En la mañana del 23 de mayo una jauría compuesta por ciento cincuenta movileros, cronistas, fotógrafos y camarógrafos se abalanzó sobre el sargento.
—¿Usted mandó matar a Cabezas? —Fue la pregunta más vociferada, en medio de las protestas clásicas de nuestro folclore: ¡No empujen! ¡Dejen trabajar! Ríos demoró veinte minutos en recorrer los escasos cincuenta metros que lo separaban del juzgado de Macchi, rogando que lo dejaran caminar. Una vez en las puertas, se produjo una avalancha y varios rodaron por el suelo.
Ríos declaró durante tres horas, y ocultó todo lo que debía ocultar. Su principal contradicción consistió en decir —bajo juramento— que Don Alfredo no tenía custodia y en reconocer, simultáneamente, que él se ocupaba de contratar personal para cuidar a la familia del jefe y proteger sus casas, tanto en la Capital como en Pinamar y en Entre Ríos. Por esa faena cobraba unos seis mil pesos mensuales que, con bonificaciones, podían redondear veinte mil. Según el sargento, cuando se desvinculó de Bridees pasó a trabajar directamente con Yabrán. Según Don Alfredo, había puesto una empresa por su cuenta que subcontrataba a la gente de Bridees y le facturaba directamente a él. Era un matiz, pero importante, que pretendía otorgar a Ríos cierta autonomía. Los investigadores no encontraron ningún contrato que lo confirmara. Por el contrario, el celular que usaba para controlar a los distintos "vigiladores" estaba registrado a nombre de Bridees, empresa de la que afirmaba haber salido en 1994. En Pinamar, solamente, había unos diez "vigiladores" que confirmaron un dato importante: ninguno de ellos tomaba la menor iniciativa sin consultar al sargento.
Cuando el juez Macchi le preguntó por qué lo había llamado "el vigilador" Archuvi a las 5.25 de la madrugada del 25 de enero, Ríos dio una respuesta que tal vez fuera cierta, pero sonaba inverosímil: porque necesitaba plata "para comprar alimentos, ya que éste estaba de vigilancia en una casa propiedad de un gerente de OCASA, que había sido robada en ese mismo mes de enero; que recuerda que la casa se llama Sausalito". Sausalito había sido el primer chalet de Yabrán en Pinamar. ¿Se lo había regalado a un gerente? La versión de Archuvi fue diferente. Curiosamente, después se comprobaría que Archuvi también llamó esa madrugada al celular 404–3246, del señor Eugenio Eduardo Eccke. Hombre obeso, fuerte, con pinta de cuidar la entrada de los boliches, Eccke estaba a cargo de Segar SA, la empresa que manejaba en ese momento la seguridad del Grupo Exxel. Eccke declararía en la causa, el 29 de diciembre de ese año, que no conocía a ningún señor Archuvi y no entendía de qué se trataba. La noche del crimen —aclaró— había estado en La Plata, compartiendo una cena con otras personas hasta las tres de la madrugada. La llamada existió, está comprobado y eso toma extraña la negativa del destinatario. ¿Acaso Archuvi también le pidió plata a la seguridad del Exxel Group?
Otra llamada que concitaría el interés de los pesquisas fue la que hizo Prellezo al oficial Aníbal Luna, desde las cercanías de Pipinas, a las ocho de la mañana del 25 de enero. Su escueto: "Feliz cumpleaños", tenía todas las trazas de ser una clave anunciando que "el hecho" se había consumado. El destinatario sigue en las sombras por la persistente mudez de Prellezo.
Ríos confirmó que había ingresado a Bridees de la mano de Víctor Dinamarca, para hacer "tareas de contralor del personal de OCASA". Y admitió que conocía al comisario Gómez "desde hace unos cuatro años a la fecha". No tenía trato frecuente con él, ni le había dado nunca ningún dinero, ni a él ni a ningún otro policía de la comisaría. Sólo les había obsequiado "algún cordero que traía de las estancias de la firma Yabito, propiedad del señor Yabrán". A Prellezo lo había conocido en enero de 1995. Aunque no lo dijo, en ese mes se había producido el incidente entre el custodio Boyler y los periodistas de Telefé. Prellezo, como segundo de la comisaría, había tenido a su cargo la instrucción. Cuando el juez le preguntó si conocía a Boyler manifestó que sí, "que lo conoció en Campo de Mayo cuando aquél, como el declarante, pertenecían a las filas del Ejército". Sin embargo, desconocía "si el nombrado trabajó como custodio de Yabrán". Acto seguido recordó que "Yabrán no tiene custodia" y aseguró que Boyler "tampoco ha trabajado para el declarante". Una declaración torpe: si desde 1994 había dejado Bridees para trabajar directamente con Don Alfredo no podía ignorar que Boyler, a quien conocía de Campo de Mayo, había protagonizado el incidente con los periodistas. Por mantener una conducta similar, el propio Yabrán había sido acusado de "mendacidad" en la causa Boyler. Igualmente torpe e inverosímil fue la declaración de los dos sobre Marcelo Lozano, el hombre que le alcanzaría a Leonardo Aristimuño la escopeta del suicidio. Ríos admitió que lo conocía de Pinamar, pero desconocía si tenía relación con Yabrán. El nombre de Lozano había saltado 123 veces en el Excalibur. Don Alfredo, por su parte, negó conocerlo, para terminar admitiendo que era "amigo de sus hijos", pero que lo había conocido por su apodo
Marce.
Un tropezón innecesario de los dos, salvo que Lozano —uno de los hombres más cercanos a Yabrán— condujera a un secreto imposible de explicar.
En realidad, no era difícil percatarse de que Ríos se estaba haciendo el tonto para no hablar de más y contradecir al patrón, que esa misma tarde a las cuatro debía presentarse ante Macchi. Los policías que llevaban a cabo la investigación paralela, controlada por De Lazzari, lo tenían fichado como una suerte de "López Rega", que libraba "su interna con Dinamarca" y ganaba poder actuando como la voz del amo. El policía Prellezo, según estas fuentes, "le chupaba las medias" al sargento para sacar ventajas. El propio
Coco
Mouriño había sufrido un inolvidable regaño por parte de Don Alfredo, a raíz de un incidente con el zumbo. Según Mouriño, hablaban de los años de la dictadura y el sanguíneo culata de Ibáñez, que podía ser facho y pesado como muchos custodios sindicales, pero que se había "comido un garrón durante el Proceso", le recordó al milico lo que hacían sus colegas en aquellos años. Por ejemplo: robar chicos. Ríos, un correntino que algunos describen como resentido por su origen familiar, habitualmente parco y poco expresivo, se puso a llorar. Nadie sabrá nunca si de furia o de vergüenza. Pero lloraba cuando le gritó al inseparable de Ibáñez que no lo acusara de esas cosas, porque él "tenía una familia". Horas después, Don Alfredo convocó al irascible Mouriño a la Mansión del Águila. Mientras caminaban por el parque, le aconsejó pedirle disculpas al atribulado suboficial. Vino Ríos y los dos hombres se abrazaron ante la mirada complacida del amo. La anécdota, relatada por el propio Mouriño a la periodista Paloma García, que colaboró en esta investigación, demuestra que la relación entre Don Alfredo y Ríos no era tan distante y aséptica como pretendieron mostrar en sus testimonios. Había una cierta confianza que el correntino, astuto, aprovecharía para afianzar su poder. Y la base de ese poder consistía, precisamente, en que ningún posible competidor se acercara demasiado al Patrón. O sea: conocía a Boyler, a Lozano, a todos.
Igual de absurdo es que conociera el teléfono de la mansión de las fiestas en Martínez, donde solía guardar su auto, y desconociera "a quién pertenece esa empresa", ignorando absolutamente lo que era Riverside Venture Corporation, con sede en la propicia Panamá. ¿Qué secretos ocultaba esa casa?
Tampoco lo favoreció negar que le hubiera dado trabajos a Prellezo. En otro momento de la instrucción, David Lettieri, uno de los abogados del presunto asesino, reconocería que su patrocinado había implementado un sistema de seguridad en el Arapacis para pagar los sueldos del personal. Ríos, en cambio, dijo que los frecuentes llamados de Prellezo se debían a que pretendía venderle un sistema de alarmas para las propiedades del señor Yabrán. Los pesquisas verificaron después que Prellezo no vendía alarmas.
A las cuatro de la tarde llegó Yabrán a Dolores, escoltado por los hermanos Mouriño, que distribuyeron codazos y empujones a los movileros. Guillermo Ledesma debía hablar con los periodistas, pero fue ignorado. La policía tuvo que suplantar a los Mouriño, para que el empresario pudiera entrar al juzgado.
Ante Macchi declaró: "Nunca me molestó que me sacaran fotos". Tampoco recordó haberle dicho a Héctor D'Amico, el director de
Noticias:
"Sacarme una foto a mí es como pegarme un tiro en la frente". Aseguró que con Ríos tenía una relación distante. Le tenía confianza y le otorgaba autonomía porque hacía bien su trabajo, pero no solía tener con él conversaciones que trascendieran su tarea específica. Si hubiera existido algún "resquemor ante el asedio periodístico", nunca se lo habría comentado a Ríos. Tampoco "se le había cruzado por la mente" que su jefe de seguridad "pudiera estar involucrado en este crimen". No tenía custodia personal. No era propietario de ninguna empresa de seguridad, no entendía de esos temas.
Don Alfredo se retiró del juzgado con una sonrisa triunfal. No había elementos para involucrarlo y Macchi lo había dejado salir caminando. Afuera reinaba el caos.
Coco
Mouriño agredió a un camarógrafo de Crónica TV y éste le pegó un puñetazo. El pesado fue rodeado por una muchedumbre de periodistas enfurecidos y tuvo que refugiarse en un bar. Su actuación no contribuía, precisamente, a mejorar la imagen de su jefe. Algunos reporteros gráficos, convencidos de que el empresario vinculado a Menem había ordenado el asesinato de su colega, estaban enardecidos. Uno se subió arriba del auto de Yabrán y le caminó por encima desde el baúl hasta el capó. Algunos vecinos de Dolores insultaron al
Cartero y
le provocaron algunos destrozos en el coche, que Don Alfredo denunciaría después ante la Justicia. No pocos periodistas, frustrados y desalentados, conjeturaron que el poder le había ganado una nueva pulseada al derecho. El
Cartero
se perdió en la noche.
Mientras la Pista Yabrán se consolidaba y el expediente caminaba en la dirección sugerida por los hombres que le habían acercado "la posta" al Gobernador, comenzó una nueva fase de lo que
Manolito
Argibay Molina llamaba la "Operación Excalibur". Desde el búnker de Castelli comenzaron a brotar datos sobre cruces telefónicos que sí hacían a la causa, como los de Ríos y Prellezo, junto con otros que nada tenían que ver con el asesinato del fotógrafo y sólo podían obedecer a una clara intención política. En su pelea para que Menem se bajara del caballo de la reelección, Duhalde lo fue "esmerilando" con el Excalibur. El ingenio informático brindado por el FBI permitió analizar en tiempo récord unas setenta y cinco mil llamadas entre los teléfonos de Yabrán y los del resto del mundo. Cuatro mil llamadas comprometían a la Argentina del poder. El escrache fue revelador: había legisladores, jueces, fiscales, funcionarios de alto rango y ministros; también periodistas, prelados y hombres de armas. Por alguna razón, ni Fogelman ni el juez Macchi dieron a conocer los numerosos cruces entre Yabito y varias dependencias del Ejército, que se hacen públicas en este momento. ¿Ríos hablaba con sus antiguos colegas? Tampoco se difundieron ciertas comunicaciones que se hicieron hacia o desde La Plata. Y no se aplicó la filosa espada sobre una llamada recibida por la familia de Prellezo, en la que un misterioso abogado ofrecía un millón de dólares para que el policía se autoincriminara.
La gente esperaba cada nueva revelación del Excalibur como el capítulo de un culebrón. Uno a uno iban saltando todos: Eduardo Menem, María Julia Alsogaray, Alberto Pierri y hasta la propia SIDE, que había hecho circular el Informe de los Tres Círculos, tan ilustrativo de esa maraña de custodios y represores que Don Alfredo se empeñaba en negar.
En la volteada cayó el propio ministro del Interior, Carlos Corach, que salió a enfrentar al
Caballero Negro
y su "caza de brujas informática". El récord lo batió Elías Jassan, el ministro de Justicia, con 102 comunicaciones entre su oficina y la fatídica Yabito. Jassan había cometido el error de negar todo vínculo con Yabrán y el Excalibur lo degolló. Balbuceó explicaciones sobre su conducta y se vio obligado a renunciar. Cavallo brindó. Lo acusaba de ser el hombre que había impulsado la mayoría de las causas judiciales contra él. El Excalibur siguió calentando el ambiente con nuevas revelaciones: había 35 comunicaciones con la propia Presidencia de la República, que llegaban hasta el estratégico despacho de Ramón Hernández, al que algunos periodistas consideraban el valet, el López Rega de Menem. Y allí detuvo su vertiginosa cruzada.
Si Duhalde quería pegar para negociar, había conseguido su objetivo. El 27 de junio, el mismo día en que se hicieron públicas las comunicaciones con la Presidencia, Menem y Duhalde se reunieron en secreto para acordar una tregua que se oficializaría, pocos días después, en la quinta de San Vicente. Allí estuvieron Corach y otros ministros.
Unos días antes, el Presidente había decidido tomar el toro por las astas, ordenando a sus ministros que "blanquearan" sus relaciones con el
Amarillo.
Y en un desafío abierto al Delfín, a Cavallo y a la Alianza, había ordenado que el jefe de gabinete, Jorge Rodríguez, recibiera al empresario en la mismísima Casa Rosada. Militantes juveniles del FREPASO, periodistas de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires y reporteros gráficos de la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina recibieron el convite como una cachetada y organizaron una ruidosa protesta frente a la Casa de Gobierno, en cuyo interior Alfredo Yabrán se sacaba una foto junto a Jorge Rodríguez, sosteniendo, de manera forzada, el volante con la imagen de Cabezas. Cuando se metió en el Mondeo rojo de Ester Rinaldi, alguien le destrozó la luneta trasera. Un rato después, a salvo ya de la ira de los manifestantes, le confesaría a su vocero que había hecho un esfuerzo sobrehumano para no bajarse del auto "y cagar a patadas al hijo de puta que rompió el vidrio". Es probable. Tenía mal carácter y le sobraba coraje físico. Pero no es lo que se vio en la foto que le tomaron. La cara demudada, a través del cristal agujereado y pulverizado. La cara de un hombre que se da cuenta de que el espaldarazo público del gobierno no será suficiente. Un hombre desconcertado. "Al ver esa foto —comentaría después Garganta Tres— comprendí que le habían ganado la partida. Que el tipo estaba perdido. Ningún Padrino real o supuesto puede sufrir tamaña afrenta pública y seguir reinando. No me lo imagino a
Toto
Rina mirando de ese modo por la luneta trasera. La foto que le había tomado Cabezas lo había herido al colocarlo a la luz del día. Pero ésta es la que él secretamente temía. Esta era la foto que equivalía al tiro en la frente".