Cuando llegó al pueblo, la fiesta estaba ya casi en su apogeo. El mercado bullía de vida y había un buen número de juglares y saltimbanquis actuando en las plazas y las esquinas.
Viana se acordó de Oki. Parecían haber pasado siglos desde que aquel hombre tan peculiar les había contado la historia del viajero que había acampado en las lindes del Gran Bosque. La muchacha sonrió para sí misma. En todo aquel tiempo, nunca se había topado con ninguna extraña anciana que luego resultara ser una doncella de belleza ultraterrena. Nada había visto en el bosque que le pareciera insólito o sobrenatural, por lo que había llegado a creer que todo lo que se contaba acerca de él no eran más que cuentos para asustar a los niños.
Sacudió la cabeza para apartar aquellos pensamientos de su mente y se concentró en tratar de encontrar a Dorea entre la multitud. Por si acaso, se caló bien la capucha y procuró pasar desapercibida.
No tardó en dejarse arrastrar por la marea multicolor que inundaba el pueblo. La música se elevaba hasta un cielo brillante y despejado.
También había algunos bárbaros disfrutando de la fiesta. Viana tuvo que reconocer que, para ser invasores, se había adaptado bastante bien a las costumbres de Nortia… especialmente si esas costumbres incluían baile, bebida y mujeres.
Pronto olvidó el propósito de su excursión a Campoespino. Había mucho que ver y en los últimos tiempos no había tenido ocasión de divertirse, ni cuando vivía con Holdar ni ahora que se había convertido en una proscrita. Vagó, pues, de un lado a otro, deteniéndose en todos los puestos y escuchando todas las canciones, aunque no se atrevió a participar en el baile de la plaza mayor. Allí, muchachas campesinas, con el cabello adornado con guirnaldas de flores, tentaban a los chicos del pueblo y los invitaban a unirse a una enérgica danza.
Había, sin embargo, un buen número de mozas que bailaban solas, y Viana descubrió entonces que quedaban pocos muchachos en Campoespino. Muchos de ellos habían caído en la resistencia contra los invasores. Otros habían emigrado a los reinos del sur, en busca de un futuro mejor. Paseando la mirada por la plaza, Viana comprendió que, en realidad, aquella alegría generalizada era solo aparente. Los nortianos no habían olvidado que celebraban su milenaria Fiesta del Florecimiento solo porque los bárbaros se lo permitían. Había un poso de tristeza bajo aquellas risas forzadas.
Aun así, a Viana le gustó la danza, tan briosa y desenfrenada; le hizo pensar en los bailes a los que había asistido cuando aún era noble. En ellos, todos los pasos estaban perfectamente medidos, y de igual modo estaban reglamentados otros detalles, como la distancia que los jóvenes debían guardar entre sí, los gestos y actitudes que estaban permitidos y los que faltaban a las normas del decoro. El baile campesino le pareció más auténtico, una verdadera expresión de los sentimientos de los danzantes. Su música era vivaz y pegadiza, y Viana se imaginó a sí misma con un vestido de aldeana y una corona de flores en el pelo, y se preguntó a quién invitaría a bailar.
Pensó en Robian y un aguijonazo de melancolía le traspasó el corazón. Hacía mucho que no se acordaba de él. Había estado ocupada con otras cosas como, por ejemplo, sobrevivir al invierno en el bosque, y no había tenido tiempo de pensar en qué haría o qué diría si volviera a verlo. El rencor que había experimentado tiempo atrás parecía haberse derretido con los primeros rayos del sol de primavera.
Se preguntó si, ahora que era mayor y más sabia, sería capaz de entender los motivos de su traición. Tenía que hablarlo con Lobo. Sabía que él despreciaba profundamente a los traidores, pero era un caballero que había tenido un dominio a su cargo. Robian había heredado Castelmar de la noche a la mañana, y probablemente se habría considerado un fracasado si se hubiese visto incapaz de mantener las propiedades de su familia un solo día. Quizá por eso había optado por rendirse a los bárbaros.
Pero ¿qué habría preferido el duque Landan? ¿Perder su dominio con honor o conservarlo como traidor?
Viana era una doncella y no había tenido opción. Sin embargo, de haber nacido varón… ¿qué habría esperado su padre de ella?
Con un suspiro de pesar, la muchacha se alejó de la plaza donde los jóvenes seguían danzando, y se internó por las callejuelas del pueblo. Trató de centrarse en lo que había ido a hacer allí: buscar a Dorea. Y supo entonces por dónde debía empezar.
Se acercó al puesto del zapatero y le preguntó:
—Disculpad, ¿haríais el favor de indicarme dónde puedo encontrar el herbolario?
El hombre dio un respingo y la miró de forma extraña. Viana se preguntó qué habría hecho mal, y entonces se dio cuenta de que, perdida en los recuerdos del pasado, había recuperado parte de sus modales cortesanos.
Y había olvidado fingir una voz varonil. Sin embargo, decidió que sería mejor mostrar seguridad en sí misma, por lo que sostuvo la mirada del zapatero mientras aguardaba una respuesta.
Él se aclaró la garganta, repuesto ya de la sorpresa.
—El herbolario… —murmuró—. Claro, herbolario… Girad a la izquierda en la siguiente esquina y lo hallaréis al final de la calle. Viana inclinó la cabeza.
—Muchas gracias —respondió, y se alejó de allí, turbada por la extraña actitud del zapatero. ¿Acaso la habría reconocido?
En ese momento cayó en la cuenta de que no se había llevado su manto. Hacía ya tiempo que no se lo ponía porque el tiempo era más caluroso, y había olvidado que no lo usaba solo para abrigarse, sino también para ocultar su identidad. Sin embargo, con el ajetreo de su huida, pasó por alto aquel detalle, y sus formas femeninas se podían adivinar con bastante facilidad debajo de sus ropas.
Reprimió una maldición. Tuvo que reconocer que Lobo no andaba muy desencaminado cuando le reprochaba que mostrar demasiada confianza en sí misma la volvía descuidada y la ponía en peligro.
Por fortuna, había mucha gente en las calles y muchas cosas con las que distraerse. Aun así, se caló bien la capucha.
No tardó en divisar el puesto del herbolario. Al echar un vistazo desde su posición, el corazón le dio un vuelco: allí estaba Dorea, regateando con el dueño por un manojo de hojas secas. Viana se puso de puntillas para tratar de verla por encima de las cabezas de la multitud. Si, era ella. Parecía un poco más vieja y cansada, pero…
Entonces, como si hubiese sentido su mirada, Dorea alzó la cabeza. Y sus ojos se encontraron con los de Viana.
Ella quiso gritar su nombre, pero le falló la voz. En aquel momento, alguien la empujó al pasar y la joven perdió de vista a su nodriza. Cuando volvió a mirar, Dorea ya no estaba.
Viana trató de abrirse paso entre la gente, pero, antes de que pudiera alcanzar el puesto del herbolario, tropezó con un muchacho de unos once o doce años. Murmuró una disculpa y se dispuso a seguir su camino. Sin embargo, el chico lanzó una exclamación ahogada, y Viana se volvió hacia él para comprobar que no lo hubiera pisado o algo parecido.
Pero no parecía dolorido. Solo la miraba fijamente, como si hubiese visto un fantasma.
—¡Sois vos! —susurró—. ¡Habéis vuelto!
Viana, incómoda, no sabía qué responder.
—Me confundes con otro, muchacho —murmuró, tratando de imprimir a su voz un tono más grave. Pero él negó con la cabeza.
—¡No vayáis allí! —le advirtió, tirando de la manga de su jubón—. ¡Es una trampa!
Viana alzó de nuevo la vista para mirar al puesto del herbolario. Y descubrió a un par de bárbaros que remoloneaban por allí, aparentemente ociosos. Recordó entonces la expresión del rostro de Dorea en aquel breve instante en que sus ojos se habían cruzado. ¿Habría tratado de advertirla?
¿Por eso había desaparecido de aquella forma? ¿Sabían los bárbaros que estaba allí? ¿La había utilizado como señuelo?
Eran demasiadas preguntas. Confusa, Viana se dejó arrastrar por el muchacho hasta un callejón desierto y silencioso. Pero se desembarazó de él cuando se dio cuenta de que insistía en conducirla al interior de una casa.
—¡Espera un momento! ¿A dónde me llevas? ¿Por qué me estás ayudando?
El chico alzó la mirada hacia ella. Era un aldeano como tantos otros: vestía gastadas ropas de lana, que pronto se verían sustituidas por prendas de lino cuando llegase el verano, y llevaba el pelo sucio y revuelto. Su rostro mostraba algunos churretones de mugre, pero sus ojos negros brillaban con determinación.
Y, sin embargo, a Viana le resultaba familiar.
—Porque sé quién sois vos —dijo él, y su voz vibraba de emoción—. Os debo la vida.
Viana ladeó la cabeza y se quedó mirándolo. Entonces lo reconoció.
Era uno de los hijos de aquella pobre mujer que había acudido al castillo en busca de un poco de comida para su familia, una noche de tormenta, a principios del otoño.
—¡Tú! —exclamó—. Ya te recuerdo. ¿Cómo está tu madre? ¿Y tus hermanos?
El muchacho pareció sentirse enormemente orgulloso de que ella supiese quién era. Parpadeó rápidamente, y Viana adivinó que estaba tratando de contener las lágrimas.
—Todos bien, gracias, señora… Bueno, menos el pequeño, que murió durante el último invierno.
—Lamento oír eso —murmuró Viana apenada; sin embargo, él se encogió de hombros.
—Hizo mucho frío —fue lo único que dijo—. Pero vos habéis vuelto a Campoespino —añadió, animado—. Siempre dije que regresaríais para destruir a Harak.
Viana se sintió desconcertada.
—¿Destruir a Harak? —repitió, como si no hubiese oído bien—. ¿Y cómo se supone que voy a hacer eso?
—No sé… Voz matasteis a esa mala bestia de Holdar y os ocultasteis en el Gran Bosque, y seguís viva… Os atrevisteis a desafiar a los bárbaros, yo vi que os enfrentasteis a vuestro esposo sin ningún temor, aunque él era mucho más grande y fuerte que vos —y la contempló con rendida admiración.
Viana comprendió la lógica de aquel muchacho: ya que había matado a un jefe bárbaro, no le resultaría difícil terminar con la vida de otro.
¿Sería cierto? ¿Podría ella enfrentarse a Harak?
Un aluvión de sentimientos la inundó por dentro. Recordaba muy bien al rey bárbaro y la prepotencia con la que la había tratado, entregándola a uno de sus hombres como si fuera un bien material: un castillo, un molino o un caballo de pura raza. Solo un medio para alumbrar a los hijos de los invasores que heredarían los señoríos de Nortia. Viana aún hervía de ira al evocar la humillante ceremonia en la que las damas de alcurnia del reino habían sido repartidas entre los jefes de los clanes como en una subasta de ganado. Sí; no podía negar que había soñado con hacérselo pagar a Harak, con ensartar su cuerpo con flechas hasta que los erizos del Gran Bosque lo confundieran con uno de sus parientes.
¿Sería capaz de hacerlo? ¿Precisamente ella?
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por las palabras de su acompañante:
—Entonces, mi señora… ¿no habéis venido a la fiesta para matar al rey Harak?
Viana se volvió hacia él.
—¿Qué quieres decir? ¿Harak está aquí?
El muchacho la miró con cierta desconfianza, como preguntándose cómo era posible que su heroína fuese tan despistada.
—Pues claro; llegó hace un par de días y se aloja en Torrespino, con Hundad. El sucesor de Holdar. El nuevo jefe de su clan —añadió.
—Ya sé quién es Hundad —replicó Viana—. Entonces, ¿Harak está aquí?
¿Ha asistido a la Fiesta del Florecimiento? El chico asintió con energía.
—Dicen que ha venido a inspeccionar el dominio, pero yo creo que es una trampa, que lo que quiere es atrapar a los rebeldes.
Viana sabía perfectamente que no había tales rebeldes, y se dijo a sí misma que Harak no parecía un hombre propenso a creer en rumores y habladurías. Si era cierto que había preparado una trampa, sin duda, estaba destinada a ella.
—Hablo en serio —insistió el muchacho—. ¿No lo veis? ¡Incluso ha puesto un cebo para atraerlos!
—¡Un cebo! —repitió Viana—. ¡Dorea!
Pero su informador sacudió la cabeza.
—¿Dorea? No sé quién es esa —dijo—. No, mi señora, el cebo es el propio rey Harak. O el caballero que lo acompaña, no sé —añadió tras un instante de duda.
Viana acababa de descubrir que Lobo tenía razón: no debería haber acudido a la Fiesta del Florecimiento, porque la estaban esperando. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué Harak la veía como una amenaza? «O tal vez me considera una pobre ilusa que apunta demasiado alto», pensó, «y por eso no teme exponerse ante mí. Después de todo, todavía querrá castigarme por la muerte de Holdar».
Pero no había tiempo para pensar en eso: tenía otras cosas más urgentes que hacer.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Airic, señora —respondió él, con una torpe reverencia.
—Bien, Airic… ¿sabes dónde puedo encontrar a Harak?
El chico la contempló, radiante de alegría y admiración.
—Por supuesto, mi señora. Acudirá a la plaza con Hundad para que los regidores de las aldeas le rindan pleitesí. Eso será al mediodía, creo.
Viana miró hacia el sol, que estaba casi en su punto más alto. Después, disimuladamente, echó un vistazo hacia la callejuela donde había visto a Dorea. ¿Era todavía una mujer libre? ¿La habían capturado los bárbaros y la estaba usando de señuelo? ¿Dónde estaba la trampa: en el puesto del herbolario, con Dorea, o en la plaza donde se hallaría Harak?
Viana trató de atar cabos. Si Dorea era un cebo, no le haría ningún bien cayendo en la trampa. Y si Harak esperaba que Viana lo atacase a él directamente… entonces Dorea no estaba en peligro, ni tenía nada que ver con la trampa que supuestamente le habían preparado los bárbaros.
Recordó lo que Lobo había dicho en alguna ocasión acerca de los invasores: había que tomarlos por sorpresa, porque siempre esperaban que se les atacara de frente, ya que así era como luchaban ellos.
Quizá aún tuviera alguna oportunidad. Agarró a Airic por el hombro.
—Tengo que encontrar un punto elevado cerca de la plaza —le dijo—. ¿Me ayudarás?
El chico lo pensó un instante, a todas luces extrañado por la petición de Viana, y dijo al fin:
—Está el taller del herrero. Vive en una casa grande porque su familia es muy numerosa y, bueno, porque se lo puede permitir. Tiene dos pisos sobre la plata baja. Y está en la misma plaza.
—¡Eso será perfecto! —asintió Viana—. ¡Llévame hasta allí!
El muchacho, dejándose contagiar por su entusiasmo, la guió por callejuelas estrechas y oscuras, tratando de evitar la zona del mercado.