADASSA. En esa carrera contra el tiempo, el brigadier Crespo había contado con el apoyo decisivo del ministro de Defensa, Horacio Jaunarena. En la nueva empresa mixta y monopólica, la Fuerza Aérea tenía 55 por ciento de las acciones y Villalonga Furlong, el 45 restante. Pero esos porcentajes no reflejaban la real correlación interna de fuerzas, porque los aeronautas le cedían a los privados toda la operación, el
management
del negocio y sólo se reservaban el control. La concesión era generosa: veinte años con opción a una prórroga por otros diez.
Pero el apetito de Don Alfredo era insaciable y sus lugartenientes Andrés Gigena y Ricardo Pasman fueron logrando una serie de ventajas, tanto del gobierno que se iba como del que llegaba. El 28 de junio los hombres de Villalonga pidieron a la Fuerza Aérea que aumentara las tarifas de los depósitos fiscales. El brigadier Crespo, que era un hombre expeditivo, firmó la resolución 541/89 veinticuatro horas después, disponiendo el aumento solicitado. Los usuarios también reaccionaron rápidamente y comenzaron a publicar solicitadas de protesta en los diarios. Pero la voracidad fue en aumento: menos de un mes más tarde, el canon que debía pagar la parte privada bajó a la mitad: de un millón doscientos mil dólares a seiscientos mil. Además, los hábiles negociadores del Grupo lograron adicionar un contradocumento secreto por el cual se creaba una instancia de autoridad que no figuraba en los estatutos: un comité ejecutivo integrado por dos representantes de la empresa privada y sólo uno de la parte estatal; un triunvirato con plenos poderes, por encima de la formalidad de los directorios, donde el Grupo tendría siempre la mayoría automática, es decir la administración y el control total de la empresa. A punto tal que la Aeronáutica —responsable por ley de los depósitos— debía avisarle a EDCADASSA con cuarenta y ocho horas de anticipación si se proponía realizar una inspección de la mercadería. Las concesiones habían llegado a un nivel grosero, colindante con el disparate.
El 13 de julio, el brigadier general José Antonio Juliá, un piloto de caza ("cazador" en la jerga aeronáutica) que había tenido a su cargo la jefatura de operaciones de la Fuerza Aérea Sur durante la guerra de Malvinas, reemplazó a Ernesto Crespo, de quien había sido segundo. Permanecería en el cargo durante los primeros cuatro años de la era menemista, y haría buenos amigos, como el
Negro
Erman González. En su discurso inaugural, Juliá deslizó una frase sugestiva, que muchos interpretaron como una alusión sibilina a su antecesor en el cargo, por las irregularidades que presentaba el tema EDCADASSA: "[actuaremos] guiados por el respeto a las reglas éticas y morales que deben distinguir el comportamiento de un militar argentino". Luego, uniendo (aparentemente) la acción a la palabra, ordenó al brigadier Tomás Rodríguez, que era su segundo en la Fuerza, que investigara por qué el canon de Villalonga había bajado a seiscientos mil dólares. Rodríguez citó al edificio Cóndor al presidente formal de la empresa, el brigadier Jorge Ruiz. Pero el nuevo comandante de la Aeronáutica rápidamente dio marcha atrás y le dijo al brigadier que se desentendiera del tema, porque él se iba a ocupar personalmente. Y se ocupó: la investigación sobre EDCADASSA quedó en la nada. Los de Villalonga concedieron aumentar el canon de seiscientos a setecientos cincuenta mil dólares, pero a cambio pidieron los depósitos fiscales del aeropuerto de Pajas Blancas en la ciudad de Córdoba. Y el Grupo completó su movida de los aeropuertos con las concesiones para los
duty free shops
y
el servicio de rampa, que hasta ese momento brindaba Aerolíneas Argentinas y que formaba parte del "paquete" de la privatización que piloteaba el ministro de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi, con la mira puesta en un comprador que ya no era Scandinavian (como quería su antecesor radical Rodolfo Terragno) sino Iberia. El brigadier Juliá pasó por encima de este "detalle" y resolvió otorgar en concesión un bien jurídico que no le correspondía, lo que le valdría después ácidas críticas de Cavallo y una denuncia del entonces diputado peronista (del Grupo de los Ocho) Franco Caviglia. Para convencer al ministro Dromi y al presidente Menem, Juliá argumentó que no convenía que el futuro operador de Aerolíneas Argentinas, seguramente extranjero, controlara los servicios aeroportuarios.