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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan

BOOK: Donde los árboles cantan
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Viana, la única hija del duque de Rocagrís, está prometida al joven Robian de Castelmar desde que ambos eran niños. Los dos se aman y se casarán en primavera. Sin embargo, durante los festejos del solsticio de invierno, un arisco montaraz advierte al rey de Nortia y sus caballeros de la amenaza de los bárbaros de las estepas… y tanto Robian como el duque se ven obligados a marchar a la guerra. En tales circunstancias, una doncella como Viana no puede hacer otra cosa que esperar su regreso… y, tal vez, prestar atención a las leyendas que se cuentan sobre el Gran Bosque… el lugar donde los árboles cantan.

Laura Gallego García

Donde los árboles cantan

ePUB v1.1

Dirdam
12.04.12

Cubierta: Cris Ortega

Editorial: SM

Publicación: 2011

ISBN: 978-84-675-5003-0

A Rafa Beltrán

con cariño y agradecimiento

por introducirme en el mundo de caballerías,

magia y aventuras que inspiró esta novela.

Larga vida a don Belianís.

Primera parte: Viana

Al segundo día atravesaron el País de los Árboles Cantores.

Cada uno de los árboles tenía una forma distinta, de que se llamara así esa tierra era que se podía escuchar su crecimiento como música suave, que sonaba de cerca y de lejos y se unía para formar un potente conjunto de belleza sin igual en toda Fantasía.

Se decía que no dejaba de ser peligroso caminar por aquella región, porque muchos se habían quedado encantados, olvidándose de todo.

Michael Ende
,

La historia interminable

Capítulo I

De la celebración, del solsticio, del relato del juglar y de la advertencia del caballero.

Todos los años, la víspera del solsticio de invierno, el rey reunía a sus nobles en el castillo de Normont para conmemorar el aniversario de su coronación.

Había sido así desde que se tenía memoria. Todos los reyes de Nortia habían ascendido el trono en el solsticio de invierno, incluso si sus predecesores fallecían en cualquier otro momento del año. Por ello, con el tiempo, la celebración se había vuelto cada vez más festiva y menos solemne. Había justas durante el día, y un gran banquete con música y danza por la noche. Los barones del rey acudían con sus familia y sirvientes, por lo que, durante un par de jornadas, el castillo era un auténtico hervidero de gente.

También en la ciudad se respiraba un ambiente especial. Comerciantes de todas partes acudían a Normont aprovechando el momento, y en torno al castillo se formaba siempre un colorido y animado mercado.

Viana y su padre, el duque Corven de Rocagrís, nunca habían faltado a la fiesta del solsticio de invierno, ni siquiera el año en que se presentaron de luto riguroso por la muerte de la duquesa. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, y los malos recuerdos parecían haber quedado atrás. Ahora, Viana llegaba a Normont llena de ilusión porque sabía que, la próxima vez que sus ojos contemplaran las torres desde el recodo, en la primavera, sería para casarse con su amado Robian.

Ambos habían nacido el mismo día, pero aquí se acababa el parecido entre ellos: Viana de Rocagrís había visto la luz de su primer amanecer en cuanto abrió los ojos, grises como el alba, y su pelo era del color de la miel más exquisita. Pero no pareció impresionarle demasiado el hecho de nacer, ya que pasó el resto del día durmiendo, y con el tiempo demostró ser un bebé dócil y somnoliento que dedicaba encantadoras sonrisas a todo el mundo. Robian de Castelmar, por el contrario, había llegado al mundo horas más tarde, cuando la noche ya se abatía sobre la tierra, y era un chiquillo inquieto y llorón, con una indomable mata de pelo castaño que con los años se encresparía, enmarcado un rostro afable y apuesto. Los padres de ambos eran buenos amigos, y habían combatido juntos en las guerras contra los bárbaros. Sin embargo, y aunque todo el mundo lo daba por hecho, no se habló de boda hasta después de que la madre de Viana muriera.

En aquel solsticio de invierno en el que Viana y su padre habían ido a la corte vestidos de luto, este había confesado que se veía incapaz de tomar otra esposa que sustituyera a su adorada Sidelia. Como no tenía hijos varones ni intención de engendrarlos con otra mujer, la opción más lógica era comprometer a Viana con el joven Robian y unir así los dominios de ambas familias.

Viana recordaba aún el momento en el que el rey Radis había dado su beneplácito al compromiso. Sus ojos habían buscado los de Robian, que se alzaba junto a sus padres, muy serio, al otro lado de la sala. Pero él le sonrío cálidamente al sorprender su mirada, y Viana se ruborizó al sentir de pronto como si un centenar de mariposas echaran a volar a la vez en el interior de su pecho, rozando su corazón con alas luminosas.

Y todo ello a pesar de que no era aquella la primera vez que se veían. Habían jugado juntos desde niños y compartido risas y confidencias, con una intimidad que en cualquier otra circunstancia habría resultado inadecuada entre dos jóvenes de distinto sexo. Pero sus progenitores habían alentado aquella amistad, previendo que con el tiempo se convertiría en algo más.

A Viana no le importaba que su futuro matrimonio con Robian fuese concertado. Al contrario, se sentía increíblemente afortunada. Su amiga Belicia, hija de los condes de Valnevado, solía bromear al respecto, vaticinando que, mientras Viana disfrutaría de las atenciones de un esposo joven y guapo, a ella la casarían con un caballero viejo y artrítico. Viana no podía menos que darle la razón. Además, ambos estaban profundamente enamorados. De hecho, Robian le había confesado en más de una ocasión que, si sus padres no los hubiesen comprometido, él mismo la habría secuestrado para casarse con ella.

La joven sonrió, recordando todos los momentos maravillosos que habían pasado juntos. Cuando su palafrén traspasó las puertas del castillo de Normont, su corazón se aceleró al preguntarse si Robian y su familia habrían llegado ya. Pero se comportó como toda una dama, serena y regia, cuando ella y su padre desmontaron en el patio y acudieron con sus servidores más cercanos al salón del trono para rendir pleitesía a la familia real. Después se reunieron con los demás nobles en la explanada donde se iban a celebrar las justas. El campo presentaba un aspecto magnífico: todo, desde las tiendas de los participantes a los cadalsos en los que se situarían los espectadores, proclamaba la riqueza y prosperidad de Nortia. Más allá se extendía el mercado; Viana no tenía permiso para mezclarse con la plebe, pero en una ocasión, ella y Belicia lo habían visitado en secreto, y la joven había quedado prendada de aquel mundo tan diferente al suyo. En aquel momento, sin embargo, las columnas de humo, los penetrantes olores y los toldos multicolores no le llamaron la atención. Sus ojos buscaban a Robian entre la multitud, pero fue Belicia quien corrió hacia ella con los ojos brillantes.

—¡Viana! ¡Viana! —la saludó, tomándola de las manos—. ¡Qué alegría verte de nuevo! ¿Has visto al príncipe Beriac? ¡Está más apuesto que nunca!

Viana sonrió. Cuando eran niñas, ambas solían soñar con un futuro brillante: Viana se casaría con su amado Robian, y Belicia sería la elegida del príncipe Beriac, que la convertiría en princesa de Nortia, y después, en su reina.

Ambas sabían que eso no iba a suceder jamás, y que Beriac se casaría con la hija del rey de algún lejano país. Pero en secreto seguían llamando al príncipe «el futuro esposo de Belicia», y Viana sospechaba que su amiga estaba de verdad enamorada de él, aun sabiendo que Beriac jamás podría corresponderla.

Viana admiraba la entereza de Belicia y la forma en que fingía que todo aquello no era más que un juego.

—¡Y va a participar en la justa, Viana! —siguió parloteando—. Seguro que este año me pide una prenda. «Otorgadme vuestro favor, mi dama, y con él venceré en esta batalla» —recitó, imitando la voz del príncipe—. «Oh, por supuesto, mi señor, derrotad a vuestros enemigos por mí» —concluyó con tono afectado, extendiendo ante ella un pañuelo de encaje como si se lo ofreciera a un pretendiente invisible.

Viana se echó a reír y las dos se abrazaron, emocionadas por estar juntas otra vez. Los territorios de sus respectivas familias se encontraban demasiado lejos como para que pudiesen verse a menudo, y los mensajeros no llevaban sus cartas con la celeridad que ellas habrían deseado. Y, aunque Belicia había pasado el verano en Rocagrís, a ambas les parecía que había transcurrido mucho tiempo desde entonces.

—He visto a Robian en el patio delantero —le confirmó Belicia con una sonrisa traviesa—. Iba de camino a las caballerizas.

El corazón de Viana empezó a latir como un corcel desbocado.

—Anda, ve —la animó su amiga—. Nos encontramos después, en el palco.

Viana corrió hacía las cuadras, ante los gestos de desaprobación de algunas viejas damas y la mirada benevolente de su padre.

Se topó con Robian cuando este salía de los establos, y se lanzó literalmente a sus brazos. El muchacho la sujetó por la cintura y la alzó en volandas, ante las exclamaciones de sorpresa de Viana. Después la tomó de la mano y tiró de ella hasta llevarla a un rincón más apartado, lejos de miradas indiscretas.

—¡Viana! —exclamó, con los ojos brillantes de alegría—. ¡Cómo te he echado de menos!

—Y yo a ti —susurró ella.

Los dos se fundieron en un beso apasionado. A Viana no le importó que Robian oliese a sudor, a cuero y a caballo: había cabalgado desde muy lejos para llegar hasta allí.

—Es extraño —le dijo—. Tengo la sensación de que pasábamos más tiempo juntos cuando éramos niños que ahora que estamos prometidos.

—Entonces las cosas eran más sencillas —respondió Robian con un suspiro pesaroso—. Pero ya soy casi un caballero, y tengo responsabilidades en Castelmar. He de aprender a administrar el dominio porque, algún día, será mío.

—De los dos —corrigió Viana, radiante de felicitad al pensar, una vez más, en su futura vida en común.

Robian asintió, sonriente.

—Pero después de la boda… estaremos juntos para siempre —le prometió. La muchacha hundió los dedos en el cabello rizado de Robian y, sin poder resistirse a la tentación, lo besó de nuevo. Él rio, sorprendido por su audacia, pero correspondió a su beso.

Y justo entonces sonaron las trompetas llamando a las justas. Robian suspiró y se separó de su prometida, contrariado.

—Ve —lo animó ella—. Es tu oportunidad para demostrar a todo el mundo que mereces ser armado caballero.

El muchacho sonrió. Ambos sabían que tendría que hacerlo muy mal en las justas para que el rey cambiase de idea al respecto. Aquella tarde, el príncipe Beriac recibiría las armas, y otros jóvenes, entre los que se encontraba Robian, serían armados junto a él.

Viana lo despidió con un último beso y luego se reunió con Belicia en el palco. Allí saludó también a la duquesa de Castelmar, su futura suegra, y a Rinia, la hija de esta, de seis años. Ambas estaban muy pendientes del torneo, en lo que participarían Robian y su padre, el duque Landan.

No tardó en dar comienzo la competición. Viana ató una prenda a la lanza de Robian cuando este se lo pidió, y lo vio marchar, admirando el magnífico porte que presentaba a caballo.

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