—Ya no tengo tiempo —le dijo, angustiado—. Quiero estar contigo. Y ayudar a salvar a mi pueblo.
No hubo forma de hacerle cambiar de opinión, de modo que Viana resolvió que lo llevaría consigo hasta Normont y ya se las arreglarían como pudieran.
Y emprendieron el viaje. Viana le había proporcionado a Uri un manto con capucha para que ocultara su aspecto en la medida de lo posible. Aún hacía calor, pero ellos trataban de avanzar de noche o al atardecer, y en aquella época del año empezaba ya a refrescar cuando el sol se ponía por el horizonte. Viajaron por el camino principal, suponiendo que los bárbaros estaban demasiado ocupados para preocuparse en buscar a una fugitiva como Viana de Rocagris, y que incluso los hombres de Robian tenían cosas más importantes en que pensar. Fue una decisión acertada, porque no se encontraban con ninguno de ellos y, además, pudieron hacer buena parte del viaje montados en la parte trasera de un carro de heno que se dirigía a Normont.
Cuando llegaron por fin a la ciudad, Viana extremó las precauciones y trató de evitar las calles principales. No parecía que las cosas hubiesen cambiado mucho durante el reinado de Harak, se dijo. Quizá había más tabernas y más herrerías, y muchos comercios estaban regentados por bárbaros; pero, por lo demás, todo parecía igual que siempre, aunque no podía estar muy segura, ya que en sus anteriores visitas se había alojado siempre en el castillo y apenas había visitado la ciudad.
Reconoció, eso sí, el mercado que solía formarse al pie del castillo durante las celebraciones del solsticio. No parecía tan grande y animado como en otras ocasiones, pero ahí estaba. Perpleja, Viana le preguntó a un ganadero el motivo por el cual se habían reunido allí.
—¿No te has enterado, zagal? —replicó el hombre—. Están llegando a Normont todos los barones del rey Harak con sus tropas. Hay quien dice que se prepara un torneo, pero no se han publicado las normas todavía ni se ha convocado a los caballeros del reino. Quizá la gente de las estepas hace las cosas de otro modo, pero, si quieres mi opinión, pienso que se están preparando para la guerra — añadió bajando un poco la voz—. En uno u otro caso, es buena época para los negocios. Estos días, la ciudad estará repleta de gente. Hombres que tienen que comer o que han de avituallarse para la batalla.
—Entiendo —murmuró Viana.
—No sois de aquí, ¿verdad? —preguntó el ganadero, lanzando una mirada inquisitiva al rostro que Uri ocultaba bajo la capucha.
—No, señor, somos de Campoespino —respondió Viana—. Mi hermano y yo hemos venido a visitar a unos parientes y nos ha sorprendido tanta animación, eso es todo.
Por suerte para ambos, en aquel momento se presentó un cliente, y el hombre se olvidó de los dos muchachos que habían acudido a Normont sin saber que era día de mercados.
Viana deambuló por los alrededores del castillo, incómoda. Aquello estaba lleno de bárbaros. Las tropas de Harak ya habían empezado a llegar a la ciudad y, tal y como los comerciantes habían previsto, repartían su tiempo entre la taberna y el mercado.
Había demasiada gente, y el castillo estaba bien vigilado y fortificado. No tenía nada que ver con Rocagris. No lograría entrar con una treta tan sencilla como hacerse pasar por el primo del porquero. Cuando comprendió esto, Viana sintió crecer su angustia y su desesperación. Se le acababa el tiempo; tenía que encontrar la forma de llegar hasta los toneles de savia y destruido antes de que Harak reunieron a todo su ejército.
Pero le costaba trabajo pensar en un plan, porque estaba experimentando toda una serie de sentimientos encontrados. El castillo de Normont le traía muchos recuerdos. Allí había asistido a las celebraciones del solsticio desde que tenía memoria; sus amplios salones habían sido testigos de sus encuentros con Robian, aquellos primeros besos furtivos, aquellas promesas de amor eterno. Allí, el duque de Castelmar y el padre de Viana habían comprometido el futuro de sus hijos, un futuro que imaginaban brillante y repleto de felicidad.
Pero, también entre aquellos muros, Viana había visto cómo su mundo se desmoronaba pedazo a pedazo. Su padre había muerto, su prometido la había traicionado y el usurpador la había entregado en matrimonio a un hombre brutal y desagradable. Toda su vida se había vuelto del revés… quizá no tanto el día del reparto de doncellas, sino antes… la noche del solsticio de invierno en la que Oki les había contado la leyenda del manantial de la eterna juventud y Lobo había anunciado que los bárbaros preparaban la invasión de Nortia.
—Viana, ¿estás bien? —le preguntó Uri, preocupado por su silencio. Ella volvió a la realidad.
—Sí, estoy… estoy bien. Se hace de noche, Uri; busquemos un lugar donde dormir. Quizá entonces se me ocurra cómo entrar en el castillo, o tal vez mañana, a la luz de un nuevo día.
Urí se mostró conforme.
Cuando ya se alejaban del castillo, tuvieron que apartarse para dejar paso a un carromato que venía por la calle principal. Viana se quedó observándolo con interés porque le resultaba familiar. Enseguida descubrió por qué, y el corazón empezó a latirle con fuerza: se trataba de uno de los carros cargados de barriles que procedían del Gran Bosque. Lo siguió con la mirada, preguntándose si sería capaz de ir tras él hasta el castillo, al menos para tratar de averiguar el destino de aquellos toneles. Pero entonces sintió que alguien la miraba fijamente y alzó la vista, sobresaltada.
Era el brujo. Venía sentado junto al bárbaro que conducía la carreta, y los observaba por debajo de sus espesas cejas grises. Los había visto, no cabía duda.
Había mucha gente a su alrededor, pero solo se había fijado en ellos. Los había reconocido.
—¡Vámonos de aquí! —susurró Viana tirando de la manga de Uri.
No tardaron en perderse entre la multitud. Nadie los siguió, pero Viana escuchó la risa del brujo tras ellos.
No era un sonido agradable.
Encontraron alojamiento en el establo de la posada, donde un mozo los dejó pernoctar con la condición de que el amo no los viera… y a cambio de una de las joyas que Viana llevaba en su zurrón. No era más que un anillo de plata, de poco valor en comparación con las otras alhajas, pero, aun así, a la muchacha le dolió entregárselo. Después de todo, había pertenecido a su madre.
Buscaron un rincón apartado y se prepararon para pasar la noche. Viana se acurrucó entre los brazos de Uri y cerró los ojos para sentir el latido de su corazón.
—No quiero perderte —susurró.
El muchacho no dijo nada. No habían retomado el tema durante el viaje, y Viana se preguntó si hacía mal mencionándolo de nuevo. Quizá debía pasar por alto el hecho de que él tendría que regresar al bosque tarde o temprano, y limitarse a disfrutar de los escasos momentos de tranquilidad que podían compartir antes de que los acontecimientos se precipitaran.
Pero Uri respondió finalmente:
—No está bien.
Viana se incorporó un poco.
—¿El qué no está bien? ¿Te refieres al hecho de que estemos juntos?
Uri sacudió la cabeza.
—Somos distintos, Viana. Yo… no puedo estar contigo. Debo volver…
—Ya sé que somos diferentes. Tú tienes la piel rara y el pelo verde… o tenías el pelo verde. Y has salido del bosque, mientras que yo me he criado en un castillo. Pero ¿y qué? Ambos tenemos dos ojos y una nariz y una boca, tenemos brazos y piernas… No somos tan distintos como crees…
Pero Uri la silenció posando un dedo sobre sus labios.
—No lo entiendes —dijo, y había una intensa angustia en su mirada—. Yo no soy como piensas.
—Bueno, es verdad que nos conocemos desde hace poco, pero eso no me importa, ¿sabes? Yo conocía a Robian desde que éramos niños y, aun así, mira lo que pasó…
Uri negó con la cabeza.
—Viana, te amo. —dijo, casi con desesperación—. Pero no puedo. No debo. Y si tú sabes todo… tú no me amas nunca más.
—No puede ser tan terrible eso que me ocultas, Uri, sea lo que sea —musitó ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Tú eres bueno. Eres una buena persona, yo lo sé, lo he visto. Y te querré siempre, pase lo que pase. Pero ¿por qué…?
No pudo terminar de formular la pregunta, porque en aquel momento se oyó un bullicio procedente del exterior, y Uri se incorporó, alerta.
—¿Qué es lo que pasa? —susurró Viana, y se llevó la mano al cinto, donde guardaba su cuchillo de caza.
No tardó en descubrirlo: el mozo y el posadero entraron por la puerta del establo, seguidos, para horror de Viana, de un grupo de bárbaros. La muchacha se puso en pie inmediatamente y buscó una forma de escapar; pero la única salida estaba ocupada por los hombres que acababan de entrar.
—Están allí, majestad —dijo el posadero señalando a Uri y Viana con el dedo.
—¿Majestad? —repitió Viana, aterrorizada.
—Es así como deben llamarme mis súbditos —se oyó entonces la voz serena de Harak, rey de los bárbaros—. Y tú eres una de ellos, aunque insistas en creer que estás por encima de mi autoridad.
Los bárbaros abrieron paso a su soberano, que entró en el establo sin preocuparse por el olor y la suciedad. Viana retrocedió, alerta, con el cuchillo a punto. Pero sabía que estaba perdida. Lanzó una mirada incendiaria al mozo que los había delatado. Descubrió entonces a otra persona que había entrado justo detrás de Harak: el brujo. Se estremeció al comprender que, tal y como había imaginado, aquel hombre los había reconocido al cruzar la calle principal, y había avisado a Harak de su presencia en la ciudad. Lo miró con profundo odio, pero él no se inmutó. Apenas le prestaba atención: sus ojos estaban clavados en Uri, que se alzaba junto a Viana, desafiante.
—Apresadlos —dijo Harak—. A los dos.
Viana reaccionó.
—¡Espera! —protestó, debatiéndose entre los bárbaros que trataban de inmovilizarla—. Entiendo que tengas algo contra mí, ¡pero Uri no ha hecho nada malo! Déjenlo marchar…
—¿Uri? —repitió el brujo, volviéndose para mirarla con un brillo divertido en los ojos; hablaba con un acento profundo y tosco—. ¿Es así como llamas a este ser? Interesante…
Viana seguía forcejeando, aunque sabía de sobra que no había nada que hacer. Pero en aquel momento, sin embargo, estaba más preocupada por Uri. Los bárbaros lo habían alejado de ella, arrastrándolo hasta los pies del brujo y del usurpador del trono de Nortia.
—No es un «ser», es una persona —replicó—. Deja de mirarlo como si fuera un saco de oro.
El brujo se rio. Era una risa seca, acida. A Viana le puso los pelos de punta.
—Oh, entonces no lo sabes…
—No lo sabe —corroboró Harak, sonriendo con evidente regocijo—. No habrás cometido la estupidez de enamorarte de él, ¿verdad? ¿Qué diría nuestro apreciado Robian si supiera que su encantadora prometida ha caído tan bajo?
—Ya no soy su prometida —saltó Viana, hirviendo de ira—. Y no vas a confundirme. Sé todo lo que hay que saber acerca de Uri.
Pero no era cierto, y todos eran concientes de ello. Viana trataba de aparentar un aplomo que no sentía en realidad. Porque si bien estaba al tanto de que, en efecto, Uri le ocultaba algo muy importante, se negaba a aceptar que los bárbaros hubieran descubierto su secreto antes que ella.
Harak y el brujo se rieron otra vez.
—¿De veras? —dijo Harak, extrayendo una daga del cinto—. Me parece que ha llegado la hora de sacarte de tu error.
Mientras hablaba, le hizo un tajo a Uri en el brazo. El chico gritó y Viana gritó con él, angustiada:
—¿No le hagáis daño!
Sentía que su corazón sangraba por él. En ese momento fue plenamente consiente de lo mucho que lo quería.
—No le hagáis daño… —repitió, y no pudo reprimir un sollozo—. Haré lo que sea… lo que sea…
«Incluso casarme con otro horrible y apestoso bárbaro», pensó de pronto. Cualquier cosa con tal de ver a Uri libre y a salvo. Con tal de volver a contemplar aquella sonrisa en su exótico rostro.
Harak sonrió desdeñosamente.
—¿Qué te hace pensar que todo este es por ti? —le espetó—. No eres más que una mujer descarada que no sabe cual es su sitio.
Viana lo miró sin comprender. El brujo se había inclinado junto a Uri, que temblaba como una hoja, y examinaba con cierta ansiedad el corte que Harak le había hecho.
—Pero reconozco que tienes valor, para ser una mujer —siguió el rey bárbaro—, y creo que mereces saber la verdad. Serás ejecutada mañana al atardecer, en la plaza principal, ante todo aquel que quiera acercarse a verte morir. Tu destino servirá de escarmiento a todos aquellos que osan oponerse a mi poder.
Viana apenas lo escuchaba. Todos sus sentidos estaban puestos en Uri y en el brujo.
—Haz lo que quieras —murmuró a media voz—, pero deja marchar a Uri.
—Aún no lo has entendido —suspiró el brujo; se retiró un poco, y Viana pudo ver por fin, a la tenue luz de las lámparas, la herida sangrante de Uri.
Al principio no comprendió lo que veía. El brazo de Uri estaba embadurnado de una sustancia blanquecina, y Viana pensó que se la había puesto el brujo. Enseguida tuvo que corregir su primera impresión: aquello manaba de la herida de Uri.
—Qué… —pudo decir, desconcertada.
—¿Te parece que un humano puede sangrar así? —dijo el brujo, y cada una de sus palabras resonó en la cabeza de Viana como el golpe de una maza.
—No entiendo…
Se topó con la mirada de los ojos verdes de Uri, cargada de dolor y culpa.
—Viana… perdóname… —le suplicó—. Por favor… salva a mi pueblo…
Harak chasqueó la lengua con disgusto y dio media vuelta para salir del establo. Los bárbaros levantaron a Uri con brutalidad y lo llevaron a rastras, siguiendo a su rey. El brujo caminaba junto a su valioso prisionero, sin quitarle los ojos de encima.
—¡No! ¡Uri! —gritó Viana; trató de abalanzarse tras ellos, pero sus captores no se lo permitieron—. ¿Qué vais a hacer con él? —exigió saber.
Le llegó la voz del brujo, amortiguada por el sonido de las pisadas de los bárbaros mientras salían del recinto.
—Arrancar su corazón de su pecho y exprimirlo hasta la última gota… igual que hemos hecho con todos los demás.
«… igual que hemos hecho con todos los demás».
Las palabras del brujo flotaron un instante más en el aire antes de desvanecerse por completo.
Viana fue apenas conciente de que sacaban a rastras y la llevaban lejos de Harak, del brujo y de Uri, por calles estrechas y oscuras, hasta que desembocaron en la vía que llevaba al castillo. Por fin cruzaba sus muros, pensó con cierta amargura cuando se encontró en el patio. Pero no de la manera que había planeado.