Trató de apartar aquellos pensamientos de su mente y salió de la cabaña para reunirse con Lobo, que ya estaba listo para partir.
—¿A dónde vamos? —le preguntó mientras él echaba un último vistazo melancólico a la cabaña.
—Ya lo verás —gruñó en respuesta.
De modo que Viana se resignó a marchar a través del bosque detrás de Lobo sin pronunciar una sola palabra. Se notaba que su mentor no estaba de buen humor; abandonar su casa le había sentado mucho peor de lo que quería admitir, y Viana se sentía culpable por haber provocado aquella situación. Sí, Lobo le había prohibido asistir a la fiesta y además la había encerrado en la cabaña; pero ella había causado un gran tumulto en el pueblo y se había puesto en peligro innecesariamente. Por segunda vez, Lobo había tenido que salvarla de los bárbaros. Por segunda vez también, Viana había escapado dejado atrás a alguien que podía pagar muy cara su relación con ella. Con una punzada de remordimiento, pensó en Airic y su familia. ¿Los habría puesto en peligro nuevamente? ¿Y qué habría sido de Dorea? «Soy una estúpida», pensó. «Lobo tiene razón: mi soberbia ha estado a punto de costarnos la vida. ¿En qué estaría pensando cuando lancé esa flecha? Me dejé arrastrar por el entusiasmo de Airic. ¡Como si una simple muchacha como yo pudiese acabar con un rey de los bárbaros!».
Entonces recordó, de pronto, que no era una idea tan descabellada. Su lanzamiento había sido bueno. La flecha se había hundido en el corazón de Harak. Y él se la había sacado arrancado tinta de sangre.
Un millón de preguntas inundaron su mente, y no pudo seguir en silencio por más tiempo.
—Mmmm… ¿Lobo?
—¿Qué quieres? —rezongó él.
—Sabes que le he disparado a Harak desde una ventana, ¿verdad?
—Eso es lo que dicen todos. Ya que te has arriesgado de una manera tan estúpida, podrías al menos haber afinado la puntería.
—Ya, bien… De eso quería hablarte. Le acerté.
Lobo se volvió hacia ella de forma tan brusca que Viana estuvo a punto de chocar contra él.
—¿Cómo dices?
—Que le di en el corazón, estoy segura. Y la flecha estaba manchada de sangre cuando se la sacó del pecho.
Lobo volvió a gruñir y reanudó la marcha sin un solo comentario.
—¿Has oído lo que te he dicho? —insistió ella.
—Lo he oído. Y ahora cierra la boca y camina, o no llegaremos antes del anochecer.
Viana reprimió el impulso de preguntar acerca de su destino, pero prefirió no insistir. Lo cierto era que seguía sintiéndose muy culpable, y su fracaso en la Fiesta del Florecimiento le había aportado una gran dosis de humildad. De modo que siguió a Lobo en silencio, a través de terrenos cada vez más intrincados, hasta que el bosque se hizo tan tupido que no había senderos que seguir. Viana se preguntó, inquieta y a la vez emocionada, si llegarían hasta el bosque profundo donde, según Oki y la sabiduría popular, se ocultaban grandes peligros y misterios indescifrables. Pero no tuvo ocasión de pensar mucho en ello, porque debía concentrarse en seguir el ritmo de Lobo. Pese a todo su entrenamiento, le estaba costando mucho avanzar a través de la maleza.
Cuando ya empezaba a anochecer, el bosque se abrió para dar paso a un amplio claro tachonado de hogueras. Viana retrocedió un par de pasos, recelosa; pero entonces se dio cuente de que los hombres que descansaban junto a los fuegos no eran bárbaros. Parecían algo famélicos, vestían gastadas ropas de cuero y piel y estaban bastante desgreñados. Al pie de los árboles había varias chozas, y Viana distinguió frente a algunas de ellas distintas piezas de armamento: cascos, jubones acolchados, escudos, lanzas, mazas, guanteletes, alguna cota de maya y alguna espada.
Resultaba evidente que Lobo los conocía. Se adentró en el claro sin ningún temor, y ellos lo saludaron sin mostrar sorpresa por su presencia, aunque observaron a Viana con cierta curiosidad.
—¿Quiénes son estos hombres? —le preguntó a Lobo con un susurro.
—Lo que queda del ejército del rey Radis —respondió él.
Viana ahogó una exclamación de sorpresa y volvió a pasear la mirada por el lugar. No reconoció a nadie; ninguno de los amigos de su padre estaba allí. Parecía que solo algunos soldados habían sobrevivido a la guerra contra los bárbaros. Los barones del rey se habían visto obligados a elegir entre servir a Harak o morir, pero los hombres de a pie no eran tan importantes. Afortunadamente para ellos.
—¿Por qué no han vuelto a sus casas? —quiso saber Viana.
—Muchos ya no tienen casas a las que volver. Algunos, sin embargo, se han traído a sus familias con ellos —añadió Lobo señalando al fondo del campamento.
Viana descubrió algunas mujeres y un grupo de niños que jugaban en silencio frente a una choza un poco más grande. Fue entonces cuando le llegó el olor a guiso de conejo que estaban preparando en un enorme caldero.
—No se está tan mal aquí —dijo Lobo—. Acabarás por acostumbrarte.
Viana quería formular miles de preguntas, pero se mantuvo en silencio porque dos hombres les salieron al encuentro. El primero de ellos era alto, rubio y desgarbado; el otro, más fornido, lucía una descuidada barba castaña.
—Has vuelto antes de lo que esperábamos, Lobo —dijo éste—. ¿A quién nos has traído?
—Hemos venido a unirnos a vosotros —replicó él—, si tenéis sitio para dos más. No supondremos una carga; tanto la dama como yo sabremos buscarnos el sustento.
Los dos hombres miraron a Viana con renovada curiosidad, y ella adivinó que hasta aquel momento no se habían dado cuenta de que era una mujer.
—¿Has venido a quedarte? —repitió el rubio con sorpresa—. ¿Por qué?
—Porque me apetece —gruñó Lobo— y porque la dama nos ha puesto en peligro a todos y me he visto obligado a abandonar mi casa por su culpa.
Viana sintió que enrojecía. Quiso aclarar que ella había estado a punto de liberar a Nortia del rey opresor, pero siguió callada, entre otras cosas porque aún no comprendía lo que había pasado en la aldea, ni por qué Harak seguía vivo, cuando debería haber caído fulminado del caballo.
—Pero vayamos junto al fuego —concluyó Lobo—, y ella nos lo explicará con más calma.
Viana no tenía el menor deseo de ser el centro de atención. Lanzó una mirada irritada a Lobo, pero este le respondió con una media sonrisa cargada de ironía, y la muchacha comprendió que era su castigo por haberle desobedecido.
Ya sentados todos juntos a la hoguera, sus anfitriones les ofrecieron sendas escudillas de guiso de conejo y un par de de vasos de cuero repletos de una cerveza fuerte y amarga. A Viana, acostumbrada a beber agua del arroyo, no le gustó, pero se mojó los labios para no parecer descortés.
Cuando hubieron saciado su hambre, Lobo declaró:
—Amigos, esta muchacha es la hija del duque Coven de Rocagrís, que, como muchos de vosotros sabéis, cayó en la batalla contra Harak. Algunos habéis oído hablar de ella: la casaron, como el resto de las damas de Nortia, con el jefe de uno de los clanes bárbaros. Pero ella acabó con la vida de su esposo, huyó de Torrespino y se refugió en el bosque, donde ha estado viviendo desde el último otoño. Salta a la vista el resultado — añadió, socarrón.
Viana enrojeció al sentir todas las miradas sobre ella, fijándose en su ropa de hombre y sus cabellos cortos.
—¿Fuiste tú quien mató a Holdar? —preguntó entonces uno de los presentes.
Ella asintió, reacia a hablar del tema.
—En realidad fue un accidente —trató de explicar—. Forcejeamos, cayó hacia atrás y…
—El caso es que lo mató —interrumpió Lobo—. Y ahora se le ha metido en la cabeza que también puede acabar con el rey de los bárbaros.
Hubo murmullos, bufidos de escepticismo y risas sofocadas. Lobo insistió en que su pupila debía contar, con pelos y señales, su experiencia en la Fiesta del Florecimiento; así que Viana, titubeando y muerta de vergüenza, relató cómo había escapado de la cabaña, desobedeciendo las instrucciones de Lobo, y se había paseado por la aldea sin apenas ocultarse. Contó entonces su encuentro con Airic y su experiencia en el desván de la casa del herrero: cómo había visto llegar a al comitiva del rey Harak (omitió el detalle de que Robian se encontraba entre sus acompañantes) y cómo había cargado el arco y aguardado el momento oportuno.
—Y le disparé una flecha en el corazón —concluyó Viana en voz baja—. Di en el blanco, estoy convencida. Pero Harak no murió. Se arrancó la flecha del pecho y lanzó a sus hombres contra mí.
Sobrevino un pesado silencio. La joven se arrepintió de haber contado aquello, porque en el fondo estaba segura de que nadie la creería. Debería haber confesado que había fallado, que no había acertado al rey en el corazón. Alzó la cabeza y miró a su alrededor, tratando de interpretar la expresión de los soldados. Para su sorpresa, no parecía haber ningún atisbo de burla o incredulidad en sus miradas. Por el contrario, todos se mostraban presos de un extraño temor reverencial.
—Os lo dije —habló entonces uno de los guerreros—. Os dije que era verdad.
—Entonces, ¿los rumores eran ciertos? —preguntó otro con un estremecimiento.
Lobo sacudió la cabeza.
—Ya hay varios testimonio —dijo—. Puede que sea algo más que una simple superstición, y sin embargo…
—¿Por qué no quieres creer, Lobo? —saltó el soldado rubio que los había recibido a su llegada—. ¡Todo el mundo lo sabe, pero tú, viejo cabezota, niegas lo evidente!
Lobo lo acalló con una sola mirada.
—¿Aún no te has dado cuenta, Garrid? —gruñó—. Dar crédito a semejantes rumores implica aceptar que hemos perdido.
Los soldados acogieron sus palabras con un silencio pesaroso.
—¿Quién dice que hayamos perdido? —intervino entonces una mujer con descaro.
Viana se sorprendió al reconocerla: era Alda, la cocinera de Torrespino. Parecía más curtida y estaba algo despeinada, pero se trataba de ella, sin duda. Sonrió a la muchacha a modo de saludo, apuntó a Lobo con un cucharón de madera y le reprochó:
—Tú, no vengas a confundir a mis muchachos. Hay un término medio entre no hacer caso de los rumores y asumir que ya no hay esperanza para Nortia.
—Tal vez —admitió Lobo acariciándose la barbilla—. Pero, si es así, yo todavía no lo he encontrado.
—Disculpad —intervino entonces Viana con timidez—. ¿De qué rumores estáis hablando?
Los presentes se miraron unos a otros. Finalmente, fue Garrid quien respondió:
—Dicen, señora, que ese Harak está encantado.
—Y que hizo un pacto con el diablo —añadió otro de los soldados.
—Yo he oído decir que es el diablo en persona.
—A mí me han contado que es el hijo de una bruja.
—En cualquier caso, nadie lo puede tocar.
—Se cuenta, en realidad, que ni siquiera tiene corazón.
—Sí, porque se lo entregó al diablo para que lo hiciera imbatible.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Viana, confundida. Lobo lanzó un suspiro exasperado y sacudió la cabeza.
—Lo que se cuenta por ahí es que ese mal nacido es invulnerable: sus heridas se curan de forma espontánea, no lo afectan los venenos y es inmune a todas las enfermedades.
Viana rumió aquella información.
—Entonces, ¿por eso mi flecha no lo mató?
—Es posible, muchacha. Pero no lo sabemos con certeza. Puede que sea cierto o puede que se trate solo de una creencia estúpida y sin fundamento. En cualquier caso, a Harak le viene muy bien que haya quien piense que es indestructible. Eso hace que aumente el terror que le tiene la gente sencilla.
—Pero —objetó Viana, que seguía pensando intensamente—, aunque los rumores fueran ciertos… si, por ejemplo, alguien le cortara la cabeza… no creo que pudiera volver a colocársela en su sitio sin más, ¿no?
—¿Qué te decía, Lobo? ¡La dama piensa más y mejor que todos vosotros juntos!
Viana enrojeció de placer. Pero su tutor no tardó en ponerle los pies en el suelo.
—Pudiera ser —gruñó—, pero primero habrá que ver si existe alguien capaz de acercarse lo bastante a Harak como para rebanarle el pescuezo.
La joven asintió, abatida. Lobo la miró y pareció ablandarse un poco.
—No le des más vueltas —concluyó—. Has cometido una imprudencia, pero has sobrevivido. No todos pueden decir lo mismo, pequeña. A menudo, la primera negligencia suele se la última.
Viana sacudió la cabeza.
—Pero disparé bien, Lobo. Te lo juro.
—A veces las flechas hacen cosas raras. ¿Te he contado alguna vez cómo perdí esta oreja? Estábamos asediando el castillo de un barón rebelde. Había arqueros en las almenas, pero estaban entrenados para disparar sus flechas todos a la vez, ya sabes, lanzarlas al aire para que cayeran sobre nosotros como una lluvia mortífera. Así que nos bastaba con cubrirnos con los escudos cuando los veíamos venir. Bueno, pues entre una gran habilidad con el arco y muchas dificultades para acatar ordenes. El rey estaba dirigiendo la carga contra el portón, pero yo guiaba a un grupo de soldados que trataba de escalar un muro menos protegido. En el fragor de la batalla perdí mi casco, y no me preocupé por hacerme con otro. Y el chico se dio cuenta de que estaba a tiro.
»Me dijeron después que me apuntó entre los ojos. Y que raramente fallaba un disparo a esa distancia. En fin… Podía haber muerto aquella tarde, pero algo, quizá una brizna de viento, quizá una flecha mal compensada… me salvó la vida. Aunque me arrebató la oreja.
»Ese día aprendí dos cosas: que el azar es caprichoso y que siempre hay que llevar el casco bien amarrado. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Viana asintió sin una palabra, aunque no estaba del todo de acuerdo. Le habría gustado creer que, en efecto, había errado el tiro; pero estaba convencida de que no era cierto.
Lobo le dio un par de palmaditas en el hombro y se alejó para saludar a alguien. Viana se quedó sola junto a la hoguera, pensando. El soldado a quien Lobo había llamado Garrid se sentó junto a ella.
—No hagáis caso de todo lo que dice, mi señora; es un tipo obstinado.
—Llámame Viana, por favor —pidió ella; hacia mucho tiempo que sentía que ya no merecía aquel tratamiento.
—Está bien… Viana —dijo Garrid con cierto esfuerzo.
Viana sonrió para sus adentros, y entonces recordó que Lobo también había sido un noble caído en desgracia, según le había contado Belicia. Sin embargo, la gente que vivía en aquel campamento lo trataba como una familiaridad desconcertante.